Frau Müller no permitió que se velara —cliente tan antiguo— en la pensión; por el contrario, esa noche organizó un baile en la terracita sofocada, mientras Filiberto esperaba, muy pálido en su caja, a que saliera el camión matutino de la terminal, y pasó acompañado de huacales y fardos a la primera noche de su nueva vida. Cuando llegué, temprano, a vigilar el embarque del féretro, Filiberto estaba bajo un túmulo de cocos; el chofer dijo que lo acomodáramos rápidamente en el toldo y lo cubriéramos de lonas, para que no se espantaran los pasajeros, y a ver si no le habíamos echado la sal al viaje.
En el inicio del relato, Pepe narra la muerte de Filiberto y cómo fue velado por el dueño de la pensión alemana en la que se hospedaba su amigo en Acapulco, después de haber muerto ahogado en el mar. La celebración que se hace en su honor contrasta con la espera del cadáver en su féretro. En el mismo sentido, destaca el hecho de que se oculte su traslado para no arruinar el viaje de los pasajeros. Por otra parte, no es casual que Filiberto muera en Semana Santa, momento asociado a la crucifixión de Cristo y que debería ser un tiempo de contrición y espiritualidad. De esta manera, el relato realiza una crítica a la forma frívola y banal en la que la México contemporánea a la historia se lidia con la muerte, en la que se niega su costado trágico, solemne y triste.
En fin, hoy volví a sentarme en las sillas, modernizadas —también, como barricada de una invasión, la fuente de sodas— y pretendí leer expedientes. Vi a muchos, cambiados, amnésicos, retocados de luz neón, prósperos. Con el café que casi no reconocía, con la ciudad misma, habían ido cincelándose a ritmo distinto del mío. No, ya no me reconocían, o no me querían reconocer. A lo sumo —uno o dos— una mano gorda y rápida en el hombro. Adiós viejo, qué tal. Entre ellos y yo, mediaban los dieciocho agujeros del Country Club. Me disfracé de los expedientes.
Filiberto vuelve al café donde se juntaba con sus amigos del colegio cuando era joven. Ahora las cosas son distintas: el lugar se ha modernizado y sus amigos han progresado lo que él no pudo; se los ve resplandecientes, como si estuvieran iluminados artificialmente por una luz de neón. La distancia entre ellos y él es simbólica y material, porque también es una distancia económica, que Filiberto mide por los agujeros del campo de golf que aquellos hombres frecuentan. De esta manera, el aislamiento del personaje –que se esconde bajo los expedientes de su trabajo– se manifiesta a través de la nostalgia que siente Filiberto, al recordar un pasado en el que imaginaba un mejor presente que el que tiene ahora. Esto podría explicar también el afán de Filiberto por coleccionar objetos de arte indígena, un pasatiempo costoso para alguien que solo algunas veces se puede dar el lujo de gastar cinco pesos y “dos de propina” (p.6) en un café.
—No, mira, parece evidente. Llegan los españoles y te proponen adores a un Dios, muerto hecho un coágulo, con el costado herido, clavado en una cruz. Sacrificado. Ofrendado. ¿Qué cosa más natural que aceptar un sentimiento tan cercano a todo tu ceremonial, a toda tu vida?… Figúrate, en cambio, que México hubiera sido conquistado por budistas o mahometanos. No es concebible que nuestros indios veneraran a un individuo que murió de indigestión. Pero un Dios al que no le basta que se sacrifiquen por él, sino que incluso va a que le arranquen el corazón, ¡caramba, jaque mate a Huitzilopochtli! El cristianismo, en su sentido cálido, sangriento, de sacrificio y liturgia, se vuelve una prolongación natural y novedosa de la religión indígena. Los aspectos de caridad, amor y la otra mejilla, en cambio, son rechazados. Y en todo México es eso: hay que matar a los hombres para poder creer en ellos.
Filiberto repone en su cartapacio un diálogo que tuvo con Pepe sobre la religión cristiana y el sincretismo por adopción de la espiritualidad indígena. La teoría de Pepe es que los mexicanos son cristianos porque sus antepasados originarios de América aceptaron la idea de la crucifixión de Jesús como algo natural a su ceremonial, pero también novedoso, porque propone la ofrenda expiatoria de la figura divinal. Es ese costado más sangriento y sacrificial –al que se alude también con la referencia a Huitzilopochtli, el dios de la guerra y patrono de los mexicas– y no el costado caritativo y amoroso el que le permite al indígena comulgar con la espiritualidad cristiana, lo que no habría sido posible si se les hubiera impuesto la filosofía más pacifista del budismo o el mahometismo. De esta manera, el relato sugiere una conexión espiritual entre lo antiguo y lo moderno que explicaría la religiosidad del mexicano contemporáneo, como el propio Filiberto, aunque esa relación con el pasado haya quedado olvidada por el ajetreo superficial que invade la vida moderna.
Pepe me ha recomendado cambiarme a un apartamento, y en el último piso, para evitar estas tragedias acuáticas. Pero no puedo dejar este caserón, ciertamente muy grande para mí solo, un poco lúgubre en su arquitectura porfiriana, pero que es la única herencia y recuerdo de mis padres. No sé qué me daría ver una fuente de sodas con sinfonola en el sótano y una casa de decoración en la planta baja.
La casa de Filiberto tiene un significado simbólico en el relato. Ante todo, es una posesión material del personaje, acaso lo único que le ha quedado en herencia y de lo que se aferra, aunque el Chac Mool la inunde con la intención de apropiársela. La arquitectura “porfiriana” remite a los tiempos de la dictadura de Porfirio Díaz, lo que establece un puente entre la casa y el pasado de México, al que Filiberto no quiere renunciar a cambio de un apartamento moderno, con una fuente de sodas como la del café al que fue a buscar un pasado perdido. En este sentido, la casa es un objeto pero también es un afecto del personaje, que en su obsesión por conservarla termina aislándose aún más. Por eso, el caserón lúgubre también simboliza la soledad y desconexión de Filiberto con su entorno y su presente.
Hasta hace tres días, mi realidad lo era al grado de haberse borrado hoy: era movimiento, reflejo, rutina, memoria, cartapacio. Y luego, como la tierra que un día tiembla para que recordemos su poder, o la muerte que llegará, recriminando mi olvido de toda la vida, se presenta otra realidad que sabíamos estaba allí, mostrenca, y que debe sacudirnos para hacerse viva y presente.
Filiberto describe cómo se modifica su sentido de la realidad estableciendo un antes y un después en su vida: previo a que Chac Mool se convirtiera en una figura viva, una suerte de dios-humano, la vida de Filiberto estaba en la inercia de la cotidianeidad, manifiesta en las repeticiones de la rutina, de escribir sus recuerdos y pensamientos en el cartapacio. De pronto, aparece una fuerza que llama y pide su atención, es la tierra que le recrimina a Filberto el olvido de su existencia y de su poder, reclamo que parece hacerle a todos los mexicanos que se han perdido en el sinsentido de la vida moderna. Aunque esa realidad ha permanecido oculta, o más bien olvidada, sigue allí, y se encarna en una figura vengativa, la del Chac Mool, que viene a sacudir lo que Filiberto, como mexicano, entiende por realidad, por vida y por presente.
Allí estaba Chac Mool, erguido, sonriente, ocre, con su barriga encarnada. Me paralizaban los dos ojillos, casi bizcos, muy pegados a la nariz triangular. Los dientes inferiores, mordiendo el labio superior, inmóviles; sólo el brillo del casquetón cuadrado sobre la cabeza anormalmente voluminosa, delataba vida. Chac Mool avanzó hacia la cama; entonces empezó a llover.
La imagen del Chac Mool como figura viva perturba a Filiberto por la forma en que conserva muchos de los rasgos de la figura de piedra. Tiene la barriga encarnada, prominente en la estatua porque allí descansa un cuenco en el que se realizaban las ofrendas rituales. Los ojos bizcos y juntos, la nariz triangular, los dientes inmóviles y la cabeza “anormalmente voluminosa” también recuerdan los rasgos del objeto ritual, que serían ajenos a la cara real de un ser humano. Todo esto le da un aspecto siniestro al Chac Mool mientras este avanza por la noche sobre la cama de Filiberto, acompañado por el sonido de la lluvia como manifestación de su poder.
Recuerdo que a fines de agosto, Filiberto fue despedido de la Secretaría, con una recriminación pública del director, y rumores de locura y aun robo. Esto no lo creí. Sí vi unos oficios descabellados, preguntando al Oficial Mayor si el agua podía olerse, ofreciendo sus servicios al Secretario de Recursos Hidráulicos para hacer llover en el desierto. No supe qué explicación darme; pensé que las lluvias excepcionalmente fuertes, de ese verano, lo habían enervado. O que alguna depresión moral debía producir la vida en aquel caserón antiguo, con la mitad de los cuartos bajo llave y empolvados, sin criados ni vida de familia.
Pepe intenta dar una explicación racional al comportamiento extraño de Filiberto cuando este empieza a dar señales de locura, que asociamos por el relato del cartapacio a la presencia imponente del Chac Mool. La cuestión del olor del agua se relaciona con el hedor que emana de la figura divinal desde que cobra vida, un olor que Filiberto describe como intolerable y “extrahumano” (p.10). Es irónico que una de las explicaciones que propone Pepe es que las lluvias fuertes de aquel verano habrían enervado a Filiberto, cuando sabemos, por el relato, que la lluvia también puede deberse a la influencia ineludible del Chac Mool. También menciona la casa de Filiberto como el motivo posible de su depresión moral y aislamiento, lo que de alguna forma es cierto, porque a la alteración de la conciencia de Filiberto le corresponde una reclusión cada vez mayor en su “caserón antiguo”. Desde un punto de vista racional, el Chac Mool podría representar una excusa para que el personaje lleve a cabo una progresiva exclusión autoimpuesta.
Con risa estridente, el Chac Mool revela cómo fue descubierto por Le Plongeon, y puesto, físicamente, en contacto con los hombres de otros símbolos. Su espíritu ha vivido en el cántaro y la tempestad natural; otra cosa es su piedra, y haberla arrancado al escondite es artificial y cruel. Creo que nunca lo perdonará el Chac Mool. Él sabe de la inminencia del hecho estético.
El Chac Mool le cuenta a Filiberto sobre el descubrimiento histórico de su estatua de piedra, hecho por el viajero Le Plongeon. Este evento significó una conexión del pasado indígena con los tiempos modernos que, desde el punto de vista del dios, implicó un contacto con otras culturas y otros símbolos que lo desvincularon artificial y cruelmente de la naturaleza. Esto se hace manifiesto en la apropiación de la estatua que hace el propio Filiberto, que concibe la adquisición del objeto indígena como un “hecho estético”; para él, la estatua es un objeto de colección. El Chac Mool no quiere perdonar esa apropiación, y por eso se venga provocando la muerte de Filiberto en Semana Santa. De este modo, el Chac Mool toma del cristianismo lo que más se parece al ritual de sacrificio del que su figura de piedra forma parte. Es así como el cuento propone una crítica a los usos modernos de los símbolos materiales de cosmovisiones antiguas.
El Chac Mool inundó hoy la sala. Exasperado, dije que lo iba a devolver a la Lagunilla. Tan terrible como su risilla —horrorosamente distinta a cualquier risa de hombre o animal— fue la bofetada que me dio, con ese brazo cargado de brazaletes pesados. Debo reconocerlo: soy su prisionero. Mi idea original era distinta: yo dominaría al Chac Mool, como se domina a un juguete; era, acaso, una prolongación de mi seguridad infantil; pero la niñez —¿quién lo dijo?— es fruto comido por los años, y yo no me he dado cuenta… Ha tomado mi ropa, y se pone las batas cuando empieza a brotarle musgo verde. El Chac Mool está acostumbrado a que se le obedezca, por siempre; yo, que nunca he debido mandar, sólo puedo doblegarme.
En este fragmento, Filiberto reconoce la dominación que el Chac Mool ejerce sobre él. Los roles de ambos se invierten, porque Filiberto quería poseer la estatua en un afán coleccionista que aquí se relaciona con el anhelo del niño de poseer un juguete. Filiberto siempre está mirando hacia el pasado; en el café, piensa en su juventud, y aquí piensa en su niñez y se da cuenta de que no pude recuperar su propio pasado, así como tampoco puede poseer el pasado indígena como dueño del Chac Mool. Este, en cambio, sí logra doblegar a Filiberto al inundar su casa, al someterlo a su risa sobrenatural, al herirlo con sus brazaletes. Filiberto no tiene otra opción que someterse a su yugo.
Antes de que pudiera introducir la llave en la cerradura, la puerta se abrió. Apareció un indio amarillo, en bata de casa, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata; su cara, polveada, quería cubrir las arrugas; tenía la boca embarrada de lápiz labial mal aplicado, y el pelo daba la impresión de estar teñido.
—Perdone… no sabía que Filiberto hubiera…
—No importa; lo sé todo. Dígale a los hombres que lleven el cadáver al sótano.
El final del cuento de Fuentes es, sin dudas, perturbador. Pepe se encuentra con un hombre de ascendencia indígena que para el lector es, a todas claras, el mismísimo Chac Mool. Allí está con el color amarillo que connota deidad y con el aspecto grotesco que genera su uso excesivo y sofocante de loción y polvos. Aquí cabe la pregunta, sin resolver, de si el Chac Mool ha sido dominado por la cultura moderna para convertirse en un hombre mediocre, o si adopta paródicamente estos elementos como una forma de vengarse de Filiberto y de las apropiaciones estéticas de su escultura. Lo que sí sabemos es que Filiberto se convierte en la nueva adquisición de esta versión humana y degradada del Chac Mool.