Resumen
Mientras Alexis y Fernando pasean por Medellín, este último observa a un perro callejero que ha caído a un arroyo. Al intentar rescatarlo, el narrador descubre que el animal tiene las caderas quebradas. Toman la decisión de matarlo para acabar con su sufrimiento, pero Alexis dice no ser capaz de hacerlo, por lo que es Fernando quien le dispara en el pecho al animal. Acto seguido, el narrador se lleva el arma al corazón y le dice a Alexis que siga matando solo, ya que él no quiere vivir más. El joven sicario comienza a forcejear con él, logrando desviar el disparo para frustrar -por segunda vez- el intento de suicidio de Fernando. El narrador y Alexis lloran sobre el cuerpo del perro muerto; luego Fernando hace referencia a que al día siguiente, en la Avenida La Playa, el joven sicario será asesinado.
Mientras caminan por la avenida, aparecen de frente los de la moto y le disparan a Alexis "un solo tiro certero, en el corazón" (79), hecho que hace que el joven deje "el horror de la vida para entrar en el horror de la muerte" (79). Para evitar el espectáculo del levantamiento del cadáver, Fernando sube a Alexis a un taxi y se lo lleva a la Clínica Soma. El director le dice que no puede recibir el cuerpo y le aconseja a Fernando que lo lleve a la policlínica. El narrador, por su parte, dice que él no va a llevar el cuerpo a ningún lado y que, en todo caso, debería ser su interlocutor, es decir, el director de Soma, quien traslade el cuerpo de Alexis. Acto seguido, Fernando abandona la clínica.
El narrador vaga por las calles de Medellín y entra en la iglesia de la Candelaria para pedirle a Dios que se acuerde de él y le mande la muerte. Luego, sigue deambulando por la ciudad hasta que cae la noche: "La noche del alma negra, delincuente, tomaba posesión de Medellín, mi Medellín, capital del odio, corazón de los vastos reinos de Satanás" (81-82).
Fernando luego medita sobre la dinámica de Medellín en función de las comunas, es decir, de los barrios pobres que se improvisaron en las laderas de las montañas que rodean la ciudad. El narrador explica que de estas comunas nace toda la violencia de la ciudad, ya que la gente pobre baja constantemente para robar y matar. Al mismo tiempo, las comunas tienen problemas entre ellas: una guerra de barrio con barrio, cuadra con cuadra, banda con banda. En este sentido, las comunas son una fuente inagotable de violencia que se derrama montaña abajo sobre la ciudad de Medellín, infectándola de muerte.
Así y todo, el narrador confiesa que ha estado en una comuna solo en una oportunidad: cuando ha subido para buscar a la madre de Alexis y, quizás, encontrar a su asesino. Fernando la encuentra y charlan un rato. Entre otras cosas, la mujer le cuenta que el asesino de Alexis, parece, es un chico del barrio La Francia, conocido como "La Laguna Azul". Fernando le da un poco de dinero a la madre de Alexis y se va de la casa. Apenas comienza a caminar ladera abajo, comienza el aguacero. El narrador se protege del diluvio y reflexiona sobre sus intenciones de encontrar y matar al asesino de Alexis. Dice que se ve ridículo que un viejo mate a un joven y que, en todo caso, llegado el momento contratará un sicario para que lo haga.
Fernando pasa varias semanas sumido en una profunda depresión, sin salir de su apartamento, comiendo lo mínimo indispensable para mantenerse vivo. Una mañana idéntica a las anteriores, simplemente se levanta, se afeita, se baña y sale. Camina por la Avenida San Juan y se detiene a tomar un café en un bar. Luego, entra en la iglesia de La América y le dice a Dios que si no le manda la muerte, por lo menos le devuelva a Alexis. Fernando continúa su paseo, y cuando va por la carrera Palacé, llorando por Alexis, se tropieza con un muchacho. Como ninguno de los dos está yendo a ningún lado en particular, deciden vagar juntos por las calles de Medellín. Se sientan a almorzar y Fernando adivina que el muchacho se llama Wílmar. Luego le pide al chico que escriba en un papel qué desea en la vida, y Wílmar escribe varias prendas de vestir de marcas reconocidas. Cuando le toca el turno a Fernando, escribe el nombre del joven.
Luego continúan vagando por la ciudad y, cuando comienza a llover, entran en la iglesia de San Antonio de Padua. Fernando hace referencia a que esa es la iglesia de los locos y que siempre pensó que cuando él entrara sería el último día de su vida; presentimiento que, dado que sigue narrando su historia, no se ha cumplido, y que a él le pesa. De allí Wílmar y el narrador se dirigen al apartamento de este último. Cuando el joven se desnuda, el narrador nota que le cuelga del pecho un escapulario de la Virgen; además se le ha caído un revólver. Fernando se duerme abrazado a Wílmar, su "ángel de la guarda" (94).
Cuando despiertan y Wílmar se entera de que es martes, le pide a Fernando que lo acompañe a Sabaneta, a rezarle a María Auxiliadora, la virgen de los sicarios. El narrador se encuentra con una Sabaneta casi desierta y la iglesia, semivacía, por lo que deduce que los pobres han abandonado a la Virgen, quizás por algún partido de fútbol. Indignado por la ausencia de fieles, Fernando decide, en nombre de María Auxiliadora, darle a Wílmar todo lo que él quiera.
Luego de rezarle a María Auxiliadora, Wílmar y Fernando dejan Sabaneta caminando por una de las carreteras por las que andaba el narrador de pequeño. El joven sicario le pregunta a Fernando por qué va a pie si es dueño de una fábrica. El narrador le explica que no tiene auto porque el mayor insulto para él es que le roben; por otro lado, le aclara que no tiene ninguna fábrica, entre otras cosas porque "El obrero es un explotador de sus patrones, un abusivo, la clase ociosa, haragana" (96). Jamás, dice, le daría trabajo a los pobres, ya que jamás ha visto a esos "zánganos" trabajar. Fernando sintetiza su posición de esta manera: "¿Yo explotar a los pobres? ¡Con dinamita! Mi fórmula para acabar con la lucha de clases es fumigar esta roña" (96).
De regreso en Medellín, Fernando le compra ropa de marca y zapatillas a Wílmar. Una vez que dejan todo en el departamento del narrador, el joven sicario le pide de ir al centro para estrenar su ropa nueva. Mientras caminan por la calle Junín, un hombre detrás de ellos va silbando. Fernando odia que la gente silbe, ya que le parece una catástrofe que "... el hombre inmundo silbe usurpando el sagrado lenguaje de los pájaros..." (99). Ni bien le comenta esto a Wílmar, el muchacho le dispara en el corazón al hombre. El narrador entiende que con Wílmar se dará una dinámica idéntica a la que vivió con Alexis.
Análisis
El comienzo de esta quinta parte nos ofrece un aspecto del personaje de Alexis que hasta ahora no conocíamos: el joven sicario, que asesina a sangre fría a decenas de personas por los motivos más ridículos durante las primeras páginas de la novela, no es capaz de dispararle a un perro, ni siquiera cuando es evidente que la muerte liberará al animal del sufrimiento. Existe una paradoja bastante obvia en el hecho de que Alexis se sensibilice tanto por tener que matar a un perro moribundo, pero no muestre ni el más mínimo indicio de culpa cuando mata personas. Este hecho da cuenta de que el asesinato de personas es parte de él, es decir, es su trabajo, y ya lo llevó a cabo tantas veces, que lo naturalizó. En última instancia, todas esas personas que mata son, de alguna manera, culpables de "andar existiendo", como dice Fernando. En cambio el perro, inocente e indefenso, despierta en el joven sicario una sensibilidad que parecía no tener.
Por otro lado, en estas páginas asistimos a un nuevo intento de suicidio de Fernando. Luego de matar al perro por compasión, al narrador le sobreviene un pico de angustia que lo lleva a intentar quitarse la vida una vez más. En Fernando también podemos observar una mayor sensibilidad hacia la muerte del perro que hacia las muertes de las personas que asesina Alexis. Este privilegio de la vida animal por sobre la vida humana es, en última instancia, coherente con el discurso constante de Fernando a propósito de la indignidad del ser humano. Sin ir más lejos, así relata el propio Fernando el momento del disparo al perro: "La detonación sonó sorda, amortiguada por el cuerpo del animal, cuya almita limpia y pura se fue elevando, rumbo al cielo de los perros que es al que no entraré yo porque soy parte de la porquería humana" (78).
La angustia que la muerte del perro le produce a Fernando y que lo lleva a querer suicidarse se basa en que "... entendí que la felicidad para mí sería en adelante un imposible..." (78). Alexis una vez más evita que el narrador se quite la vida y ambos se abrazan y lloran sobre el perro muerto. Esta imagen se convierte en la despedida de Alexis, ya que al día siguiente lo asesinan con la misma frialdad y sencillez con la que el joven sicario ha asesinado a tantas personas. A propósito de los muertos de Alexis, en los siete meses que pasa con Fernando son aproximadamente 250 personas, lo que significa que el chico ha matado a más de una persona por día. Fernando ha acompañado a Alexis en esta cruzada sangrienta muchas veces desde la indolencia, aunque también, por momentos, con explícito regocijo, como en los asesinatos del "punkero", del mimo o del señor que se había burlado de un Hare Krishna. En este sentido, Fernando no solo ha perdido a su joven amante, sino también a su "Ángel Exterminador", que limpiaba el mundo de esta plaga humana que Fernando tanto odia.
La muerte de Alexis sume a Fernando en una profunda depresión, y lo lleva a deambular por Medellín y pedirle a Dios que le conceda la muerte. Fernando es un personaje plagado de contradicciones y paradojas: por un lado, es paradójico que el narrador no encuentre la muerte en una ciudad tan violenta y asesina como Medellín; por otro lado, es contradictorio el hecho de que Fernando vaya a tantas iglesias a pedirle a Dios que lo mate, cuando durante toda la novela mantiene una marcada posición anticatólica. Así y todo, si hay algo que podemos decir a propósito de Fernando es que es transparente, quizás de una forma brutal, o invasiva, pero hay una pureza en su forma de narrar que, ya sea por simpatía o por espanto, nos conecta de una forma visceral con él. Dicho de otra forma, Fernando no teme dejar expuestas sus contradicciones, es vehemente y sincero, y eso se refleja en una prosa descarnada, por momentos anárquica, y que lejos de buscar la conformidad o aprobación de los lectores, busca interpelarlos.