Anhelo colaborar en una página del programa que, al prepararos a respirar el aire libre de la acción, formularéis, sin duda, en la intimidad de vuestro espíritu, para ceñir a él vuestra personalidad moral y vuestro esfuerzo. Este programa propio […] no falta nunca en el espíritu de las agrupaciones y los pueblos que son algo más que muchedumbres. Si con relación a la escuela de la voluntad individual, pudo Goethe decir profundamente que solo es digno de la libertad y la vida quien es capaz de conquistarlas día a día para sí, con tanta más razón podría decirse que el honor de cada generación humana exige que ella se conquiste, por la perseverante actividad de su pensamiento, por el esfuerzo propio, su fe en determinada manifestación del ideal y su puesto en la evolución de las ideas.
Próspero define su papel en la formación de sus discípulos como una colaboración para el armado de un programa espiritual que puede pensarse de forma individual o colectiva. De forma individual, cada uno de sus discípulos –que representan a la joven generación– debe hallar en “la intimidad de [su] espíritu” la manera en que actuarán en el mundo, diseñando de este modo una “personalidad moral” que los guiará en la búsqueda de la idealidad. De forma colectiva, Próspero entiende que las agrupaciones y los pueblos se comportan como un solo organismo que puede conformar un programa propio siguiendo su espíritu. Esto sucede, arguye Próspero, en los pueblos “que son algo más que muchedumbres”, es decir, en aquellas sociedades que no son, simplemente, el cúmulo de las personas que la integran, sino que la unidad resulta de actuar según los mismos ideales. Después cita una frase célebre del Fausto de Johann Wolfgang Goethe –“solo es digno de la libertad y la vida quien es capaz de conquistarlas día a día para sí” – para trasladar esta idea del esfuerzo personal que cada individuo debe hacer para ser libre de espíritu y pensamiento a una idea del esfuerzo colectivo, que cada generación debe hacer para contribuir al progreso de la humanidad.
Cuando el sentido de la utilidad material y el bienestar domina en el carácter de las sociedades humanas con la energía que tiene en lo presente, los resultados del espíritu estrecho y la cultura unilateral son particularmente funestos a la difusión de aquellas preocupaciones puramente ideales que, siendo objeto de amor para quienes les consagran las energías más nobles y perseverantes de su vida, se convierten en una remota, y quizá no sospechada región, para una inmensa parte de los otros. Todo género de meditación desinteresada, de contemplación ideal, de tregua íntima, en la que los diarios afanes por la utilidad cedan transitoriamente su imperio a una mirada noble y serena tendida de lo alto de la razón sobre las cosas, permanece ignorado, en el estado actual de las sociedades humanas, para millones de almas civilizadas y cultas, a quienes la influencia de la educación o la costumbre reduce al automatismo de una actividad, en definitiva, material. Y bien: este género de servidumbre debe considerarse la más triste y oprobiosa de todas las condenaciones morales. Yo os ruego que os defendáis, en la milicia de la vida, contra la mutilación de vuestro espíritu por la tiranía de un objetivo único e interesado. No entreguéis nunca a la utilidad o a la pasión sino una parte de vosotros. Aun dentro de la esclavitud material hay la posibilidad de salvar la libertad interior: la de la razón y el sentimiento. No tratéis, pues, de justificar, por la absorción del trabajo o el combate, la esclavitud de vuestro espíritu.
Este fragmento trata el tema de la oposición entre utilitarismo e idealismo. Próspero sostiene aquí que el utilitarismo, como corriente filosófica que domina las sociedades de su presente, aleja a una gran parte de las personas de lo que es verdaderamente importante: la “libertad interior”, que se desarrolla con el cultivo de la razón y del sentimiento por medio de la “meditación desinteresada” y de la “contemplación del ideal”. El utilitarismo educa para la utilidad y el bienestar material, y por eso produce espíritus esclavizados por el automatismo de perseguir “un objeto único e interesado”. En estos términos, Próspero concibe al idealismo como libertad y al utilitarismo como un “género de servidumbre”. No obstante, comprende que ambas corrientes pueden coexistir si las personas –y la sociedad en su conjunto– dedican solamente una parte de su vida a la utilidad y la otra al ennoblecimiento de su espíritu por la defensa constante de los ideales.
Yo doy al cuento el escenario de vuestro reino interior. Abierto con una saludable liberalidad, como la casa del monarca confiado, a todas las corrientes del mundo, exista en él, al mismo tiempo, la celda escondida y misteriosa que desconozcan los huéspedes profanos y que a nadie más que a la razón serena pertenezca. […] Pensar, soñar, admirar: he ahí los nombres de los sutiles visitantes de mi celda. Los antiguos los clasificaban dentro de su noble inteligencia del ocio, que ellos tenían por el más elevado empleo de una existencia verdaderamente racional, identificándolo con la libertad del pensamiento emancipado de todo innoble yugo. El ocio noble era la inversión del tiempo que oponían, como expresión de la vida superior, a la actividad económica. Vinculada exclusivamente a esa alta y aristocrática idea del reposo su concepción de la dignidad de la vida, el espíritu clásico encuentra su corrección y su complemento en nuestra moderna creencia en la dignidad del trabajo útil; y entrambas atenciones del alma pueden componer, en la existencia individual, un ritmo sobre cuyo mantenimiento necesario nunca será inoportuno insistir.
Después de narrar el cuento sobre el palacio del monarca (ver Resumen y análisis Partes III-IV), Próspero explica que el palacio equivale por analogía al espíritu de cada uno de sus discípulos, que debe estar predispuesto a recibir a todas las personas y a todos los aspectos de la vida. Pero esta apertura debe hallar un límite en una actividad íntima y solitaria: el cultivo de la libertad de pensamiento. Es así como el “reino interior” de los jóvenes, al igual que el palacio del cuento, debe contar con un recinto privado que les pertenezca solo a ellos y que sea el dominio de la razón. Ese espacio correspondería al ejercicio del ocio como lo entendían los griegos, tiempo de elevar la mente y el alma como momento opuesto al tiempo del trabajo. Sin embargo, Próspero no adhiere a la idea aristocrática de que el reposo, y no el trabajo, es la única actividad que dignifica la vida. Por el contrario, recupera el valor que tiene el trabajo útil para proponer un equilibrio entre el ocio y el trabajo como la mejor manera de llevar una vida digna en la modernidad.
Aunque el amor y la admiración de la belleza no respondiesen a una noble espontaneidad del ser racional y no tuvieran, con ello, suficiente valor para ser cultivados por sí mismos, sería un motivo superior de moralidad el que autorizaría a proponer la cultura de los sentimientos estéticos como un alto interés de todos. Si a nadie es dado renunciar a la educación del sentimiento moral, este deber trae implícito el de disponer el alma para la clara visión de la belleza. Considerad al educado sentido de lo bello el colaborador más eficaz en la formación de un delicado instinto de justicia. La dignificación, el ennoblecimiento interior, no tendrá nunca artífice más adecuado.
En este fragmento, Próspero sostiene que el cultivo del buen gusto o del sentimiento estético debería ser considerado primordial para la civilización, porque el sentido de lo bello colabora en la educación del sentimiento moral de las personas. En la filosofía de Rodó, la estética es una ética, porque la belleza predispone a la formación del sentido de lo justo, de modo que alentar la disposición del alma “para la clara visión de la belleza” contribuiría a alentar la superioridad moral de los individuos y de la sociedad. Por otra parte, como admirar la belleza es en sí mismo algo superior, porque surge espontáneamente de la razón, educar el sentimiento estético forma parte del desarrollo de las facultades ideales que ennoblecen y dignifican al ser humano.
Ha tiempo que la suprema necesidad de colmar el vacío moral del desierto hizo decir a un publicista ilustre que, en América, gobernar es poblar. Pero esta fórmula famosa encierra una verdad contra cuya estrecha interpretación es necesario prevenirse, porque conduciría a atribuir una incondicional eficacia civilizadora al valor cuantitativo de la muchedumbre. Gobernar es poblar, asimilando, en primer término, educando y seleccionando, después. Si la aparición y el florecimiento, en la sociedad, de las más elevadas actividades humanas, de las que determinan la alta cultura, requieren como condición indispensable la existencia de una población cuantiosa y densa, es precisamente porque esa importancia cuantitativa de la población, dando lugar a la más compleja división del trabajo, posibilita la formación de fuertes elementos dirigentes que hagan efectivo el dominio de la calidad sobre el número. La multitud, la masa anónima, no es nada por sí misma. La multitud será un instrumento de barbarie o de civilización según carezca o no del coeficiente de una alta dirección moral.
En esta parte del ensayo, Próspero propone una crítica a la ideología del escritor y político Juan Bautista Alberdi, representante de la corriente filosófica imperante durante la segunda mitad del siglo XIX en Argentina y en Uruguay. “Gobernar es poblar” significaba entonces que la sociedad se civilizaría con la inmigración europea y con la movilización de la gente desde las ciudades hacia el interior, lo que contribuiría a hacer desaparecer el “desierto”, como así se percibía a las grandes extensiones de tierra deshabitadas o pobladas por los pueblos originarios, a los que no se los incluía dentro del proyecto civilizador.
El argumento de Rodó, expresado por Próspero, consiste en cuestionar la idea de que el aumento demográfico puede ser, por sí mismo, un “instrumento” para la civilización, si no viene acompañado de una dirección moral de las multitudes. Para que esto suceda, es necesario priorizar la calidad por sobre la cantidad. Es así como Próspero logra recuperar de la idea de “gobernar es poblar” el hecho de que las sociedades cuantiosas dan lugar a una división de trabajo compleja que, a su vez, permite que algunas personas se destaquen por su superioridad moral para dirigir a la “masa anónima”. De esta manera, aquel mal de la especialización utilitaria que caracteriza a las sociedades modernas se convierte, en el pensamiento de Rodó, en un instrumento para formar personas calificadas, encargadas de producir civilización por el ejercicio de “las más elevadas actividades humanas”.
Ninguna distinción más fácil de confundirse y anularse en el espíritu del pueblo que la que enseña que la igualdad democrática puede significar una igual posibilidad, pero nunca una igual realidad, de influencia y de prestigio, entre los miembros de una sociedad organizada. En todos ellos hay un derecho idéntico para aspirar a las superioridades morales que deben dar razón y fundamento a las superioridades efectivas; pero sólo a los que han alcanzado realmente la posesión de las primeras debe ser concedido el premio de las últimas. El verdadero, el digno concepto de la igualdad reposa sobre el pensamiento de que todos los seres racionales están dotados por naturaleza de facultades capaces de un desenvolvimiento noble. […] De tal manera, más allá de esta igualdad inicial, toda desigualdad estará justificada, porque será la sanción de las misteriosas elecciones de la Naturaleza o del esfuerzo meritorio de la voluntad. Cuando se la concibe de este modo, la igualdad democrática, lejos de oponerse a la selección de las costumbres y de las ideas, es el más eficaz instrumento de selección espiritual, es el ambiente providencial de la cultura.
Esta cita sintetiza el modo en que Rodó concibe la democracia como un instrumento necesario para el desarrollo espiritual de las poblaciones. Su concepción de igualdad democrática se basa en la idea de que todos deben tener un “derecho idéntico” y las mismas condiciones para cultivar la moralidad; en este sentido, él no realiza una discriminación entre los “seres racionales”, porque considera que todos nacen con la posibilidad de ennoblecer su espíritu. No obstante, también cree que pueden existir “misteriosas elecciones de la Naturaleza” para que haya personas más predispuestas a distinguirse del resto. Pese a esta igualdad inicial, será quienes por esfuerzo alcancen este estado superior los que deberán liderar y realizar la selección de las costumbres y de las ideas que consideren propias de la alta cultura. Es así como la democracia conducirá a la desigualdad justa, la que surge de reconocer una jerarquía social basada en el mérito moral de cada individuo.
[L]as afirmaciones de la ciencia contribuyen a sancionar y fortalecer en la sociedad el espíritu de la democracia, revelando cuánto es el valor natural del esfuerzo colectivo; cuál la grandeza de la obra de los pequeños, cuán inmensa la parte de acción reservada al colaborador anónimo y oscuro en cualquiera manifestación del desenvolvimiento universal. Realza, no menos que la revelación cristiana, la dignidad de los humildes, esta nueva revelación, que atribuye, en la naturaleza, a la obra de los infinitamente pequeños, a la labor del numulita y el briozoo en el fondo oscuro del abismo, la construcción de los cimientos geológicos; que hace surgir de la vibración de la célula informe y primitiva todo el impulso ascendente de las formas orgánicas; que manifiesta el poderoso papel que en nuestra vida psíquica es necesario atribuir a los fenómenos más inaparentes y más vagos, aun a las fugaces percepciones de que no tenemos conciencia; y que, llegando a la sociología y a la historia, restituye el heroísmo, a menudo abnegado, de las muchedumbres, la parte que le negaba el silencio en la gloria del héroe individual, y hace patente la lenta acumulación de las investigaciones que, al través de los siglos, en la sombra, en el taller o el laboratorio de obreros olvidados preparan los hallazgos del genio.
Aquí Próspero rescata de la ciencia moderna el haber revelado la importancia que tienen la “obra de los pequeños” y “el esfuerzo colectivo”, es decir, las colaboraciones de eventos y agentes hasta entonces imperceptibles, tanto en la naturaleza como en la cultura. Así compone la imagen de un conjunto de fenómenos naturales descubiertos por la ciencia, como el aporte de organismos diminutos –la numulita, el briozoo o la célula–, y los compara con la participación de las muchedumbres en el progreso de la historia, cuya labor fue también invisibilizada por la importancia que se les otorgó siempre a los héroes individuales. Esta forma de entender la ciencia como método de conocimiento, tanto de lo natural como de lo social, nos permite asociar la filosofía de Rodó, si bien a su pesar, con la ideología positivista de su tiempo, porque ambas corrientes de pensamiento pretenden usar la ciencia para comprender cómo funcionan las sociedades y las culturas. Ese método científico les sirve a los discípulos para percibir su realidad más allá de lo aparente, porque les permite reconocer “el poderoso papel” que cumplen los “fenómenos más inaparentes y más vagos”, o las “fugaces percepciones de que no tenemos conciencia”.
La influencia política de una plutocracia representada por los todopoderosos aliados de los trusts, monopolizadores de la producción y dueños de la vida económica, es, sin duda, uno de los rasgos más merecedores de interés en la actual fisonomía del gran pueblo. La formación de esta plutocracia ha hecho que se recuerde, con muy probable oportunidad, el advenimiento de la clase enriquecida y soberbia que en los últimos tiempos de la república romana es uno de los antecedentes visibles de la ruina de la libertad y de la tiranía de los césares. ¡Y el exclusivo cuidado del engrandecimiento material –numen de aquella civilización– impone así la lógica de sus resultados en la vida política, como en todos los órdenes de la actividad, dando el rango primero al struggle-for-life osado y astuto, convertido por la brutal eficacia de su esfuerzo en la suprema personificación de la energía nacional…!
Si bien no usa el término “capitalismo” en todo el ensayo, en esta parte Rodó está poniendo en cuestión el tipo de dominio político que ejercen los grandes capitales en las sociedades modernas de su presente. Así, denuncia que en regímenes económicos donde la riqueza material se distribuye entre unos pocos, la democracia se desvirtúa en plutocracia, es decir, en el control de “la clase enriquecida y soberbia” que se organiza en trusts para dominar el mercado (ver Glosario). De esta manera, sostiene que aquellas civilizaciones que, en vez inspirarse en Ariel, tienen de numen el “engrandecimiento material” –a Calibán– son las que están destinadas a corromperse, como lo muestra el ejemplo de la república romana. Es importante remarcar que Rodó sí desea que exista una jerarquía social en los pueblos latinoamericanos, pero aquella que esté basada en la grandeza moral y espiritual, no material. Por eso, pone en cuestión que se alabe al que llama el “struggle-for-life osado y astuto” (ver Glosario), quien, en la lógica del positivismo, es el que mejor se adapta a un medio que prioriza lo material y lo utilitario por sobre lo ético y lo cultural.
¿No la veréis vosotros, la América que nosotros soñamos; hospitalaria para las cosas del espíritu, y no tan sólo para las muchedumbres que se amparen a ella; pensadora, sin menoscabo de su aptitud para la acción; serena y firme a pesar de sus entusiasmos generosos; resplandeciente con el encanto de una seriedad temprana y suave, como la que realza la expresión de un rostro infantil cuando en él se revela, al través de la gracia intacta que fulgura, el pensamiento inquieto que despierta?... Pensad en ella a lo menos; el honor de vuestra historia futura depende de que tengáis constantemente ante los ojos del alma la visión de esa América regenerada, cerniéndose de lo alto sobre las realidades del presente, como en la nave gótica el vasto rosetón que arde en luz sobre lo austero de los muros sombríos. No seréis sus fundadores, quizá; seréis los precursores que inmediatamente la precedan. En las sanciones glorificadoras del futuro hay también palmas para el recuerdo de los precursores.
Esta cita es un buen ejemplo de cómo Próspero acude a recursos literarios para embellecer su discurso y, de este modo, transmitir mejor lo que quiere enseñarles a sus discípulos. En primer lugar, mientras realiza una pregunta retórica, ofrece una personificación del continente americano como si este fuese un ser humano con cuerpo y alma, imagen que le permite unir a todos los habitantes de América en una sola entidad que siente y piensa. La América del futuro, que debe ser moldeada por la joven generación, debe ser una “América regenerada” con atributos positivos, como ser serena y entusiasta. En segundo lugar, recurre también a símiles o metáforas, como cuando compara la gracia de América con el “pensamiento inquieto” que se refleja en el rostro de un niño, o cuando compara su visión de esa América por venir con el rosetón de la arquitectura gótica, que se destaca por su posición elevada que deja entrar luz dentro de un espacio oscuro, como si al continente le tocara ser la luz que ilumine al resto de la humanidad hacia la perfección. Finalmente, alienta a los jóvenes diciéndoles que quizás no les toque presenciar la fundación de esa América, pero que tendrán una recompensa por las “palmas” que la América futura le destinará a los “precursores”.
Así habló Próspero. Los jóvenes discípulos se separaron del maestro después de haber estrechado su mano con afecto filial. De su suave palabra, iba con ellos la persistente vibración en que se prolonga el lamento del cristal herido, en un ambiente sereno. Era la última hora de la tarde. Un rayo del moribundo sol atravesaba la estancia, en medio de discreta penumbra, y tocando la frente de bronce de la estatua, parecía animar en los altivos ojos de Ariel la chispa inquieta de la vida. Prolongándose luego, el rayo hacía pensar en una larga mirada que el genio, prisionero en el bronce, enviase sobre el grupo juvenil que se alejaba. Por mucho espacio marchó el grupo en silencio. Al amparo de un recogimiento unánime se verificaba en el espíritu de todos ese fino destilar de la meditación, absorta en cosas graves, que un alma santa ha comparado exquisitamente a la caída lenta y tranquila del rocío sobre el vellón de un cordero.
En este fragmento del último apartado, el narrador que había introducido la escena de enseñanza al comienzo del ensayo vuelve a tomar la voz para darnos una imagen del efecto que produjo en los alumnos el discurso de Próspero. La descripción del momento de la despedida construye un ambiente sereno que armoniza con el estado mental de los jóvenes, mientras procesan las palabras que acaban de escuchar, lo que el narrador compara con la vibración prolongada del ruido de un cristal roto –imagen que embellece personificando el cristal al trasmutar “ruido” por “lamento”, y “roto” por “herido”. El momento de la despedida, que coincide con la caída del sol, también produce una atmósfera propicia para la reflexión. Para completar la escena, los rayos del crepúsculo llegan a tocar la frente de la estatua de Ariel, transmitiendo así la idea de que el numen irradia, desde el bronce, lo ideales que la joven generación debe seguir. El silencio y el recogimiento de los discípulos parece indicar que su espíritu se halla en un momento introspectivo de meditación, imagen que el narrador embellece con un símil de la naturaleza que transmite paz y tranquilidad: el de la caída del rocío sobre el vellón de un cordero. Es así como Rodó transmite a su lector, al que pretende también discípulo, el efecto que debería producir el ensayo en las mentes jóvenes.