El malestar en la cultura

El malestar en la cultura Resumen y Análisis Capítulos 1-2

Resumen

Capítulo 1

En los párrafos introductorios, Freud cuestiona el "sentimiento oceánico", o sea, la sensación de infinitud y unidad entre el yo y el mundo exterior, que un colega suyo propone como origen de la religiosidad.

En primer lugar, Freud admite no haber experimentado nunca este sentimiento, pero intenta comprenderlo científicamente, y deduce que, si este no tiene signos fisiológicos externos, debe tener una explicación psicoanalítica. Freud procede entonces a resumir ciertos hallazgos previos. Explica que "nada nos parece tan seguro y establecido como la sensación de nuestra mismidad, de nuestro propio yo" (59), y que, aunque el psicoanálisis ha demostrado que esa apariencia es engañosa (pues ese yo se continúa "hacia adentro" con el inconsciente), el yo mantiene claros los límites con el exterior. Solo en ciertos estados, patológicos o no (como el enamoramiento), ese límite se vuelve más incierto. No obstante, por lo general, el yo tiende a diferenciarse del dolor y el disgusto asociados con el mundo exterior. Esta distinción entre un adentro y un afuera es una parte crucial del proceso de desarrollo psicológico, permitiendo que el ego reconozca una "realidad" separada de sí mismo. Esta es la base del "principio de realidad", esencial para el desarrollo posterior del individuo.

Freud pregunta entonces: ¿es válida tal inferencia sobre las etapas más tempranas del desarrollo psicológico? En otras palabras, ¿podemos describir estados mentales que ya no habitamos? Responde afirmativamente a estas preguntas; la ciencia, arguye, hace precisamente tales afirmaciones todo el tiempo. La teoría sobre la evolución de las especies superiores a partir de formas de vida inferiores es un ejemplo de ello. Pero la mente es excepcional en el sentido de que los sentimientos infantiles y maduros, así como los recuerdos, continúan coexistiendo a lo largo de la vida de una persona. Una vez que se ha grabado un recuerdo, afirma, este nunca se borra, salga o no a la superficie ulteriormente en las circunstancias adecuadas. Asimismo, tras presentar una posible analogía entre la mente y las capas arqueológicas que pueden hallarse bajo la actual ciudad de Roma, concluye que "sólo en el terreno psíquico es posible esta persistencia de todos los estadios previos junto a la forma definitiva" (67).

Luego, Freud vuelve al análisis del "sentimiento oceánico": admite que pueda tener su origen en una fase temprana del desarrollo psíquico, aquella en la que el lactante no se distinguía a sí mismo del entorno. No obstante, pone en duda que ese sentimiento sea fuente de "las necesidades religiosas" (Ídem). En cambio, propone que se trata del anhelo de protección paterna, propio de la infancia, frente al sentimiento de desamparo. No obstante, Freud reitera su frustración al intentar lidiar científicamente con "estas magnitudes tan intangibles" (68).

Capítulo 2

En El porvenir de una ilusión, aclara Freud que no intenta analizar las fuentes profundas del sentimiento religioso, sino que aborda "lo que el hombre común concibe como su religión" (69), y concluye que aquel se representa la Providencia como "un padre grandiosamente exaltado" (Ídem). Esto le resulta a Freud infantil e incongruente con la realidad. Sin embargo, las masas persisten en esta ilusión durante toda su vida.

Según Freud, "la vida nos resulta demasiado pesada" (70), y las personas exhiben tres mecanismos principales para soportarla. El primero consiste en las distracciones (como cultivar un jardín o la actividad científica); el segundo, en satisfacciones sustitutivas (como el arte); el tercero, los narcóticos. El autor admite que no es fácil indicar qué lugar tiene la religión en este esquema.

Reconsiderando el tema, Freud afirma que solo la religión puede responder a la pregunta sobre la finalidad de la vida. Por otra parte, admite que, en su conducta, las personas aspiran a la felicidad, y lo hacen de dos maneras: en un sentido negativo, intentan evitar el dolor; en uno positivo, quieren experimentar sensaciones placenteras. Así, el objetivo de la vida está determinado por el principio del placer. El problema es que este programa no es realizable: la felicidad, arguye, surge de la satisfacción de "necesidades acumuladas que han alcanzado elevada tensión" (72), mientras que la persistencia de una sensación anhelada se siente simplemente como un tibio bienestar. En cambio, es mucho más fácil experimentar el sufrimiento, que tiene tres fuentes: nuestro cuerpo, condenado a la decadencia; el mundo exterior; y las relaciones con otros seres humanos.

Frente a estas fuentes de sufrimiento, solemos rebajar nuestras pretenciones de felicidad y nos conformamos con evitar la desgracia. Para ello empleamos diversas estrategias. La más tentadora probablemente sea la imprudente satisfacción ilimitada de todas las necesidades, pero ello acarrea graves consecuencias. Las más comunes tienen que ver con evitar el sufrimiento, y consisten en el aislamiento voluntario, la comunión con otros y la influencia sobre el propio cuerpo, como sucede con la intoxicación. Otros métodos pueden consistir en la meditación o la práctica del yoga (que suponen negar la realidad), o la moderación de la vida instintiva a través de las instancias psíquicas superiores, sometidas al principio de realidad. No obstante, esta moderación no solo conlleva la inhibición del dolor, sino también del placer.

Los desplazamientos de la libido suponen otra técnica psíquica para evitar el sufrimiento. El problema es que este método está al alcance de pocos; más comúnmente, obtenemos satisfacción de las ilusiones, como el disfrute que brindan las obras de arte, que proporciona un alivio temporal de la miseria del mundo exterior. Otra estrategia, como se mencionó anteriormente, es el aislamiento, pero la realidad se entromete con demasiada fuerza como para que la felicidad del ermitaño pueda persistir. Entonces, Freud menciona otro método para evitar el dolor: la transformación delirante de la realidad. Considera que las religiones son una suerte de delirio colectivo que cumple este fin.

Finalmente, Freud apunta al amor como fuente potencialmente intensa de felicidad, siendo el inconveniente la vulnerabilidad y la indefensión del yo que el amor tiene como contraparte: "jamás nos hallamos tan a merced del sufrimiento como cuando amamos" (79).

Luego, el autor reflexiona sobre el papel de la belleza en la búsqueda de la felicidad: si bien es indudable que es una fuente de placer, no tiene una naturaleza u origen discernible, aunque la estética ha logrado describir las condiciones bajo las cuales se experimenta. Por su parte, el psicoanálisis parecería ubicar la belleza como atributos del objeto sexual.

Freud concluye que "El designio de ser felices que nos impone el principio del placer es irrealizable" (80). Sin embargo, no se pueden abandonar los esfuerzos por alcanzarla, y la búsqueda es individual; no hay regla general. En todo caso, sugiere el neurólogo que lo ideal es no invertir toda la energía en un solo método, porque el éxito nunca es seguro.

Como conclusión, Freud afirma que la religión perturba este juego de adaptación al imponer a todos un único camino para alcanzar la felicidad y al proponer la sumisión incondicional como consuelo frente al sufrimiento y fuente de goce.

Análisis

Las relaciones entre individuo y sociedad constituyen una preocupación central para Freud ya desde antes de la publicación de este ensayo en 1930, y lo seguirán siendo después. Este ensayo presenta una relación particularmente estrecha con El porvenir de una ilusión (1927), en tanto ambos reflexionan sobre las renuncias exigidas y las compensaciones ofrecidas por la cultura. No obstante, El porvenir de una ilusión se concentra únicamente en el tema religioso, erigiéndose como una crítica contundente a la religión institucionalizada. De esta manera, el primer capítulo de El malestar en la cultura puede leerse como una suerte de continuación o epílogo de aquel otro ensayo.

Ahora bien, para ingresar al terreno de la religión, Freud parte de una indagación en el "sentimiento oceánico", pues un colega suyo, dice, asegura que tal es el origen de todo sentimiento religioso. Ateo confeso, Freud admite no haber tenido nunca esa sensación, pero asume que la mayoría de las personas sí lo hacen y se decide a investigarla científicamente. Al emprender esa tarea, Freud se detiene en la comparación del psicoanálisis con otras disciplinas científicas, particularmente con la ciencia evolutiva y la arqueología.

Esta digresión echa luz sobre la concepción freudiana del individuo y la cultura. En primer lugar, Freud suscribe implícitamente los preceptos de la teoría darwiniana y, por lo tanto, cree fundamentalmente en la naturaleza evolutiva de la especie humana, incluso si es propensa a regresiones periódicas y espasmos de violencia. Pero, para Freud, la evolución de la cultura ha llegado a un punto muerto, porque ha conquistado la naturaleza con una fuerza técnica cada vez mayor, pero eso no ha redundado en condiciones más habitables para los individuos. Por otra parte, Freud cree en la necesidad de "adaptarse" al entorno, concepto también derivado de la teoría darwiniana y aplicado a su propia teoría del desarrollo psicológico. En pocas palabras, Freud siente que los seres humanos no estamos biológicamente preparados para las condiciones alteradas de la vida civilizada, pues nuestra psiquis ha evolucionado para lidiar con un entorno "primitivo", no con la sociedad desarrollada que constituye el marco de escritura de este ensayo.

La analogía de Freud con la arqueología, por su parte, ilustra su profundo y ya conocido interés en la literatura clásica y la historia, pero también muestra la primacía de la civilización occidental en su pensamiento: Freud compara las capas que componen la psiquis humana con las capas arqueológicas que pueden encontrarse debajo de la actual capital italiana, y asocia lo que define como un super yo colectivo a grandes figuras de la tradición clásica occidental, como Nerón, Adriano y Agripa. De esta analogía es importante destacar la gran diferencia que el autor reconoce entre las capas arqueológicas de una ciudad y la composición de la mente: "sólo en el terreno psíquico es posible esta persistencia de todos los estadios previos junto a la forma definitiva" (67). Es decir, los sentimientos y recuerdos del pasado jamás se extinguen en el sujeto, lo constituyen y lo condicionan, salgan o no a la superficie, o sea, se vuelvan conscientes o no. Esta noción es central en la teoría psicoanalítica.

En el segundo capítulo, Freud expresa ya un antagonismo más marcado y directo con la religión organizada. Primero, recuperando ideas ya desarrolladas en El porvenir de una ilusión, asocia la Providencia con una figura paterna hiperbólica, y la actutid religiosa, así, es asociada a lo infantil. Luego, el autor directamente asocia la creencia religiosa con uno de los métodos que tenemos las personas para evitar el dolor inherente a la experiencia: la transformación delirante de la realidad. Así, describe el sentimiento religioso como una suerte de delirio colectivo que atenúa el dolor de la existencia.

Pero para llegar a esta observación, Freud despliega algunos conceptos en los que es importante detenerse. En primer lugar, asume que las personas tienen como principal objetivo en la vida alcanzar la felicidad, impulsadas por el principio del placer. Sin embargo, acorde al pesimismo que caracteriza este ensayo, el neurólogo admite que este objetivo es inalcanzable, pues resulta al sujeto mucho más fácil experimentar el sufrimiento, que tiene esencialmente tres fuentes. La primera que menciona es el propio cuerpo. Este es fuente de sufrimiento porque sufre dolores y enfermedades y porque, en última instancia, está condenado a la decadencia y a la muerte. La segunda causa primordial de desgracia es el mundo exterior, ya que está lleno de obstáculos y peligros. Por último, nuestras relaciones con los otros también nos provocan dolor. Las profundas razones por las que esto es así serán indagadas en el capítulo siguiente.

Aunque "El designio de ser felices que nos impone el principio del placer es irrealizable" (80), el autor afirma que no podemos abandonar los esfuerzos por alcanzar la felicidad, y lo hacemos a través de diversas estrategias, orientadas tanto a evitar el dolor como a buscar activamente la felicidad. Es en este contexto que Freud ubica la religión como un método delirante a nivel colectivo.

Además de la transformación delirante de la realidad, Freud enumera una serie de estrategias de evitación del dolor más frecuentes que aquella, como la comunión con otros, el aislamiento voluntario, y también los desplazamientos de la libido (como el que experimenta el artista en la creación), aunque este último método es acequible para unos pocos. Respecto a la búsqueda activa del placer, el amor es una fuente muy intensa, pero el autor señala la paradoja de que, por eso mismo, expone al sujeto a la posibilidad de grandes sufrimientos, en caso de que el objeto de tan intenso sentimiento se retire. En todo caso, queda claro que lo ideal es no invertir toda la energía en un solo método, porque el éxito nunca es seguro.

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