Si bien es un motivo constante a lo largo de toda la producción borgeana, los poemas “El laberinto” y “Laberinto”, ambos incluidos en el poemario Elogio de la sombra, de 1969, tematizan explícitamente el laberinto cretense y resultan, por ello, un excelente complemento a la lectura de “La casa de Asterión”.
En el primero, el yo poético vuelve a coincidir con la figura de Asterión, una voz que reflexiona sobre la interminable extensión del laberinto. La prisión, en este caso, atrapa como una red, en la que los orígenes del Minotauro se vuelven imprecisos: “Zeus no podría desatar las redes/ de piedra que me cercan. He olvidado/ los hombres que antes fui” (1974: 986).
El Minotauro de “El laberinto” anhela nostálgicamente el día en que un Otro lo saque del infierno que es su vida: “Sé que en la sombra hay Otro, cuya suerte/ es fatigar las largas soledades/ que tejen y destejen este Hades/ y ansiar mi sangre y devorar mi muerte” (ídem). La presencia del doble, ese Otro de Asterión que tanto amenaza su existencia, como promete una salida a la laberíntica y monótona soledad, cobra una mayor centralidad, incluso, que en “La casa de Asterión”. Sin embargo, ¿quién es ese Otro? ¿Se trata del otro Asterión, aquel Minotauro imaginario que suaviza, en sus juegos, la eterna soledad del original? ¿O se trata de Teseo, cuya espada tiene como destino librar al mundo del Minotauro y al Minotauro del mundo?
Ciertamente, el poema permite ambas interpretaciones. En todo caso, vale mencionar que el Otro es una figura arquetípica del fantástico, uno de los géneros que más ha alimentado la producción literaria de Borges. Doble amigo e imaginario, o doble enemigo y redentor, la multiplicación de ‘otros’ no es más que una nueva forma en la que lo laberíntico se reproduce en el poema. Sin embargo, en esta ocasión, Asterión desea su llegada: “Nos buscamos los dos. Ojalá fuera/ éste el último día de la espera” (1974: 986).
En el caso de “Laberinto”, la voz poética se dirige a un ‘tú’ que no parece ser Asterión sino, por el contrario, uno de sus tantos sacrificios. Aquí, el foco vuelve a estar en el aspecto del laberinto, un lugar que parece coincidir con el universo infinito en la medida en que no tiene principio, final ni centro: “No habrá nunca una puerta. Estás adentro/ Y el alcázar abarca el universo/ Y no tiene ni anverso ni reverso/ Ni externo muro ni secreto centro” (1974: 987). El propio poema, incluso, presenta repeticiones, bifurcaciones que lo asemejan formalmente a la figura del laberinto: “No esperes que el rigor de tu camino/ Que tercamente se bifurca en otro,/ Que tercamente se bifurca en otro,/ Tendrá fin. Es de hierro tu destino” (ídem).
En este laberinto cuya descripción coincide, al igual que el poema anterior, en presentarlo como una red, aguarda el letal Minotauro. Al igual que con el mito clásico, al no ser Asterión quien toma la palabra, la descripción que sobre él se hace enfatiza su apariencia monstruosa: “No aguardes la embestida/ Del toro que es un hombre y cuya extraña/ Forma plural da horror a la maraña/ De interminable piedra entretejida” (1974: 987).