Las tierras valencianas
Cuando Luisito, el hermano de Andrés, enferma, deciden trasladarlo a un ambiente adecuado para que se fortalezca y sane. El lugar elegido es un pueblo cercano a Valencia. Por lo tanto, Andrés se dirige hacia allí para cerciorarse de que sea el lugar correcto. La descripción del recorrido hacia ese nuevo espacio y una vez que el personaje está allí se construye con una serie de imágenes sensoriales de diversa índole a través del empleo de la técnica impresionista que utiliza el narrador.
El joven viaja en tren durante una noche muy fría, sin embargo, al amanecer y, sobre todo, al dejar atrás la región de La Mancha, la atmósfera del sitio se transforma de manera evidente: "Al pasar de la meseta castellana a la zona mediterránea la naturaleza y la gente eran otras" (142). En relación con el paisaje del lugar, esto se nota en las curvas del terreno y en la vegetación: "Empezaba a cambiar el paisaje, y el suelo, antes llano, mostraba colinas y árboles que iban pasando por delante de la ventanilla del tren" (Ibid.). El clima frío que sufre el protagonista durante el viaje cede: "Pasada la Mancha, fría y yerma, comenzó a templar el aire. Cerca de Játiva salió el sol, un sol amarillo que se derramaba por el campo entibiando el ambiente" (Ibid.). Los sonidos no son los propios de la ciudad, sino que se trata del silencio campestre, interrumpido por sonidos de la naturaleza: "Del pueblo, del campo, de la atmósfera transparente llegaba el silencio, sólo interrumpido por el cacareo lejano de los gallos; los moscones y las avispas brillaban al sol" (144). Incluso el habla de las personas es diferente y anuncia la llegada a nuevas tierras: "Eh, tú, ché —se oía decir" (142).
Este lugar, tan distinto a Madrid, le resulta a Andrés un sitio propicio para hospedar a su hermano. Sobre todo al llegar a la casa, que concuerda con ese paisaje cálido y ameno que se anticipa desde las ventanillas del tren. La descripción es detallada:
La casa apenas tenía fondo; por el arco del vestíbulo se salía a una galería ancha y hermosa con un emparrado y una verja de madera pintada de verde. De la galería, extendida paralelamente a la carretera, se bajaba por cuatro escalones al huerto rodeado por un camino que bordeaba sus tapias (143).
El protagonista aprueba con animosidad el huerto, la pequeña glorieta, las estatuas de yeso, el rosal silvestre, el cielo azul. En la mente del protagonista, aquello se le asemeja a un paraíso.
Los estudiantes madrileños
La imagen general de los estudiantes que la novela pretende mostrar es grotesca y decadente. En los capítulos iniciales, cuando se alude a la masa de estudiantes que asiste a las primeras clases de Medicina, se presenta al grupo como si asistiera a un teatro de comedias en lugar de a un recinto académico: "Los chicos se agrupaban delante de aquella puerta como el público a la entrada de un teatro" (36); "Abrieron la clase, y los estudiantes, apresurándose y apretándose como si fueran a ver un espectáculo entretenido, comenzaron a pasar" (Ibid.); "Desde el suelo hasta cerca del techo se levantaba una gradería de madera muy empinada con una escalera central, lo que daba a la clase el aspecto del gallinero de un teatro" (37).
Esa insistencia en la similitud del espacio de clase con un teatro no hace más que anticipar el comportamiento escandaloso de los jóvenes estudiantes en este espacio: se mueven continuamente, gritan, ríen, hacen sonidos de animales, golpean los pies y los bastones contra el piso, aplauden. El narrador describe el accionar de esta forma:
En la clase se hablaba, se fumaba, se leían novelas, nadie seguía la explicación; alguno llegó a presentarse con una corneta, y cuando el profesor se disponía a echar en un vaso de agua un trozo de potasio, dio dos toques de atención; otro metió un perro vagabundo (42).
Las escenas grotescas se exacerban en materias como Anatomía, en la que asisten a la sala de disección: "A un cadáver le ponían un cucurucho en la boca o un sombrero de papel" (56).
Alcolea del Campo
El pueblo de Alcolea del Campo es ficticio. El autor lo ubica en el centro de España, en la zona intermedia entre los límites de Castilla y Andalucía. Se describe como una villa de importancia, en la que viven entre ocho mil y diez mil habitantes y se alude, en reiteradas oportunidades, a su gran tamaño. En el camino hacia el lugar ya se comienzan a vislumbrar algunas características de la calurosa zona:
El cielo estaba azul, sin una nube; el sol brillante; la carretera marchaba recta, cortando entre viñedos y alguno que otro olivar, de olivos viejos y encorvados. El paso de la diligencia levantaba nubes de polvo (195).
La técnica impresionista para describir los espacios de Alcolea es la que se impone, haciendo hincapié en las sensaciones y plasmando la luz y las sombras de los objetos. La temperatura, entonces, se siente como una "bofetada de calor" (197):
Hacía un calor horrible, todo el campo parecía quemado, calcinado; el cielo plomizo, con reflejos de cobre, iluminaba los polvorientos viñedos, y el sol se ponía tras un velo espeso de calina, a través del cual quedaba convertido en un disco blanquecino y sin brillo (198).
Incluso el olor del lugar se siente por la quema de orujo en las alquitras: "En el aire había un olor empireumático, dulce, agradable" (199).
Lulú
A diferencia de lo que ocurre con el personaje de Andrés, de quien no contamos con datos relevantes sobre su aspecto físico, Lulú recibe una descripción pormenorizada. Su descripción se aleja de otras frecuentes en personajes femeninos de la literatura. El retrato de Lulú es realista y se detiene en ciertos rasgos que humanizan al personaje y que están alejados de los estereotipos de belleza tradicionales. La descripción que se hace de ella en un primer momento es la siguiente:
Lulú era una muchacha graciosa, pero no bonita; tenía los ojos verdes, oscuros, sombreados por ojeras negruzcas; unos ojos que a Andrés le parecieron muy humanos; la distancia de la nariz a la boca y de la boca a la barba era en ella demasiado grande, lo que le daba cierto aspecto simio; la frente pequeña, la boca, de labios finos, con una sonrisa entre irónica y amarga; los dientes blancos, puntiagudos; la nariz un poco respingona, y la cara pálida, de mal color (97).