Pelletier descalifica al joven Alatorre por no saber alemán, olvidando que él fue despreciado por lo mismo en el pasado (Ironía situacional)
Descalificado por no saber alemán en su juventud, Pelletier desprecia, en su madurez, a un joven académico por la misma razón. Esta ironía tiene un sentido: Bolaño expone sin matices un tipo de vínculo que excede la relación entre Pelletier y Alatorre, una rueda de violencia que en muchos países de Latinoamérica se llama “pagar derecho de piso”. El lugar que uno se gana, según esta mirada, se lo gana con esfuerzo, sufrimiento y, muchas veces, tolerando los maltratos de otros que han llegado antes que uno.
Bajo estos códigos arbitrarios y crueles, el pobre Alatorre no tiene grandes posibilidades de recibir la atención de los críticos:
El mexicano (…), asistió a algunas conferencias y luego se presentó a sí mismo a Norton y a Espinoza, quienes se lo sacaron de encima sin miramientos, y luego a Pelletier, quien lo ignoró soberanamente, pues Alatorre en nada se diferenciaba de la horda de jóvenes universitarios europeos más bien pesados que pululaban alrededor de los apóstoles archimboldianos. Para mayor vergüenza, Alatorre ni siquiera sabía hablar alemán, lo que lo descalificaba de antemano (pp.142-143).
Irónicamente, los críticos deberán guardarse sus prejuicios cuando descubran que el “fracasado” de Amalfitano tiene más conexión con Archimboldi que ellos mismos (Ironía situacional)
Cuando los críticos conocen a Amalfitano, el narrador afirma que la primera impresión que tuvieron de él
fue más bien mala, perfectamente acorde con la mediocridad del lugar, sólo que el lugar, la extensa ciudad en el desierto, podía ser vista como algo típico, algo lleno de color local, una prueba más de la riqueza a menudo atroz del paisaje humano, mientras que Amalfitano sólo podía ser visto como un náufrago, un tipo descuidadamente vestido, un profesor inexistente de una universidad inexistente, el soldado raso de una batalla perdida de antemano contra la barbarie, o, en términos menos melodramáticos, como lo que finalmente era, un melancólico profesor de filosofía pasturando en su propio campo (…). Espinoza y Pelletier vieron en él a un tipo fracasado, fracasado sobre todo porque había vivido y enseñado en Europa, que intentaba protegerse con una capa de dureza, pero cuya delicadeza intrínseca lo delataba en el acto (p.162).
Como vemos, la mirada descalificadora de los críticos está plagada de prejuicios debido al poco renombre de la universidad en la que Amalfitano enseña, a la ciudad latinoamericana, desértica y menor, en la que decide vivir, y a ese pasado europeo perdido sospechosamente. Sin embargo, este desprecio se ve irónicamente alterado en el momento en que Amalfitano demuestra ser un gran conocedor de la obra de Archimboldi: “Cuando Amalfitano les dijo que él había traducido para una editorial argentina, en el año 1974, La rosa ilimitada, la opinión de los críticos cambió” (p.166). Así, la ironía pone en evidencia el nivel de prejuicio de los críticos en particular y de la mirada intelectual occidentalista en general.
Tras vanagloriarse de su civilidad y generosidad, Espinoza y Pelletier golpean a un taxista paquistaní hasta dejarlo inconsciente (Ironía situacional)
Espinoza y Pelletier, que en una conversación se vanaglorian de su generosidad y sus valores civilizados, destrozan a golpes a un taxista paquistaní en nombre de las “feministas de Nueva York” (p.109) y “Salman Rushdie” (ídem), y acompañan sus golpes diciéndole: “Métete el islam por el culo” (ídem). En momento alguno tienen una mínima comprensión de lo irónico que resulta que sean ellos, los académicos letrados, la crema de la civilización universitaria europea, quienes dejan a un trabajador inmigrante “inconsciente y sangrando por todos los orificios de la cabeza, menos por los ojos” (ídem).
Edwin Johns parece haber cortado su mano en un acto de consagración total hacia su arte. Irónicamente, luego confiesa haberlo hecho por dinero (Ironía situacional)
El pintor Edwin Johns le resulta fascinante a los críticos debido a que, en un último arranque de locura, se corta la mano con que pinta, la embalsama y la exhibe como su autorretrato. Irónicamente, esta aparente entrega romántica del poeta maldito resulta ser, finalmente, un acto de extrema lucidez pragmática cuando Johns le confiesa a Morini que, en realidad, se cortó la mano por dinero. Johns sabía que si se cortaba la mano, su obra performativa conceptual iba a propulsarse a la fama, arrastrando con ella a todas sus obras menores.