Resumen
Todos los amigos de Marvin, que también son amos de kentukis o controlan uno, envidian la situación de Marvin con SnowDragon, libre y aventurero en tierras vikingas.
SnowDragon está siguiendo el mapa que le preparó Jesper cuando alguien de pronto lo levanta del piso. Dos chicos forcejean por él. El padre de los chicos toma el kentuki y lo mete en el baúl del auto. Desde allí, después de un rato de viaje, Marvin puede ver cómo se acercan a la nieve.
El padre llama a cenar a Marvin, fuera del escritorio. Marvin intenta no caer de la camioneta, resistir hasta llegar a la nieve. El padre vuelve a llamarlo. SnowDragon cae y rueda cuesta abajo. El padre abre la puerta del escritorio y Marvin apaga la tablet a punto de llorar, sintiéndose mareado y azotado por los golpes que sufrió desde la distancia.
El tema de la adolescente secuestrada le toma tres días enteros a Nikolina. Con la llegada de la policía al lugar, el kentuki es metido en una caja, y cuando vuelve a encenderse la conexión está en una casa grande pero humilde en una zona tropical. Andrea, la chica rescatada, los saluda junto a su madre y sus hermanitos. Madre e hija le hablan sin parar al kentuki, pero Nikolina y Grigor no entienden una palabra.
Nikolina entra a bañarse y Grigor se queda maniobrando el kentuki por la casa de la chica; piensa incluso que aún puede vender esta conexión. En un momento, ve que dos hombres hablan en inglés. Uno de ellos es el padre de la chica, y habla mal. El otro, joven y blanco, habla con perfecta pronunciación, y le está exigiendo dinero. “Su chiquita regresó, hombre”, le dice, “Si la chica regresa a su casa, el dinero regresa a la billetera de Don” (p.200). Después, el joven besa el brazo de Andrea, quien no entiende una palabra de lo que él acaba de decir.
Grigor no tiene valor para informarle a Nikolina lo que acaba de oír. Piensa en su propio padre. Súbitamente, se da cuenta de que no quiere ver ni oír más vidas de desconocidos, ni presenciar la oscuridad del mundo, y desconecta la tablet con la decisión de abandonar el negocio.
Emilia tuvo un sueño erótico con Klaus. Cuando se despierta ve a su kentuki conejita cerca de la cama, lo cual le inquieta.
Últimamente hay muchas noticias que buscan advertir peligros sobre los kentukis. A Emilia le preocupa su hijo y lo poco que este resguarda su intimidad frente a la señora que controla el suyo. Sobre sí misma, cree estar siendo muy precavida.
Klaus continúa llamando a Emilia. Ahora, ella dice algunas palabras en español hasta que él corta la comunicación. Además de las fotos de Eva con la conejita que ella controla en Erfurt, Emilia tiene en portarretratos fotos de Klaus en calzoncillos.
A veces, Emilia deja que la conejita en su casa se siente con ella frente a la computadora y vea cómo comanda a la coneja en Erfurt. De a poco, le va contando quiénes son y dónde están aquellas personas.
Una vez, está paseando su coneja por el departamento en Erfurt cuando ve que a Klaus le suena el teléfono. El hombre atiende y empieza a mirar muy fijo a la coneja que controla Emilia. Cuando llega Eva, él le cuenta algo (el traductor no funciona en él, solo en la ama) y Eva también mira a Emilia. Luego, ambos miran fotos en el celular.
Eva se pone frente al kentuki, toma su celular y llama a Emilia. En Lima, Emilia atiende. Eva habla en alemán, pero el traductor subtitula en la computadora. “Su conejita acaba de mandarme fotos de usted charlando por teléfono con mi novio” (p.208), dice la chica. También le informa que tiene fotos de la casa de Emilia llena de fotos de Eva y Klaus, y de Emilia en ropa interior. “Me gusta mucho su ropa interior de vieja” (p.208), susurra Eva en tono lascivo. Emilia, desconcertada, intenta responder algo, pero los alemanes comienzan a desnudarse. Emilia anula la conexión. Luego, toma a la coneja que está en su casa y la mete bajo el agua de la canilla hasta romperla.
Hace casi dos semanas que Enzo no ve a Luca. Hubo sesiones de evaluación de daños en la comisaría; Enzo debió firmar un contrato en el que se comprometió a desconectar el kentuki y mudarse de casa, y aceptar visitas sorpresa de su ex mujer para verificar que todo esté en orden.
Un fin de semana, Enzo vuelve a la casa que dejó para buscar las últimas cosas. El kentuki está en su base de cargador. A los minutos suena el teléfono de la casa y Enzo atiende. Una voz de hombre adulto del otro lado pregunta: “¿Dónde está el chico?” (p.212), y luego manifiesta querer ver a Luca. Enzo corta. Cuando logra volver a respirar, comienza a cavar en el jardín. Entonces ve que el kentuki intenta salir, pero la puerta está cerrada. Enzo deja al kentuki enterrado en el fondo del jardín.
Alina asiste a la exposición, después de la cual volverá a Mendoza. Casi no habló con Sven en la última semana, ni tampoco vio a Coronel Sanders, que se la pasó en la galería. No sabe en qué consistirá tampoco la exposición de su novio.
La galería está llena de gente bebiendo champaña. Alina se da cuenta de que en las paredes no hay nada. Solo hay muchos kentukis y, en el piso, palabras escritas dentro de círculos: “tócame”, “quiéreme”, “me gusta” (p.215) y cosas por el estilo. Casi todos los kentukis tienen cosas pegadas: nombres, teléfonos, frases.
Alina entra en una sala de la galería donde hay un kentuki conejo sobre un pedestal. Detrás, dos pantallas: una proyecta lo que veía el conejo desplazándose por una casa; la otra, a un hombre frente a su computadora manipulando el kentuki. De pronto, el kentuki entra en una habitación donde una mujer se desnuda y el hombre frente a la computadora empieza a grabar.
Alina ingresa a la siguiente sala y encuentra, sobre un pedestal, al Coronel Sanders. En una pantalla se ve a sí misma, en su habitación. En la otra, a un hombre de cincuenta años que pronto deja su lugar a su hijo, un niño de siete. El niño maneja el kentuki intentando sortear obstáculos, y su padre y madre le festejan detrás. El niño se entusiasma cada vez que aparece Alina. Después, ella empieza a ver en la otra pantalla sus acciones: mostrando sus pechos, atando el muñeco, dibujándole la esvástica, acuchillándole los ojos hasta romper la pantalla. Del otro lado, el niño a veces llora o corre despavorido.
Alina intenta salir de la galería, rodeada de gente que se espanta al reconocerla. Ve de lejos a Sven, sonriente y aceptando felicitaciones. Alina no puede moverse, se siente una pieza más de la exposición. Necesita levantarse, tomarse un taxi al aeropuerto y no volver a mirar atrás. Se pregunta, con miedo, si está “en un mundo del que realmente se pudiera escapar” (p.221).
Análisis
Hacia el final de la novela aparecen varios giros irónicos. El primero que podemos observar se da en la historia protagonizada por Emilia. La mujer se pretendía precavida en su relación con el kentuki, teniendo en cuenta los riesgos que la presencia del aparato en la casa podía acarrear. Su única preocupación en torno al uso de kentukis se enfocaba en su hijo, y en “lo poco que el chico cuidaba su intimidad” (p.202) al compartir una relación tan estrecha con la señora que maniobraba el muñeco que él tenía en la casa. Emilia incluso sentía indignación de que ella misma, “de otra generación y con toda una vida alejada de las tecnologías, fuera tanto más consciente de la exposición y el riesgo que implicaba la relación con esos bichitos” (p.202) que su propio hijo, tanto más joven. La mujer, entonces, estando al tanto de las noticias recurrentes acerca de los problemas ligados a tener un kentuki en la casa, cree estar exenta de riesgos. Irónicamente, termina dándose cuenta de lo mucho que estuvo exponiendo ante la coneja: la persona detrás del kentuki, cuya identidad Emilia desconoce, tuvo acceso a una serie de comportamientos y elementos que fácilmente podrían ser interpretados como alarmantes, y a los nombres y el contacto de la pareja a la que ella observa en Erfurt, y con la cual está claramente obsesionada.
Este último aspecto es significativo, en tanto tras la intervención de la coneja que habita en casa de Emilia, la mujer pareciera tener que enfrentarse, al mismo tiempo, a dos revelaciones distintas. La primera, como se mencionó antes, es el alto nivel de exposición que Emilia manifestó frente al muñeco con el cual, irónicamente, creía estar siendo muy cuidadosa. La segunda revelación es más profunda, en tanto enfrenta al personaje a su propia perversión, a una propia oscuridad que Emilia no hubiese afirmado, quizás, tener. La mujer se preocupaba por la presencia de Klaus en la vida de Eva, porque lo consideraba un hombre lascivo, obsceno, corrupto y, por lo tanto, peligroso. Sin embargo, casi sin darse cuenta, Emilia termina comportándose de una manera que encendería las alarmas de quien la observara de afuera: la señora habla día a día con un hombre que se dirige a ella en tono sexual y agresivo al mismo tiempo, un hombre cuyas fotos semidesnudo tiene por toda la casa, y con quien tiene, claramente, fantasías eróticas. Lo que en principio alarmó a Emilia termina atrayéndola, volviéndose una extraña obsesión. Y si quizás la mujer podía vivir así sin reconocer la oscuridad de su comportamiento, esto deja de ser posible en tanto una mirada externa presencia todos sus movimientos. Así como a Emilia le alarmó la presencia de Klaus (un hombre con el que, al fin y al cabo, Eva tenía una relación consentida), a la persona detrás del conejo que pasea por casa de la jubilada le alarmó la conducta de su “ama”, y la consideró peligrosa al punto de que decidió alertar a las posibles víctimas de una conducta obsesiva. Lo que la novela pone en escena es la diferencia de perspectivas sobre un mismo hecho, los matices que pueden adquirir las situaciones dependiendo de quién las vea, la facilidad con la que se juzga a un otro y la dificultad de percibir la oscuridad que habita en uno mismo.
Este movimiento en el cual Emilia pierde la percepción de sí misma se desarrolla en paralelo a su pérdida de la percepción de la otredad: la mujer percibía a la coneja que se desplazaba por su casa “como un eco diferido de ella misma” (p.204), es decir, olvidando la ajenidad de esa mirada presente en su casa, testigo de todos sus comportamientos. Emilia es el único personaje de la novela que es “amo” y “ser” al mismo tiempo, y lo que hace es proyectar en su kentuki los pensamientos y opiniones que ella tiene al manejar su kentuki en Erfurt, como si no se tratara de otro ser humano con otra subjetividad. Cuando le muestra a su nuevo peluche las fotos de su ”conejita” en Alemania, asume que ”debía ser fascinante para el animalito verse a sí mismo en otro lugar, verse comandado por su ama” (p.205). Emilia supone que el usuario detrás del kentuki la ve como ella se ve a sí misma, y construye una relación afectiva, casi identitaria, basada en especulaciones ilusorias.
Aquí es, entonces, donde entra en escena lo siniestro, tan característico de la literatura de Schweblin. En la conceptualización que hace Freud, lo siniestro aparecería, básicamente, cuando algo que se estimaba familiar retorna como extraño. Ese perturbador instante en que aquello que hasta entonces se sentía propio se descubre ajeno es lo que Schweblin trabaja en muchos de los desenlaces de esta novela. En el caso de Emilia, la familiaridad que ella suponía en el kentuki no se limita a que prácticamente sentía al objeto como un miembro cercano de su familia: Emilia había establecido un lazo identitario con esa coneja, a la que consideraba casi como una extensión de sí misma. Cuando se revela que la persona detrás de esa coneja se comunicó con los alemanes para alertarles sobre Emilia, lo más terrible no es la "traición" a la intimidad que esa persona hace, sino el hecho de que, en ese gesto, la coneja se devela ajena, se descubre como lo que siempre fue: otra persona que la juzga desde afuera. Ese instante de develación es siniestro, entonces, no por el gesto en sí, sino porque este surge de alguien (o algo) a quien la protagonista asumía familiar, propia. Lo mismo le sucede a Emilia en la revelación que tiene para con ella misma: la extrañeza, la ajenidad, en donde ella colocaba la perversión, se devela ubicada en el centro de lo propio.
El giro en la historia de Alina también lleva intrínseca una revelación, y esta también tiene que ver con un abismo entre la propia percepción y aquella que resulta de la mirada externa. Alina, durante todo el tiempo, se condujo para con el kentuki como si detrás de él hubiese un hombre depravado, cuya perversión ella procuraba desafiar, extendiendo cada vez más los límites de la tortura a la que lo sometía. En ninguno de esos momentos Alina imaginó que quien la miraba a través del peluche era un niño de siete años. Y, al igual que en el caso de Emilia, es recién al ver sus propios comportamientos desde la perspectiva ajena que Alina toma consciencia de su propia monstruosidad. En este mismo movimiento en que se configura lo siniestro, se pone en abismo el concepto de que el significado de los actos depende en gran parte del punto de vista: no es lo mismo exponer un video perverso ante los ojos de un perverso que ante la mirada inocente de un niño. Alina presuponía que su accionar era una suerte de venganza, de desafío, cuando no era sino una acción abusiva y violenta frente a un menor. La perversión, la monstruosidad, no eran ajenas, sino propias.
No obstante, como también sucedía en el caso de Emilia, el punto de giro no incluye una sino dos revelaciones simultáneas. En el momento en que Alina descubre quién estaba realmente detrás de su kentuki, y la consecuente gravedad de los actos cometidos, reconoce también que con su pareja estaba sucediendo algo muy distinto a lo que ella pensaba. Alina se sentía fuera de la vida de Sven, completamente olvidada por un hombre cuyo interés residía en cualquier cosa menos en su novia. Irónicamente, ella era el foco de su atención. La labor artística de Sven, a la cual ella se asumía externa, en realidad estaba tomando como material cada acto de Alina. La mujer no estaba al margen, sino en el centro de la atención de su novio.
Pero en este descubrimiento se configura también lo siniestro, en tanto Alina es súbitamente tratada con crueldad por Sven. Es decir, el horror yace en esa pequeña esfera de la vida que se supone un refugio, como es la familia o el vínculo amoroso. Como Alina descubre al ingresar a la sala de exposición, el observador más peligroso no era un desconocido detrás del muñeco, sino su propia pareja. Alina creía estar protegiendo su intimidad al negarle la comunicación al muñeco, pero olvida cuidarse de quien duerme a su lado: Sven es una persona no solo capaz de hurgar en la intimidad de Alina sin mencionar palabra, sino que también es capaz de exponerla frente a un gran público. Así, lo siniestro invade a Alina en el instante en que descubre un extraño en la persona con quien duerme por las noches.
El mundo del arte está presente en varias ocasiones en la obra de Schweblin, y en muchas de estas la temática artística tensiona con la moral, poniendo en escena la crueldad de la que puede ser capaz una persona al perseguir un objetivo artístico (sin ir más lejos, en el cuento "La valija de Benavidez", un artista mata a su esposa y hace una escultura con su cuerpo). En el caso de esta novela, tenemos a un artista, Sven, cuyo interés por su novia nada tiene que ver con el ámbito del amor, sino con el artístico; el artista no ve a la mujer como a una igual, sino como un material plausible de ser convertido en arte. De alguna manera, esto bien puede relacionarse con la dinámica de consumo y explotación capitalista que se mencionó anteriormente en el análisis: Sven reduce a calidad de objeto, de material, a su novia, deshumanizándola. En la galería, Alina “se sentía tan dura entre la gente, los círculos y los kentukis, que su cuerpo le pareció una nueva clave de la exposición”, en tanto “Sven la había exhibido en su propio pedestal, la había separado tan pulcramente en todas sus partes que ahora ella no sabía cómo moverse” (p.219).
La escena de la exposición pone en abismo y resignifica la totalidad de la vida en pareja en las últimas dos semanas. Al actuar en detrimento de su pareja, Sven se movió en beneficio de su arte: ignorando a su novia, manteniéndose incomunicado con ella, logró aumentar los nervios de Alina, nervios que ella volcó sobre el muñeco. De pronto, parece evidenciarse una estrategia artística en lo que antes se asumía mera indiferencia o desinterés. Cuanto peor se sintiera Alina, mayor oscuridad proyectaría en el kentuki, más terribles serían las torturas, más interesante sería, por lo tanto, como obra de arte. Nuevamente, el carácter focalizado de la voz narrativa nos condujo por la trama tal como Alina se conducía por la vida, haciéndonos así asumir sus certezas infundadas (detrás del kentuki hay un señor depravado, Sven no siente interés alguno ni piensa en ella) como verdades objetivas. Gracias a este cuidadoso mecanismo, el giro final es una sorpresa tanto para el personaje como para el lector.
La historia de Alina, así como la de Emilia, vuelve a poner sobre la mesa, además, la cuestión de que lo realmente aterrador, más que en lo tecnológico, se encuentra en las personas. Lo que debería preocuparnos no es el avance de las nuevas tecnologías en sí mismo, parece decir la novela, sino más bien el modo en que esto habilitaría nuevas vías para la expansión de los aspectos más oscuros del ser humano, o el modo en que la tecnología traería a nuestra propia casa los horrores de un mundo que podíamos, hasta hace poco, mantener lejanos, desconocidos.
Al descubrir que, en una familia pobre donde la hija adolescente fue víctima de trata, el padre es quien la entregó en primera instancia a la red, Grigor parece preguntarse por qué está accediendo a esa información, a esa verdad lamentable, a esa situación tan horrible como imposible de resolver para alguien como él. Las imágenes de la realidad a las que Grigor accedió por vía de sus kentukis no solo no son, a veces, entretenidas, sino que pueden ser directamente perturbadoras o angustiantes. ¿Cuál es el sentido de refugiarse en una vida solitaria si desde la propia habitación se adentra uno en los infiernos que pueblan el exterior? Grigor vuelve a mirar su propia vida, que nada tiene que ver con los kentukis: su padre lo quiere y hace días que no habla con él; Nikolina podría ser una persona con quien compartir el amor, si tan solo no estuvieran tan ocupados en inmiscuirse en vidas ajenas. El croata decide, así, dejar de mirar el afuera y habitar el adentro de su propia vida, renunciando a todas sus conexiones. Así, en el recorrido de Grigor se propone una mirada crítica acerca de la particularidad de la alienación en la nueva era tecnológica.
Esta mirada crítica plantea, si se quiere, una suerte de dilema. Por un lado, la tecnología contribuiría a la alienación, en tanto las personas dejan de conectarse con el universo de la realidad para pasar mayor cantidad de tiempo viendo lo que sucede a través de una pantalla. Así, descuidarían los vínculos y se perderían experiencias ligadas al plano de lo real. Al mismo tiempo, la virtualidad permitiría en ciertos casos perforar el estado de alienación, en tanto ofrecería el acceso a realidades hasta entonces ignoradas. Por vía de la virtualidad, el croata siente cosas que quizás no hubiera sentido, como angustia y sensación de impotencia, al conocer lo que pasa en otros lugares del mundo. Grígor es una persona del primer mundo que, hasta el momento, no podía siguiera imaginar la precariedad y el horror que asola la existencia de quienes habitan las zonas más postergadas de Latinoamérica.
Quizás la historia de Marvin ofrece un escenario más esperanzador (dependiendo de la perspectiva crítica que se asuma acerca de la vida virtual, como ya se ha analizado): mediante el kentuki, el niño no se inmiscuye en una vida ajena, sino que expande los límites y horizontes de su propia experiencia. El dragón que maneja Marvin no es la mascota de nadie, de hecho goza de ser de los pocos kentukis que viven en libertad y autonomía. Mientras que Alina nombró “Coronel Sanders” a su cuervo, y Enzo apodó “Míster” al topo, no fue sino Marvin mismo quien le dio el nombre “SnowDragon” al animal que maneja desde su escritorio. En un gesto más de libertad y autonomía, no es el “amo” sino el “ser” del kentuki quien se da nombre, en este caso, a sí mismo. Marvin ocuparía así el lugar del “amo” y del “ser” al mismo tiempo, solo que la primera de estas identidades la debe asumir desde la distancia. Así, su misión es tanto llegar a la nieve como mantenerse libre, cuidarse de que nadie se apropie de él, que nadie lo convierta en su mascota. Este desafío está estrechamente ligado a la situación de Marvin como un niño que vive bajo el mandato de un adulto, un padre que decide sobre su tiempo y su experiencia. Pareciera ser esta existencia (la del niño en Antigua) la que empuja a SnowDragon a perseguir lo que quiere. Y tanto se estrechan estos caminos que Marvin, en su existencia “real”, se ve contaminado, envuelto, por su experiencia como SnowDragon. Cuando el padre ingresa al escritorio y toma a Marvin del brazo para obligarlo a bajar a cenar, es decir, para traerlo forzosamente de nuevo a la “realidad”, el niño “quería decirle que no era posible, que se sentía enfermo y mareado, y que no podía bajar más de lo que ya había bajado” (p.195). Marvin aúna en su cuerpo dos existencias paralelas, simultáneas, siente en su cuerpo los achaques sufridos por el dragón que acaba de caer de un camión en Noruega, porque es un mismo anhelo el que mueve esos dos cuerpos. La identidad “real” y la identidad “virtual” de Marvin confunden sus límites, se conjugan en una misma experiencia, porque esa experiencia está movida por un mismo dolor y un mismo horizonte de deseo.