Resumen
Capítulo 5
Freud vuelve sobre la idea de que la cultura necesita sustraer energía a la sexualidad para construir lazos comunales basados en la amistad, en el trabajo, en los intereses, y entonces se pregunta por qué la civilización tiende a la conformación de este tipo de relaciones.
Entonces, el autor analiza la máxima proverbial "Amarás al prójimo como a ti mismo", descubriendo la dificultad de tomar tal actitud. No solo sería improbable para un sujeto amar a quienes no conoce; sería injusto para sus seres queridos, quienes consideran su afecto "una demostración de preferencia" (108). Freud deduce que la existencia de este precepto se debe, justamente, a que el hombre es un ser inherentemente agresivo. Así es que el prójimo no solo representa para él un posible colaborador o un objeto sexual, sino también un posible objeto sobre el que descargar su agresividad, sea explotándolo, humillándolo, violándolo o matándolo. Para el autor, la historia -desde Gengis Khan hasta la Primera Guerra Mundial- no deja mucho lugar a dudas respecto a esta afirmación.
De este modo, la existencia de estas tendencias agresivas perturba nuestra relación con los semejantes y justifica, para Freud, el desarrollo de tales preceptos.
Freud luego analiza la hipótesis psicológica del pensamiento comunista. Los comunistas consideran que la propiedad privada, en el contexto de un sistema económico que permite la acumulación desproporcionada de riqueza, corrompe los corazones bondadosos de las personas. En consecuencia, su abolición supondría la redención del mal. Para Freud, esta idea parte de una suposición equivocada: la propiedad privada no es el origen de la agresividad, sino, meramente, un instrumento para su manifestación. El instinto agresivo se manifiesta ya en sociedades primitivas, como también lo hace, a nivel individual, en el niño.
De esta manera, Freud deduce que si la cultura no solo impone restricciones a nuestra sexualidad, sino también a nuestra agresividad constitutiva, no es extraño que nos resulte difícil alcanzar en ella la felicidad. Concluye que el hombre civilizado ha intercambiado cierto grado de felicidad por seguridad, y agrega que existen dificultades inherentes a la esencia misma de la cultura.
Capítulo 6
Freud recuerda una frase de Schiller que indica que "hambre y amor" hacen girar coherentemente el mundo. A primera vista parecen instintos opuestos: el hambre tiende a la conservación del organismo -o sea, del yo-, mientras el amor -o "libido", en la teoría freudiana- se dirige hacia objetos externos. En este esquema, la neurosis resolvería esta lucha entre la autoconservación y las demandas de la libido.
No obstante, el concepto de narcisismo pone en cuestionamiento el carácter antitético de estos instintos, ya que obliga a reconocer que el yo también está impregnado de libido. Más aún, es su lugar de origen.
En Más allá del principio del placer, recuerda Freud, tras observar el carácter conservador de la vida instintiva, elaboró por primera vez el concepto de pulsión de muerte, antagónico a Eros o pulsión de vida. Es decir, el autor definió que, junto al instinto de conservación de la vida, opera uno opuesto que tiende a disolverla, orientándola a un estado inorgánico. Pero una parte de este instinto se orienta hacia el exterior, manifestándose como agresividad.
En definitiva, Freud postula aquí que la tendencia agresiva es una condición innata del ser humano, y el principal obstáculo para la cultura. Esta, por su parte, está al servicio de Eros, en tanto une a las personas en grupos más vastos, y necesita para ello de vínculos libidinales, pues ni la necesidad ni las ventajas que ofrece constituirían motor suficiente para mantener a los sujetos unidos. Así es que la evolución cultural puede resumirse, en definitiva, como una lucha entre Eros y muerte.
Análisis
Mientras que en el Capítulo 3 Freud comparaba al hombre con "un dios con prótesis" debido a las grandes innovaciones tecnológicas de los últimos tiempos, en el Capítulo 5 se centra en el costado en algún punto opuesto del individuo: su carácter inherentemente agresivo; casi, podría decirse, salvaje. Con la expresión latina "Homo homini lupus" ("El hombre es el lobo del hombre"), Freud subraya metafóricamente el trasfondo darwiniano de su argumento sobre la civilización humana, y su mirada está cargada de gran pesimismo. Apela a periodos muy violentos de la historia de la humanidad (como el gobierno de Gengis Kahn o la para Freud reciente Primera Guerra Mundial) como evidencia de sus afirmaciones a este respecto: que el otro se le presenta al ser humano como objeto sexual, como posible colaborador fraternal o, acaso, como objeto sobre el que descargar su agresividad, agrediéndolo, violándolo, e incluso matándolo. Este es, sin duda, el mayor peligro para la civilización, y por eso es tan importante para esta la represión de las pulsiones agresivas de los individuos.
Tal es así que, luego de darle vueltas y vueltas al precepto cristiano de amar al prójimo, considerándolo tan contrario al sentido común al que suele apelar, Freud entiende que su importancia fundamental para la cultura occidental radica en la necesidad de contraponer a esa agresividad constitutiva una máxima tajante que la reprima.
En todo caso, al final del Capítulo 5, Freud formula de forma clara y completa la tesis principal de su ensayo: resulta sumamente difícil alcanzar la felicidad en un contexto de cultura, pues esta reprime tanto la sexualidad de las personas -imponiendo tabúes y restricciones de todo tipo- como sus impulsos agresivos.
En el Capítulo 6, el autor recuerda la tesis principal de su obra anterior, Más allá del principio del placer, en la que postula que a la pulsión de vida, que nos mueve hacia la conservación de la misma, se le opone una pulsión de muerte, que tiende, por el contrario, a su disolución. Lo más relevante de este punto es que parte de esa fuerza que quiere destruir la vida se orienta hacia el exterior, y ese es el origen, según Freud, de la agresividad innata de las personas.
En este punto del análisis cabe destacar otra característica del método argumentativo del autor. En varias instancias a lo largo del texto, Freud desarrolla una idea, la da por válida y luego, tras una serie de consideraciones, la reconoce errónea. Así hace, por ejemplo, cuando opone "los instintos del yo" y "los instintos objetales", para luego reconocer que esta diferencia no es tal. Este tipo de auto-revisión, tan común en los escritos de Freud, es un procedimiento prototípico del pensamiento deconstructivo, que consiste en dar cuenta de cómo cada término de una aparente oposición contiene en sí mismo la diferencia del opuesto. Veremos otro ejemplo muy claro de este procedimiento en el capítulo siguiente.
Freud tampoco es reacio a admitir errores en sus propios conceptos previos. Un ejemplo típico tiene lugar en este capítulo: "Recuerdo mi propia resistencia cuando la idea del instinto de destrucción apareció por primera vez en la literatura psicoanalítica" (120). Podemos considerar esta actitud un tipo particular de auto-revisión, tal como la definíamos más arriba. Lo que es importante considerar aquí, en todo caso, es que no refleja meramente una gran amplitud mental y flexibilidad de ideas, sino, sobre todo, un recurso retórico para anticipar y vencer de antemano la resistencia del lector a conceptos duros de digerir: cuando el pensador admite que para él mismo fue difícil asumir tal noción, está empatizando con su lector, acercándose a él para orientarlo hacia sus propias conclusiones.
Finalmente, nos interesa detenernos en otra característica del discurso freudiano que viene apareciendo desde el comienzo del ensayo y puede apreciarse con mucha claridad en el sexto capítulo: su alusión a obras literarias y la confianza con la que el autor utiliza la literatura como evidencia empírica de la estructura psíquica que él propone para las personas. Es curioso cómo Freud parece integrar a la perfección su experiencia clínica con alusiones a Goethe y Schiller, otorgándole a ambas instancias un peso análogo en su investigación.
Ya en los primeros párrafos del texto, el autor admitía que la opinión de un amigo de él acerca del "sentimiento oceánico" -que funciona como disparador de todo el ensayo- coincidía con lo "que cierto poeta original y harto inconvencional hace decir a su protagonista, a manera de consuelo ante el suicidio: «De este mundo no podemos caernos»", refiriéndose a Hannibal, de Christian Dietrich Grabbe. Freud agregaba a continuación: "Trataríase, pues, de un sentimiento de indisoluble comunión, de inseparable pertenencia a la totalidad del mundo exterior" (59). Como vemos, las palabras de un personaje de ficción, sumadas a la opinión de un amigo del pensador, resultaban suficientes para postular y definir ese "sentimiento oceánico".
Asimismo, en el segundo capítulo, Freud ejemplificaba una de las estrategias que utilizamos las personas para lidiar con el sufrimiento de la vida -esta es, la aplicación a distracciones sustitutivas- con un comentario aparecido en Cándido, de Volataire, que sugiere cultivar nuestro jardín.
Ahora, en una nota al pie en el Capítulo 6, el autor destaca que, en un pasaje de Fausto, la descripción del mal coincide con la del "instinto destructivo" -que Freud denomina "pulsión de muerte"- en Más allá del principio del placer. Así, observamos que Freud trata la literatura como una fuente autorizada de conocimiento sobre la naturaleza humana, subestimando el conflictivo estatus epistemológico de la ficción. En otras palabras, toma descripciones literarias de la psicología de ciertos personajes como si se trataran de relatos de pacientes de sus propias dolencias, o informes clínicos de colegas suyos.