Resumen
La Poncia y la otra criada hablan sobre la imposibilidad de Bernarda de darse cuenta de lo que está sucediendo con sus hijas. La Poncia cree que la causa del problema es que un hombre tiene mucha fuerza entre mujeres que están solas. Menciona que, el año anterior, Pepe había estado seduciendo a Adela, y ella estaba locamente enamorada. Sin embargo, argumenta La Poncia, ella no debía haberlo provocado, porque “un hombre es un hombre”. Luego dice que la situación ha empeorado y que Martirio es un “pozo de veneno”. Finalmente, La Poncia insiste en que las hermanas no son culpables de lo está sucediendo, sino que lo son las circunstancias en las que viven.
Entonces escuchan ladrar a los perros y entra Adela en enaguas blancas y corpiño. Dice que va a tomar agua y luego se retira. Los perros siguen ladrando con insistencia. Las sirvientas expresan su fatiga y se van dormir. La escena queda casi a oscuras. Un momento después entra María Josefa y tiene entre sus brazos una oveja, a la que le canta una canción. En ella expresa nuevamente su deseo de ir a la orilla del mar y repite “Bernarda, cara de leoparda, / Magdalena, cara de hiena”. Luego sale.
A continuación entra Adela, sigilosa, y sale por la puerta del corral. Detrás de ella entra Martirio, en enaguas, cubriéndose con un mantón negro. Vuelve María Josefa y le dice que la oveja que lleva es su hijo. Entonces da un discurso en el que habla de su cabello blanco, y se compara a ella y a los hijos que tendrá con olas y la espuma de mar, por su blancura. Luego le cuenta que le llevaba chocolate a su vecina. Le dice que Pepe Romano es un gigante y se las devorará porque ellas son “¡Ranas sin lengua!”. Martirio la empuja a la cama y ella se marcha, cantando.
Martirio avanza hacia la puerta del corral y llama a Adela, primero en voz baja y luego en voz alta. Entonces aparece Adela, un poco despeinada. Martirio le exige que se aleje de Pepe y Adela la acusa de celosa. La primera le dice que no puede continuar su relación, y la hermana le responde que apenas está comenzando, que ha “visto la muerte debajo de estos techos” y ha salido a buscar lo que le pertenece. Argumenta que Pepe buscó a Angustias solo por el dinero, pero siempre estuvo enamorado de ella. Martirio concede que Pepe no quiere a Angustias, pero se desespera cuando su hermana le repite que la quiere a ella. No puede soportarlo, y confiesa abierta y dramáticamente que ella también lo quiere.
Adela intenta abrazarla pero Martirio la rechaza, arguyendo que ya no puede verla como hermana. La menor dice que no hay remedio, que Pepe la lleva “a los juncos de la orilla”, y que no le importa tener a todo el pueblo en su contra. Dice también que no le importa que él se case con Angustias, que ella vivirá sola en una casa donde él pueda visitarla cuando tenga ganas. Martirio insiste en que no dejará que eso suceda, y agrega que tiene en su corazón una fuerza tan mala que la ahoga a ella misma. Adela dice que la ve de una forma como nunca la había visto. Entonces se oye un silbido y ella corre a la puerta.
Martirio quiere detenerla y ambas luchan hasta que entra Bernarda, en enaguas y con un mantón negro. Martirio delata que su hermana estuvo con Pepe y su madre se dirige furiosa hacia Adela. Ella la enfrenta y rompe su bastón diciendo que sobre ella no manda nadie más que Pepe. Entonces las otras mujeres entran y ella le declara a Angustias que Pepe le pertenece y que está en el corral. La madre entonces toma su escopeta y sale corriendo. Detrás sale Martirio. Adela intenta salir pero Angustias la sujeta y la insulta. En ese momento suena un disparo.
Entonces Martirio entra diciendo “se acabó Pepe el Romano”, y Adela sale corriendo. Luego, Martirio se desmiente y reconoce que Pepe ha huido en su caballo. Bernarda se culpa por su mala puntería. Magdalena le pregunta a su hermana por qué mintió, y ella afirma que lo hizo para molestar a Adela. Magdalena y La Poncia la critican por eso. Luego se escucha un golpe y la madre y la sirvienta exigen a Adela que abra la puerta de donde está encerrada. La otra criada anuncia que se han levantado los vecinos. Bernarda vuelve a pedirle a su hija en voz baja que abra la puerta y, después de algunos intentos, pide a La Poncia un martillo.
Finalmente, La Poncia abre la puerta, entra y da un grito. Cuando sale, dice: “¡Nunca tengamos ese fin! Bernarda grita y avanza. Luego ordena que descuelguen a su hija, que la lleven a su cuarto y la vistan como si fuera virgen. Repite que su hija ha muerto virgen y exige a sus hijas que no lloren, pues a la muerte hay que mirarla a la cara. Luego grita repitiendo, una y otra vez: “silencio”.
Análisis
El clima de tensión dramática se ha acrecentado. La Poncia le pregunta a la criada: “¿Tú ves este silencio? Pues hay una tormenta en cada cuarto” (102). El silencio es en esta obra, como ya se ha señalado, un indicador del clima de tensión.
Por otro lado, en este diálogo queda expuesto, una vez más, que a los hombres se les permite hacer lo que quieran: “Un hombre es un hombre” (102), señala Bernarda. Es decir, se juzga como condenatorio la actitud de Adela, mientras que se admite y se considera normal el mismo comportamiento por parte del hombre. Luego, el canto de María Josefa vuelve sobre su idea del mar. El mar es símbolo de huída y libertad. A través del lenguaje infantil del canto, María Josefa transmite el anhelo de libertad y la afirmación de la fecundidad. Sus palabras son las únicas en la casa que pueden ser pronunciadas con libertad. La canción retrata un mundo maravilloso que contrasta significativamente con la atmósfera de la casa.
Más tarde, María Josefa inicia su parlamento mencionando la oscuridad de la casa. Aquí se desarrolla la oposición simbólica entre el color negro y el blanco. Ella habla de la blancura de sus cabellos y la de los cabellos que tendrán su hijos: “pelo de nieve”. También dice: “seremos como las olas” y “seremos espuma”, en relación a su blancura. Esta nueva recurrencia al tema del mar muestra, esta vez, un contraste con el color negro del luto. Para reforzar la idea, concluye: “¿Por qué aquí no hay espuma? Aquí no hay más que mantos de luto” (105).
Por otro lado, María Josefa compara a las nietas con “Ranas sin lengua”. Esto es amenazador y profético. La expresión significa que son incapaces de proclamar su amor al rey. Alude a la fábula clásica de Esopo, que cuenta que las ranas no valoraron al rey que Zeus les envió, y por eso el dios les envía otro que se las devora.
Finalmente, estalla el conflicto. En el diálogo entre Martirio y Adela, ambas expresan sus sentimientos abiertamente. Adela está dispuesta a aceptar su condición de amante, es decir, al margen de la ley. Esa actitud no disminuye su rebeldía; al contrario, la acentúa, pues hace caso omiso de las instituciones sociales. Incluso, está decidida a ser el foco de las críticas sociales, algo que en la visión de Bernarda es el peor castigo.
Tras la acusación de Martirio, Bernarda se dirige furiosa hacia Adela, y es entonces cuando se produce el clímax de la obra. La heroína rompe el bastón de su madre. Entonces, por unos instantes, la autoridad de esta se desvanece. Adela actúa consecuentemente con sus palabras: no le teme a nada y su pasión amorosa la ha llevado a “saltar” por encima de la autoridad materna.
Es interesante destacar de esta escena el simbolismo del color del vestuario: las enaguas blancas que tiene Adela son un símbolo de vitalidad que contrasta con el color negro de luto. En oposición a esto, Bernarda y Martirio entran con sus respectivos pañuelos negros.
El final es trágico: Adela se suicida por la intervención malintencionada de Martirio, que le hace creer que Pepe Romano ha muerto. Resulta irónico que Adela, en el diálogo anterior con ella, dice haber huido de la muerte gracias a su relación amorosa con Pepe el Romano: “He visto la muerte debajo de estos techos y he salido a buscar lo que era mío, lo que me pertenecía” (106). Sin embargo, como vemos, ese amor es el que la conduce al suicidio.
Cuando Bernarda le pide a Adela que abra la puerta, argumenta: “No creas que los muros defienden de la vergüenza” (101). Esta metáfora la contradice, pues antes había afirmado, en un diálogo con La Poncia, que si algo deshonroso sucediera, “no traspasaría las paredes” (89). Antes, Bernarda había afirmado que nada vergonzoso que pudiera suceder en la casa traspasaría sus paredes, ya que estaba convencida del resguardo que estas ofrecían para el honor familiar. Sin embargo, ahora, cuando Adela se encierra tras los muros, después de haber puesto de manifiesto su conducta deshonrosa, la madre le dice que los muros no defienden de la vergüenza.
Al final, el orden y la autoridad maternos son restituidos: Bernarda mantiene intactos sus principios. Por un lado, al enterarse de que se están levantando los vecinos, baja la voz, tratando de ocultar nuevamente la realidad. Por otro lado, y con el mismo fin, después de ver a su hija muerta ordena que la vistan como a una doncella, es decir, como si fuera virgen, pese a toda la evidencia en su contra. Las buenas apariencias y la represión vuelven a imperar en la casa. Bernarda prohíbe a sus hijas que lloren, y las obliga a respetar un nuevo luto. La última palabra de Bernarda coincide con su primera palabra en escena: “¡Silencio!”.
Así, la obra tiene un carácter circular: encontramos el tema de la muerte en su apertura y en su cierre. Como al comienzo, Bernarda ordena nuevamente respetar un periodo de luto. Así también, el silencio que impone Bernarda al final de la obra resuena como un eco del silencio inicial, ese "gran silencio" que señala la acotación al inicio del Acto 1.