Resumen
Capítulo 7
Freud se pregunta a qué recursos apela la cultura para coartar la agresión que le resulta antagónica, y propone analizarlo en la historia evolutiva del individuo. En ese caso, arguye el autor, la agresión es introyectada, incorporada al yo y dirigida contra el mismo en forma de conciencia moral. La tensión entre el yo y el super-yo da como resultado un sentimiento de culpabilidad. Análogamente, podemos pensar que la cultura controla los instintos agresivos debilitando a los individuos.
Luego, el neurólogo se pregunta por el origen de ese sentimiento en el individuo, y lo atribuye en una primera instancia al "miedo a la pérdida del amor" (125) de los otros. Esta "angustia social" (Ídem) se manifiesta en los niños y también en muchos adultos. En el primer caso, la autoridad cuyo amor se teme perder es el padre o los padres; en el segundo, la comunidad humana. En ambos casos, no obstante, lo que opera es un temor a ser descubiertos.
Sin embargo, la constitución de un super-yo llega más lejos: ya no hay diferencia entre hacer el mal y desearlo. Aun más, adquiere una cualidad peculiar: la conciencia moral se vuelve más severa cuanto más virtuosa es la persona, y también cuando esta se encuentra ante situaciones adversas. Esto último, según Freud, se explica porque en la fase infantil primitiva, el "destino" opera como un sustituto de la instancia parental; si nos golpea la desgracia, creemos que es porque ya no somos amados por la autoridad máxima.
En definitiva, el autor distingue dos posibles orígenes del sentimiento de culpabilidad: el miedo a la autoridad y el miedo al super-yo. El primero nos obliga a renunciar a ciertos instintos, mientras el segundo redunda, además, en un castigo, pues aunque no se actúe mal, el deseo persiste, y este no se puede ocultar del super-yo.
El apartado concluye que el sentimiento de culpabilidad es inevitable, pues es la expresión de la lucha entre el instinto de agresividad y Eros, conflicto exacerbado en cuanto la persona tiene que vivir en comunidad. En otras palabras, como la cultura responde a una pulsión erótica que tiende a la unión de las personas, solo pueden alcanzar su objetivo reprimiendo la agresividad por medio de la constante acentuación del sentimiento de culpabilidad.
Capítulo 8
El autor concluye que el sentimiento de culpabilidad es el problema más importante de la evolución cultural, y que el desarrollo de la cultura supone un aumento del sentimiento de culpabilidad a costa de felicidad.
Luego, Freud repasa una serie de definiciones. Primero, recuerda que el super-yo es "una instancia psíquica inferida por nosotros" (139), mientras que la conciencia es una función del super-yo, destinada a vigilar no solo los actos sino también las intenciones del yo. El sentimiento de culpabilidad, entonces, puede equipararse a la percepción del yo de esa vigilancia que le es impuesta. Finalmente, la necesidad de castigo, es decir, la angustia que provocan estas tensiones, es "una manifestación instintiva del yo que se ha tornado masoquista bajo la influencia del super-yo sádico" (Ídem). En otras palabras, la necesidad de castigo es una parte del impulso a la destrucción interna que el yo utiliza para entablar un vínculo erótico con el super-yo.
Freud afirma que en la literatura analítica más reciente se entiende que toda forma de privación del instinto puede tener como consecuencia un sentimiento de culpabilidad. Él propone considerar que este principio solo se aplica en el caso de los instintos agresivos. Yendo aún más lejos, el autor propone aplicar esta concepción al fenómeno de la represión. Recuerda que los síntomas de la neurosis son satisfacciones sustitutivas de deseos sexuales no realizados y propone que, en la represión de un instinto, sus elementos libidinales se convierten en síntomas, mientras que sus componentes agresivos resultan en sentimiento de culpabilidad.
Reconociendo la pertinencia de las analogías que pueden establecerse entre los procesos que atraviesan a un individuo y aquellos que operan a nivel social, Freud destaca una importante diferencia: el desarrollo del individuo, impulsado por el principio del placer, se orienta a la prosecución de la felicidad. Pero, para alcanzarla, es esencial su inclusión en la comunidad humana. Así, una tendencia "egoísta" choca con un anhelo más bien "altruista", siendo la primera prioritaria. En el caso de la cultura, la prioridad se invierte: el objetivo de la felicidad individual pasa a un segundo plano.
Llevando más lejos la analogía entre el proceso cultural y la evolución individual, Freud propone que la comunidad desarrolla un super-yo cuyo origen se ubica, como en el caso del individuo, en una instancia temprana. Es este super-yo social el que determina la ética de una sociedad. Volviendo al precepto de "Amarás al prójimo como a ti mismo", Freud lo define como "el rechazo más intenso de la agresividad humana" (148), constituyendo así una gran ejemplo de la actitud "antipsicológica" que adquiere el super-yo cultural.
Finalmente, el autor augura que el destino de la especie humana dependerá de qué tan bien lidie el desarrollo cultural con el instinto agresivo que se esfuerza en controlar. Destaca además que este hecho tiene en su época particular interés, dado que el desarrollo de la tecnología permitiría el exterminio de la especie. Así, afirma Freud, solo nos queda esperar que la fuerza de Eros supere la de la pulsión de muerte.
Análisis
Habiendo ya delineado las ideas principales de El malestar en la cultura, los últimos dos capítulos del ensayo indagan en el sentimiento de culpabilidad que produce en cada individuo, según el autor, la tensión entre el yo y el super-yo en el contexto de la cultura. Aunque en principio estas reflexiones podrían leerse como un excursus del pensador, lo cierto es que este sentimiento es el problema más importante para el desarrollo de la cultura, según indicará el propio autor al comienzo del último capítulo.
El punto, plantea Freud, es que la cultura debe, para sostenerse y desarrollarse, contener los impulsos agresivos de los individuos, dando lugar al establecimiento de lazos libidinales. Para lograr esto, volverá esas disposiciones agresivas contra el propio sujeto, para que este se vigile a sí mismo. Lo que surgirá de este movimiento es el sentimiento de culpabilidad, y esto es así, indica Freud, porque una vez introyectada la instancia de vigilancia ya no hay diferencia entre hacer el mal y desearlo: el super-yo es testigo, de igual manera, de uno y de lo otro.
Otra observación relevante que surge en este capítulo, y que aporta al pesimismo de la obra, es la inherencia de la agresividad del ser humano. Este no puede sino dirigir su violencia hacia otros o hacia sí mismo. Esto explica que, cuanto más limita el hombre su agresión hacia afuera, con más severidad parece observar el ideal de su propio yo.
Una observación importante que se desarrolla en el último capítulo es aquella que señala que el sentimiento de culpabilidad no surge de cualquier instancia de represión, como señalarían los contemporáneos de Freud, sino solo de la represión de las disposiciones agresivas. La privación de elementos libidinales, por su parte, daría lugar a síntomas neuróticos.
En el último capítulo de este ensayo, Freud propone nuevamente una analogía, esta vez entre el desarrollo del individuo a lo largo de su vida y el de la cultura a lo largo de la historia. En un gran giro discursivo, aprovecha esta analogía para colocar la aparición del “super-yo cultural” en una instancia temprana, tal como sucedería con los infantes. De este modo, retoma al final del texto el precepto que indica “Amarás al prójimo como a ti mismo”, por cuyo sentido había dejado el autor una pregunta abierta al comienzo del mismo.
Ahora, parece anunciar Freud, el sentido es esclarecido: la relevancia de esa máxima para la cultura occidental radica en que la violencia a la que se opone es su principal antagonista. Aún más, ese antagonismo daría cuenta del carácter “antipsicológico” del super-yo cultural. Esto significa que las exigencias de la cultura van en contra de los impulsos más profundos del ser humano, lo que explica la grave tensión que aquella produce en el individuo. Esta oposición ilustra muy bien, en definitiva, la dificultad, para las personas, de alcanzar la felicidad en el contexto de una cultura que las restringe de este modo.
La última frase de El malestar en la cultura, añadida posteriormente, en la edición de 1931, pone en duda el destino de la humanidad, supeditándolo al resultado de la lucha entre los instintos agresivos y libidinales de las personas. Agrega el autor, en este sentido, una suerte de advertencia sobre la letalidad de las armas que la civilización ha desarrollado. Estas reflexiones no solo dan cuenta de un gran pesimismo, sin duda asociado a las atrocidades de las que la civilización fue testigo durante la Primera Guerra Mundial. Al terminar el ensayo con esta pregunta, apuntalada por una explícita desilusión respecto del desarrollo científico y tecnológico, Freud parece postular una crítica demoledora del Iluminismo, atacando particularmente su fe ciega en el progreso humano. Como si de un romántico tardío se tratara, el fundador del psicoanálisis parece así advertir sobre las sombras que proyectan las luces del progreso.