Las malas

Las malas Resumen y Análisis Capítulos 11-12

Resumen

Capítulo 11 (pp.188-202)

Camila se entera de que Natalí, la travesti lobizona, ha muerto. Sandra la encontró, recluida en su habitación, congelada por el frío del invierno. Una a una las travestis van llegando a la casa de La Tía Encarna, quien les reprocha que desde que el barrio se puso violento han dejado de ir. Sin embargo, Encarna las recibe porque dice que su hijo debe criarse con su ejemplo, y ella debe devolver flores cuando alguien le tira excrementos.

El funeral se realiza en el patio y es multitudinario: acuden travestis de toda la ciudad, y hasta clientes y chongos. La Machi Travesti, que ha recuperado su estatuto de oficiante, realiza el ritual del funeral, y Camila presiente que será la última ceremonia que una a la manada. Todo un ciclo de su vida con aquellas mujeres termina ese día. Después del velorio, Camila elige perderse. No saber en qué anda cada una de sus compañeras. Tampoco vuelve al Parque Sarmiento, ahora un lugar imposible debido a las luces y a la policía. Perder el parque significa también perder la red de protección que habían generado dentro de la manada. Ahora, cada travesti está sola, por su cuenta, más vulnerable que nunca.

Camila empieza a trabajar por las calles de su barrio, y los taxistas y clientes la conocen como La Chica de la Calle Mendoza. Una noche, por la calle llega El Hombre del Paraguas Negro: alto y apuesto, todo vestido de negro y bastante borracho. Camila le ofrece sus servicios por 30 pesos, que el hombre acepta. Después del sexo, ella le permite quedarse a dormir allí. En un momento de la noche, el borracho se despierta y vomita a los pies de la cama, sobre un vestido y los zapatos de la narradora. Luego, se pone de pie, se baja el slip y orina contra la pared, salpicando sin darse cuenta la cama. Todo el tiempo, mientras lo hace, pide perdón a sollozos.

Cuando termina, quiere ponerse a limpiar, pero Camila le dice que mejor le pague y se vaya. El hombre saca entonces la billetera y le deja los 30 pesos pactados, pero antes de guardarla se pone a contar el dinero y dice que le faltan 100 pesos. Guarda entonces los 30 del pago y acusa a la prostituta de haberle robado. Camila le dice que ella no ha hecho nada, y que puede revisar todo el departamento, que no va a encontrar un peso. El borracho entonces se pone violento, saca una navaja y se arroja sobre la prostituta. Con una mano toma su cuello y comienza a asfixiarla, mientras coloca su cuchillo sobre la mejilla y repite que quiere sus 100 pesos de regreso. Camila le dice que revise la casa, y el hombre la suelta para hacerlo, pero en su movimiento torpe se patina en el vómito y termina en cuatro patas sobre él. Allí se da cuenta de lo patético que es todo aquello y comienza a sollozar nuevamente, pidiendo perdón a la narradora, quien solo atina a decirle que le pague lo que le corresponde y se vaya. El hombre así lo hace, pero se olvida su paraguas negro, que Camila utilizará por años. Esa tarde, la narradora invita a sus amigas a tomar el té con masas con esos 30 pesos y les muestra el botín: ese paraguas fabuloso, como nunca han visto antes.

Un día, Camila pide un turno con La Machi Travesti, quien la atiende mientras se lava el pelo. A la narradora le cuesta poner su situación en palabras; dice que esta cansada, agotada de aquella vida, y que se le está cayendo el pelo. Eso la aterra, porque se ve cada día más parecida a su padre. La Machi le dice que por el pelo no se preocupe; es el cuerpo de varón resentido el que ataca a las travestis, pero puede tomar hormonas para evitar la caída. Lo que debe hacer, antes que nada, es descansar y dormir, porque está habitada por un duende oscuro y triste, y eso es peligroso.

Sandra, una travesti triste, se suicida. Para justificar su muerte, algunas dicen que la perseguían unos dealers a quienes les había dado billetes falsos. Pero Camila sabe que eso no es cierto, puesto que uno de esos dealers, El Pacú, era el novio de Sandra. Es verdad que El Pacú es un macho violento y había agarrado a patadas a su novia cuando esta le dio los billetes falsos, pero las chicas los separaron, y la cosa no pasó a mayores.

Otros dicen que Sandra se suicidó en medio de un brote psicótico, y todos saben que la mujer padecía de trastornos psiquiátricos y que solía tener arranques violentos en la calle, como aquella vez que todas tuvieron que detenerla porque caminaba por medio de la calle, sin ropa de la cintura para arriba, gritándole a los conductores. En verdad, Camila lo comprende: Sandra se suicidó por pura pena, por no aguantar más la vida travesti en un mundo tan cruel y despiadado. La mujer se colocó un vestido primaveral, se maquilló con primor y se tomó un cóctel de pastillas de todos los colores, no sin antes dejar comida y bebida para su perrita, y la puerta entreabierta para que esta pudiera marcharse cuando quisiera. Su cuerpo fue encontrado muchos días después, hinchado y en descomposición, no como ella hubiera querido.

Después del suicidio de esta compañera, las travestis tratan de llevarse mejor y no insultarse por cualquier cosa. Por esa época, Camila comienza a buscar otros grupos. Pide ayuda y trata de salir de esa realidad brutal, la única para la mayoría de las travestis que conoce.

Capítulo 12 (pp.203-220)

La Tía Encarna comienza a recibir amenazas en su casa: llamadas a la madrugada, pintadas en las paredes y sobres por debajo de la puerta. Cuando Camila la visita, encuentra a su madre adoptiva llorando a lágrima suelta, y al niño llorando también, encerrado en su pieza. Encarna llora de culpa, porque le pegó a su hijo, y pide a gritos que sus manos se conviertan en piedra.

Camila habla con El Brillo de los Ojos, que está escondido bajo las sábanas de su cama, y le dice, de manera críptica y providencial, que el amor que espera no va a venir nunca. Camila lo abraza y lo consuela, y El Brillo acepta las disculpas de su madre. Camila se va un rato después, pensando en lo que le dijo el niño, y comprende entonces que es cierto: para ella, el amor no llegará nunca, porque ella misma es incapaz de brindar amor, por lo que no merece recibirlo tampoco.

Camila entonces relata un episodio con un cliente lindo que la lleva al hotel en el que está parando, cerca de la cañada. Se trata de un hombre que está de paso y la trata muy bien, como ningún otro cliente la ha tratado. El hombre le cuenta que hace cinco meses que se realiza análisis médicos por unas manchas que le detectaron en los pulmones y que, si bien aun no tiene un diagnóstico, sabe que es cáncer y que va a morir. Luego de la confesión, acuesta desnuda a Camila sobre la alfombra y le hace masajes en la espalda.

Después de tener sexo, el hombre le cuenta que tiene una esposa joven, y que no le gusta pensar que la cargará con su muerte. Luego le paga y Camila abandona el hotel para regresar a su cuarto de pensión.

El relato vuelve sobre la casa de Encarna, quien se asoma por las persianas para observar al automóvil que lleva unos días estacionado casi en su puerta, con dos hombres dentro que miran cada tanto hacia sus ventanas. Encarna se enfrenta a una persecución encarnizada, y ninguna de las travestis que apadrinó está allí para ayudarla. El Brillo ya no va más a la escuela; permanece encerrado con su madre y se entretiene tallando figuras en madera que representan a las travestis en todas sus formas: las perras, la lobizona, la pájara.

Camila refiere luego su encuentro con Mara, una travesti que vive a dos cuadras de su casa y que a veces, de día, regresa a su vida de varón. Una noche en que sale a trabajar por el barrio se encuentra con ella, que desciende de un auto y la invita a su casa a tomar un café. La casa de esta travesti es fabulosa. Tiene un cuarto adornado con peceras y lámparas de lava, con una cama para atender a los clientes, y luego otra habitación para ella y sus amantes, y una cocina muy cuidada y arreglada. Mara le muestra el registro de clientes que lleva, en el que anota cuánto le cobra a cada uno, cuándo lo ve y qué regalos le hacen, y le habla de otro registro que lleva con sus amantes. Lo que comprende Camila es que el éxito de Mara radica en el protocolo que aplica a su trabajo: hacer sentir siempre a gusto al cliente.

Camila regresa otra vez sobre Encarna. Siete meses han pasado cuando vuelve a visitarla. No ha ido antes, no por puro desamor, sino porque ha estado complicada: su madre estuvo enferma y se ha tenido que hacer cargo de una operación, y luego dos clientes la han asfixiado y violado antes de robarle hasta el último objeto de valor de su casa. Una vez recuperada de ese golpe, Camila sí siente el despecho de que Encarna, al enterarse, no la haya siquiera llamado. Además, es la temporada de travestis asesinadas. Cada semana hay alguna noticia nueva sobre una compañera desaparecida. Hoy, a una la matan a pedradas; mañana, prenden fuego a otra al borde de la ruta. El mundo es un monstruo que se alimenta de travestis. El peligro está en todas partes.

Cuando está por llegar a la casa, las luces rojas y azules de la policía y los bomberos anuncian que algo ha ocurrido. En la puerta de casa, unas treinta perras, las de la manada, muestran los dientes y no dejan acercarse a la gente. Camila quiere pasar entre la multitud, pero un bombero la detiene; nadie puede acercarse a la casa. Mientras, suben a un patrullero a una travesti cubierta solo por una bata, con tan poco cuidado que le golpean la cabeza contra el techo.

De pronto, La Machi Travesti aparece en escena, alza sus brazos, que terminan en unas largas uñas de leopardo, y el mundo se detiene. La policía y los bomberos se congelan en sus sitios, y las travestis pueden avanzar hacia la casa de Encarna. Ella, la madre travesti de todas ellas, ha cedido finalmente a la presión del mundo. Su cuerpo inerte descansa de costado sobre la cama, mirando de frente al rostro del Brillo de los Ojos. La Tía Encarna no pudo más con el mundo, se encerró con su hijo en la habitación, selló los recovecos y abrió la llave del gas. De pronto, todo el mundo llora, fuera y dentro de la casa. Hasta los vecinos violentos ahora se apiadan de aquella mujer y derraman lágrimas por su existencia trunca.

Dentro de la casa, La Machi Travesti da la orden de encontrar las joyas de Encarna y rescatarlas antes de que los policías las roben. Una travesti las encuentra, y entonces toda la manada, sin parar de llorar, sale de la casa y se dirige al Parque. Allí ponen música y bailan, para que La Tía Encarna se pueda guiar con su ritmo y encuentre el cielo para las travestis, donde la espera la paz que tanto se merece y que el mundo no ha sabido darle. Anónimas y transparentes, las travestis de Parque Sarmiento saben que la ciudad muy pronto olvidará por completo que ellas han existido.

Análisis

Al inicio del capítulo 11 Natalí, la lobizona, ha muerto. Otra más de la manada que desaparece. La presencia de Natalí ritmaba la vida de la casa de Encarna, como se ha dicho antes. Su ausencia representa un vacío que altera hasta las temporalidades de las vidas del clan. La muerte, tan presente en la vida de aquellas mujeres, es un motivo para reunirse nuevamente. Encarna lo sabe, y deja a un lado su resentimiento para abrir las puertas de su casa a todas las travestis que llegan a rendir un último homenaje a la que fue dos veces loba. Una frase contundente cierra el episodio y marca la relación que las travestis sostienen con la muerte: “Mientras tanto, las que aquí quedamos bordamos con lentejuelas nuestras mortajas de lienzo” (p.191). La metáfora visibiliza toda una forma de estar en el mundo; las travestis le ponen todo el brillo que pueden a sus vidas, aunque saben que están lidiando con la muerte a diario. El estilo de vida que llevan, la forma en que visten, las máscaras que utilizan para revelar su identidad, todo ello les vale la censura social y las expone a sus propias muertes. Pero la necesidad de ser y expresarse es más fuerte; es un impulso ineludible que todas ellas acatan.

La muerte de Natalí marca el corte definitivo de Camila con la manada. A partir de aquel episodio, la narradora ya no visita el Parque, y el desenlace de la novela, de esa etapa de su vida, se precipita. Al reflexionar sobre la mirada de la sociedad cisheternormada sobre la comunidad travesti, una comparación destaca por su crudeza y su potencia: “A mí siempre me pareció que nos veían como cucarachas: les bastó encender la luz para que todas saliéramos corriendo” (p.191). En el imaginario de la clase media, cuyo principal valor es la familia, la cucaracha es la imagen de la plaga por excelencia: aquello que invade la casa y amenaza con contaminar todo lo bueno, el lugar seguro, el corazón de la vida familiar. No se puede convivir con aquella alimaña. A la cucaracha se la extermina. Lo mismo, piensa Camila, sucede con las travestis.

Por esa época, la extenuación comienza a notarse en el cuerpo de Camila. Conseguir clientes se hace más difícil, y la metamorfosis para sostener la apariencia deseada es cada vez más complicada. Cuando comienza a caérsele el pelo, Camila acude a La Machi Travesti y le pide su ayuda. En verdad, Camila necesita desahogarse; que alguien escuche todo lo que le está sucediendo y comparta su pena. La Machi la comprende y le dice que solo necesita hacer reposo hasta reponerse de todos los males del mundo. Además, “dice que el cuerpo del hombre siempre reclama. Nunca va a dejarnos tranquilas, está resentido por lo que le hacemos” (p.197). Y, en verdad, allí radica el temor de Camila, en ese cuerpo de hombre que asoma cuando se mira al espejo y se ve cada vez más parecida a su padre, esa figura contra la que cada fibra de su persona se rebela. El padre es la peor representación de la masculinidad en su vida, es todo aquello que la aleja a ella misma de ser varón.

Además de las compañeras asesinadas, también está la pérdida de aquellas que se suicidan cuando el mundo se hace intolerable. Eso sucede con Sandra, la travesti melancólica del grupo. Frente a estas muertes, la rabia se hace un nudo en el estómago y corta el aliento. Tras la pérdida de Sandra, Camila termina por cortar lazos con la manada y busca nuevos horizontes; comienza a pedir ayuda y busca escapar a la vida de la calle.

El último capítulo cierra una etapa en la vida de Camila con la muerte de La Tía Encarna y El Brillo de los Ojos. Llega un punto en la vida de Encarna en que el acoso social que sufre se hace intolerable. La mujer que durante toda la novela se caracterizó por su reciedumbre y por ser el apoyo afectivo para sus hijas putativas termina desmoronándose y no puede salir adelante.

En una visita antes de la catástrofe, Camila ya detecta la derrota de Encarna: la mujer le ha pegado por primera vez a su hijo y llora desconsoladamente, puesto que se había prometido jamás alzar la mano contra la criatura. Camila consuela al niño, y este le dice, en un momento, como si fuera un oráculo: “No va a venir. Te puede parecer que sí, que algún día va a venir, pero no. No va a venir nunca” (p.203). La narradora comprende que el niño está hablando del amor, y que sus palabras son una suerte de profecía: por más que lo busque, el amor no es algo que pueda ingresar y permanecer en su vida, y ella lo sabe, puesto que reconoce su mezquindad. Si se compara con La Tía Encarna y la capacidad que esta tiene de entregarse a los otros, Camila reconoce sus límites y su egoísmo: “Sería incapaz de hacer lo que hacía La Tía Encarna: darlo todo por alguien. Renunciar a todo por alguien. No entendía qué clase de amor era, sólo sabía que no era capaz de darlo. Es decir que no merecía recibirlo tampoco. El niño tenía razón: el amor no iba a venir, porque sabía que yo no podría responder con bondad” (p.203).

Esta es una sentencia inamovible que marca el final de la novela con la derrota. La fiesta travesti cede a la rabia y a la pena; es sofocada por la violencia incontenible de una sociedad que no quiere albergarlas en su seno. La fantasía de una vida comunitaria se disuelve; el sueño de esa casa rosa que cobijó a la manada de Parque Sarmiento termina en pesadilla cuando Camila llega, después de siete meses de ausencia, y encuentra a la policía y a los bomberos acordonando el perímetro de la casa de Encarna. Puede sentir la muerte en el aire y desea precipitarse al interior de ese que fue también su hogar, pero un agente se lo impide. Frente a sus ojos están las puertas entreabiertas y chamuscadas por dos intentos de incendio, las paredes pintadas con todo tipo de improperios hacia las travestis, el odio carcomiendo la pintura, los restos de proyectiles disparados por los vecinos ensuciando el patio. Dentro, el cuerpo de Encarna descansa finalmente de todas sus heridas. Su rostro de frente al amor del Brillo, un ser demasiado hermoso para sobrevivir en un mundo tan peligroso y cruel.

Encarna no cedió jamás ante las mil violaciones que sufrió su cuerpo, pero ser madre la enfrentó a un dolor que nunca había conocido: el de la violencia ejercida sobre el cuerpo del hijo. El Brillo soportó, estoico, las torturas a la que lo sometían sus compañeros por ser hijo de una travesti, pero cuando Encarna supo lo que pasaba, comprendió que aquel mundo estaba demasiado podrido y que a su hijo solo podía reportarle penas y sufrimiento. Por eso lo sacó del jardín y se recluyó con él. Y cuando el mundo la siguió hasta el interior de su casa y le demostró que en ningún lugar, nunca, iban a estar seguros, decidió que la muerte para ambos era la mejor salida.

Un último destello travesti deslumbra la narración y detiene el mundo por un momento: La Machi levanta su garra de leopardo e inmoviliza con su presencia las fuerzas institucionales que transforman el hogar en una escena del crimen. Las travestis pueden entrar, entonces, y dedicar su último adiós a la que fue su madre, a la que supo unirlas y protegerlas con su cuerpo siliconado lleno de moretones y de heridas de bala. Antes de retirarse, las travestis encuentran las joyas, último patrimonio de Encarna, y se las llevan con ellas.

La novela concluye en Parque Sarmiento, el lugar donde todo comenzó. La pena se combate con música, alcohol y baile, amuletos todos en el ritual de supervivencia travesti. Camila sabe que, cuando la noche termine, cada una tomará su rumbo y no volverán a encontrarse, salvo que se crucen en una noche de trabajo. El Parque y la ciudad van a olvidar a todas ellas, van a borrar hasta el último vestigio de aquella manada travesti que en algún momento supo sobreponerse al odio del mundo e inventarse una forma posible para la felicidad. La sociedad va a poner toda su estructura a funcionar para que el olvido sea completo. Pero Camila responde, escribe, enarbola su identidad travesti y la de todas sus compañeras, y grita con rabia: nuestro cuerpo es nuestra patria.

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