No debe figurarse usted que está en igualdad de condiciones que las señoritas y el señorito Reed solo porque viva con ellos, gracias a la benevolencia de la señora. Ellos son muy ricos, y usted no tiene dónde caerse muerta; por lo tanto, su obligación es la de mostrarse humilde y procurar ser agradable con todos.
La infancia de Jane Eyre cuenta con una particularidad: siendo huérfana, es una niña pobre en casa de una familia rica, que constantemente la maltrata y la somete a castigos injustos.
Un rasgo de la sociedad que se hace evidente en los primeros capítulos de la novela es la diferencia de clases y el modo en que esta parecería configurar no solo el poder económico de las personas, sino también su valor. Cuando Jane protesta por ser castigada injustamente, una de las sirvientas de Gateshead, la señorita Abbott, asegura que Jane no debe figurarse que está en igualdad de condiciones que sus primos solo porque estén siendo criados en la misma casa. Tal como se evidencia en la frase citada, la señorita Abbot explica la razón, aparentemente lógica e incuestionable, de esta desigualdad: ellos son ricos y la niña es pobre. El personaje deja en claro, así, una idiosincrasia de la época, según la cual la justicia no se dirime entre las personas de una sociedad en calidad de iguales, sino que la inocencia o culpabilidad de las personas puede bien decidirse en razón de su posición en la escala social y la riqueza que poseen.
Si las gentes fueran siempre buenas y obedecieran a los que se comportan con crueldad e injusticia, estos saldrían ganando siempre, no tendrían ningún temor y jamás se corregirían, sino que, por el contrario, cada vez confiarían más en la bondad de sus métodos malvados. Cuando nos maltratan sin razón, deberíamos volvernos con fiereza y maltratar a aquella persona, para que aprenda y no se le ocurra volver a hacerlo nunca más.
En respuesta a la extrema fe religiosa de su amiga Helen, Jane, a sus diez años, delinea sus pensamientos sobre la ética cristiana. Helen aboga por una filosofía cristiana del sacrificio, el perdón y la resistencia, según la cual se debe cargar con los pecados de los demás, poner la otra mejilla, perdonar y amar al enemigo. Jane, en cambio, aún no perdona a quienes le infligieron tanto dolor en su infancia, y de igual manera tampoco cree que deba soportar el maltrato ajeno, sobre todo cuando este se justifica en mentiras y en injustos abusos de poder.
Tal como se trasluce en la frase citada, para Jane, la filosofía de Helen no solo es cruel para con ella misma, sino que tampoco colaboraría con el objetivo de desperdigar el bien por el mundo, en tanto las personas que actúan con maldad no encontrarían obstáculo alguno para su proceder. En contraposición a la noción de “poner la otra mejilla”, Jane parecería apoyarse en otro concepto incluido en la Biblia, que es el de “ojo por ojo, diente por diente”, según el cual debe pagarse al enemigo con la misma moneda, producir en él el mismo sufrimiento que este infligió en uno. Solo así, quienes actúan con maldad corregirán sus comportamientos, quizás no por fe ni por convicción, pero sí por temor a la venganza de sus víctimas.
Sin embargo, esta metodología no le trae mucha paz a Jane: al vengarse de sus enemigos, luego de unos instantes de satisfacción, se siente envenenada. Aún deberán pasar los años para que la protagonista acabe por delinear una versión de la fe acorde a su consciencia.
Para una joven inexperta, es una rara sensación, nada agradable por cierto, la de hallarse sola en el mundo, sin parientes de ninguna clase y lejos de todos sus amigos, sin saber si llegará al puerto en que ha de desembarcar, y a la que una infinidad de cosas impiden volver atrás, al lugar que dejó no ha mucho. Esta sensación está endulzada, hasta cierto punto, por el encanto de la aventura; el orgullo, por otra parte, ayuda también a soportarlo, pero el temor lo echa todo a perder.
El hecho de que la protagonista sea también la narradora de la historia le permite a la voz que conduce la novela detenerse a reflexionar sobre sí misma con la distancia que le brinda el tiempo. La historia está narrada en pasado, lo cual nos permite asumir que la voz narrativa se ubica en un futuro distante. Así, al tiempo que narra las acciones que ella misma protagonizó, puede reflexionar sobre lo que su personaje sentía, pensaba, sufría entonces.
Jane abandona Lowood sin contar con nadie ni nada más que la respuesta de una señora al aviso que colocó ella en un diario ofreciéndose como institutriz en una casa familiar. Al inicio del capítulo 11, encontramos a la protagonista sentada en una sala vacía sin saber qué ni quién le espera, y sin posibilidad de retroceder en sus pasos. En el fragmento citado vemos una disrupción en la narración que viene a matizar una presunción de invencibilidad que se generaba en torno a la figura de Jane, humanizándola: la muchacha, a pesar de ser más fuerte y estar más convencida de sí misma que la mayoría, padece el encontrarse sola en el mundo, sin poder contar con la ayuda de nadie, ni asumir la existencia de brazos que la sostendrían si ella cayera.
Es inútil afirmar que los humanos deben conformarse con la rutina: necesitan acción y, si no la encuentran, la buscan. Millones de personas están condenadas como yo a esperar quietamente, y ellas, al igual que yo, se consumen en la espera, sientiéndose en rebeldía silenciosa contra su mala suerte; casi nadie sospecha la infinidad de gente descontenta de esta forma que hay en el mundo. Por lo general, piensan que las mujeres disfrutan una gran tranquilidad de espíritu, pero también las mujeres somos capaces de sentir todo lo que sienten los hombres, con la misma fuerza, sin llegar a confesarlo jamás.
A raíz de sus propias emociones, Jane reflexiona sobre una cuestión social, humana: muchas personas padecen el estar condenadas a la quietud, y la mayoría de estas pertenecen al género femenino. La protagonista denuncia así una desigualdad de género que atravesaría de punta a punta el entramado social. En este estado normativo de desigualdad, las mujeres sufrirían las limitaciones que la sociedad impone a sus vidas, justificadas en una supuesta condición estrictamente femenina que vincularía a este género con una satisfacción en la quietud, la estabilidad. Jane desmantela este supuesto, dejando ver que no son más que prejuicios los que sostienen esta injusta distribución social que les permite a los varones experimentar toda suerte de aventuras, mientras que encierra a las mujeres en el ámbito doméstico, como si no hubiera en ellas la misma sed que empuja a los varones a actuar.
Este tipo de estatuto confirma la presencia de un criterio feminista en la narración, adivinable ya en muchas de las decisiones y acciones de la protagonista de una novela tan leída y vilipendiada por la crítica y los estudios literarios de género.
¡Cuán cierto es que la belleza está en la mirada del que observa! Aquel hombre, para mí, era mucho más guapo: era muy interesante y me dominaba por completo, a pesar de toda mi voluntad. Yo no quería amarle, había tratado de extirpar cualquier sentimiento de esta clase en mi corazón, pero al verle de nuevo, los sentimientos brotaban más frescos y vigorosos que nunca.
El personaje de Rochester instala al interior de Jane una pugna entre dos fuerzas en conflicto: razón vs. pasión. Tal como señala en el pasaje citado, la protagonista ama al dueño de Thornfield a pesar de lo que le indica su propia razón. A esta altura de la trama, el razonamiento de la protagonista para intentar ir en contra de sus emociones se basa en que Rochester pertenece a la clase alta y ella, siendo de clase baja, no podría soportar sostener una relación que la ubique en situación de inferioridad respecto al otro. Pero como se evidencia en este pasaje, la atracción que la muchacha siente por Rochester es casi incontrolable, y será la causa de largas pugnas en su interior.
Tiene frío, porque se encuentra sola en el mundo. Está enferma, porque le falta el mejor de todos los sentimientos, el más grande y el más dulce. Y, finalmente, es tonta, porque sufriendo como sufre, no da un paso para reunirse con el que le espera.
La cita aparece en boca de una adivina gitana, que en realidad es Rochester disfrazado, y es dirigida a Jane. La escena de la adivina concentra varios elementos propios de lo gótico en la novela, que se suman a los relativos a todos los fenómenos extraños que tienen lugar en Thornfield. En esta escena, el elemento ya gótico de la adivina se mezcla, a su vez, con el romance gótico una vez que Rochester revela su disfraz; en el clima de misticismo y de lo sobrenatural se abre la puerta al amor de la pareja protagonista. La frase citada coincide con el momento en que, por primera vez, Jane oye en boca ajena una profunda verdad sobre sí misma, en cuyo centro se hallan sus sentimientos por el hombre que, aunque ella lo ignora, está pronunciando estas palabras. Rochester, disfrazado, da en la tecla: Jane se siente sola, falta de amor, a la vez que padece el no unirse al hombre que ama. Las palabras envuelven a Jane, perturbando su halo escéptico y racional, y sumergiéndola en algo que podría interpretarse como una hipnotización. Por otra parte, el hecho de que Rochester se disfrace es un factor interesante, en tanto pone sobre la mesa el rasgo oculto y secreto de su identidad.
El mismo techo hostil me acogía de nuevo y también ahora me parecía ser un ser errante sobre la tierra, pero me sentía más segura de mí misma y me asustaban menos las injusticias que pudieran cometer conmigo los demás. La herida de los agravios recibidos hacía tiempo estaba curada y la llama de los rencores, extinguida.
Los progresos en el desarrollo de Jane a lo largo de la novela se evidencian cuando la muchacha regresa al escenario de su infancia, Gateshead. Por primera vez, vuelve a recorrer el espacio en el que dio sus primeros pasos, y del cual huyó con tanto entusiasmo varios años atrás, cuando la opción de instalarse en Lowood apareció en su camino. Pero aunque el escenario y los personajes se repiten, el carácter de Jane aparece completamente transformado, así como sus sentimientos. Efectivamente, Jane fue capaz de dejar los resentimientos del pasado atrás y ahora puede mirar a quienes fueran sus enemigos con la paciencia y la comprensión de quien encontró la paz en su alma. Al parecer, la experiencia en Lowood, sus años junto a Helen y a la señorita Temple hicieron mecha en el corazón de Jane; la protagonista logró encontrar en su interior, aparentemente, una luz capaz de guiarla hacia el bien, tanto propio como ajeno.
Yo tengo que preocuparme de mí. Cuando más sola, con menos amigos y más abandonada me encuentre, más debo cuidar de mi amor propio. Respetaré la ley dada por Dios y sancionada por los hombres. Seguiré los principios que me fueron inculcados cuando estaba en mi plena razón y no loca, como ahora me siento. Las leyes y los principios no son para observarlos cuando no se presenta la ocasión de romperlos, sino para acordarse de ellos en los momentos de prueba, cuando el cuerpo y el alma se sublevan contra sus rigores.
Al revelarse que Rochester está legalmente casado con Bertha, el corazón de Jane se debate entre dos opciones: quedarse a vivir junto a su amado, gozando del amor mutuo y la comodidad de la riqueza, aunque en calidad de amante (lo cual es inaceptable para la moralidad de la protagonista), o bien huir hacia un destino incierto, pero siendo fiel a sus ideas de independencia, razón, dignidad, libertad, autonomía. Efectivamente, Jane opta por este segundo camino: aunque el amor y la pasión son importantes para ella, la protagonista prioriza la fidelidad a sí misma, a sus propias ideas, y rechaza a Rochester como quien se sobrepone a la tentación por medio de la razón.
Podía ser su ayudante, su compañera, cruzar el océano con él (...), sufrir el dominio de su personalidad, pero conservando libres mi corazón y mi cerebro (...). Ser su mujer, permanecer siempre a su lado, vivir siempre sometida, constreñida, esforzándome en apagar el fuego de mi naturaleza, me sería insoportable.
Así como rechaza quedar unida en la pasión con Rochester, por ser dicha unión falta de moral y pureza, Jane también rechaza el matrimonio con St. John por su carácter desprovisto de amor. El factor común en ambas decisiones radica en la voluntad de Jane de ser una mujer independiente, libre, sin estar sometida a un hombre que se convierta en el dueño de su vida.
Aunque Jane tiene una gran predisposición para ayudar y servir a los demás, y bien le gustaría ejercer como misionera, rechaza la idea que St. John tiene del matrimonio y del cristianismo, según el cual los humanos deberían renunciar a toda pasión terrenal.
Prefiero amarle ahora, cuando puedo serle útil, que antes, cuando usted no accedía a desempeñar otro papel que el de un protector orgulloso y espléndido.
El amor entre Jane y Rochester se concreta una vez que este, tras ser herido en una tragedia, deja de colocarse en una posición de superioridad respecto de Jane. Aunque el hombre se siente herido en su orgullo, y teme que la mujer lo desprecie al verlo en ese estado, Jane lo calma al asegurarle ese estado de vulnerabilidad le despierta incluso más amor, puesto que ahora pueden sostener una relación más igualitaria. Al final de la historia, Rochester ha ganado en espíritu lo que perdió en fuerza física, la cual lo ataba a la carnalidad y al pecado. Así, los espíritus de la pareja protagonista se unen en una altura similar, consolidando el matrimonio que Jane siempre soñó.