Resumen
Una mujer y su hija viajan en un desolado vagón de tren hacia un pueblo bananero. Llevan un ramo de flores y visten luto; por la calidad de su vestimenta se deduce que son personas de bajos recursos. El viaje es lento y está envuelto en un halo de misterio; los pueblos se suceden idénticos uno atrás de otro bajo un calor extremadamente agobiante. La mujer y la niña descienden del tren casi a las dos de la tarde, momento en el que el pueblo está sumido en la siesta y, por ende, los locales permanecen cerrados, a excepción de algunos pocos.
Análisis
Publicado por primera vez en 1948 y reunido luego en la colección Los funerales de la Mamá Grande, en 1962, “La siesta del martes” narra la historia de una mujer que, junto a su hija, llega a la hora de la siesta a un pueblo en medio de las interminables plantaciones de bananos, para llevar flores a la tumba de su hijo. Cuando la mujer le pide las llaves del cementerio al cura, el narrador revela que el hijo, Carlos Centeno, fue baleado por una viuda cuando quería entrar a su casa para robarle. En esta primera parte del análisis, nos centraremos en el viaje y en la llegada de la mujer y la hija al pueblo.
“La siesta del martes” está narrado en tercera persona por un narrador que, en un principio, se limita a contar lo que observa. Por medio de una focalización externa, el relato despliega una serie de elementos que sirven para ubicar contextualmente la acción: se trata de una región caribeña cuya principal fuente económica es el monocultivo del banano, los grupos humanos que allí se desarrollan presentan una marcada segregación social, y la protagonista pertenece a la clase más empobrecida y marginada.
Este interés por el contexto en el que se desarrolla el argumento constituye una de las principales riquezas del relato, y pone de manifiesto una característica que recorre toda la obra del autor colombiano. Tal como el escritor cubano Alejo Carpentier sostiene, los escritores latinoamericanos del siglo XX necesitan describir con profusión los contextos en que se inscriben sus historias, puesto que Latinoamérica necesita hallar su lugar en el panorama literario mundial y, para ello, los autores deben “nombrar todo lo que nos define, envuelve y circunda: todo lo que opera con energía de contexto —para situarlo en lo universal” (Carpentier, 1984, p. 27). La obra de Gabriel García Márquez está atravesada por esta voluntad de mostrar y dar a conocer la profunda y compleja realidad de los pueblos del Caribe. El mejor ejemplo de ello se observa en su novela más famosa, Cien años de soledad, donde a través de la creación ficcional de Macondo se despliegan todas las formas de vivir, ser y sentir de un pueblo latinoamercano del siglo XX. En este sentido, y tal como veremos más adelante, hay en “La siesta del martes” una serie de elementos que indican que el cuento transcurre en esta famosa tierra de ficción que es Macondo.
Tal como la comprende Carpentier, la noción de contexto no refiere simplemente a lo que está sucediendo históricamente en torno al hecho narrado, sino a una amplia variedad de dimensiones necesarias para mostrar de forma clara, fehaciente y profunda cómo se vinculan los seres humanos entre ellos y con el lugar que habitan. Así, las dimensiones en que se manifiestan los contextos pueden ser raciales, económicos, ctónicos (folklóricos, en conexión con la tierra que se habita y sus cosmovisiones), políticos, burgueses, culinarios, culturales, ideológicos e incluso climáticos y de iluminación. A lo largo de toda todo el relato, el narrador se concentra en el entramado de contextos que sustentan la acción.
Las primeras frases del cuento ponen ya en evidencia la importancia del contexto económico y climático:
El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvió a sentir la brisa del mar (…). En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, en intempestivos espacios sin sembrar, había oficinas con ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas entre palmeras y rosales polvorientos (p. 95).
Las plantaciones de bananos, las casas idénticas pintadas de color y los pueblos también idénticos que se suceden conforme el tren avanza dan una imagen histórica y cultural que remite a la dependencia económica del monocultivo de bananos y al desarrollo social en torno a dicho sistema: los dueños de la producción ostentan una vida cómoda en grandes y lujosas viviendas -con sillas y mesitas en las terrazas-, mientras que los trabajadores de la tierra se concentran en poblaciones pobres y sin lujos.
Luego, el narrador revela que la protagonista del relato y su hija “eran los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase” (p. 95). Con ello, el autor introduce la problemática de la pobreza y la marginalidad, representadas en esta madre y su hija. Son muchas las referencias que incluye la voz narradora sobre la pobreza de ambas mujeres. En primer lugar, indica que “guardaban un luto riguroso y pobre” (p. 95); luego, describe a la madre, quien parece demasiado vieja para ser la madre de la niña, una observación que indica cómo la dureza de la vida pobre avejenta el aspecto de la mujer más allá de su verdadera edad. Su descripción se completa con otra indicación sobre su trasfondo social y económico: “Tenía la serenidad escrupulosa de la gente acostumbrada a la pobreza” (p. 96).
Todas estas observaciones sirven de vehículo a la denuncia de la desigualdad social que caracteriza toda la obra literaria de García Márquez. “La siesta del martes”, al igual que la mayoría de los relatos del autor, se concentran en personajes marginados, pobres y desposeídos, cuyas formas de vida y su importancia social se rescatan y reivindican. Más adelante, la denuncia social se desplegará en una nueva dimensión cuando se aborde la muerte de Carlos Centeno.
El contexto climático es también de suma importancia para la representación de los modos de vida del Caribe. En este sentido, el calor juega un papel fundamental en el cuento. En el inicio de los acontecimientos, son las once de la mañana, y el narrador indica que el calor todavía no ha comenzado. Una hora más tarde, a las doce, el calor ya es agobiante. Hacia las dos de la tarde, cuando el tren finalmente se detiene en su destino y las dos mujeres descienden, “el pueblo flotaba en el calor” (p. 97). Es la hora de la siesta, y casi todos los habitantes del pueblo están dentro de sus casas, refugiándose del sol aplastante. De esta forma, el relato expresa hasta qué punto el clima ritma la vida de los pueblos del Caribe: entre el mediodía y las cuatro de la tarde, los pueblos se sumen en un sopor sofocante; todas las actividades se detienen y la vida pública se congela. Al llegar madre e hija a la hora de la siesta, encuentran el pueblo sumido en el sopor. Las personas descansan bajo la sombra de los almendros, las casas están cerradas y con las persianas bajas, y nadie les sale al paso en su camino hacia la casa cural.
En estrecha relación con la importancia de los contextos, otro concepto útil para el análisis de “La siesta del martes” es el de cronotopo. Propuesto por Mijail Bajtín en 1975, este concepto (que literalmente significa tiempo-espacio) expresa la conexión intrínseca entre las relaciones temporales y espaciales que se expresan en un determinado texto. En este sentido, el cronotopo propone la comprensión del tiempo y el espacio narrativos como una unidad que aporta sentidos fundamentales al desarrollo y la comprensión de un argumento. En primer lugar, puede observarse un cronotopo general que se presenta en el relato, al que le corresponde un espacio ficticio que puede identificarse con Colombia, ya que está basado en la experiencia del autor de viajar por su país y conocer a fondo su realidad.
Al inicio del relato, el tren avanza por medio de las plantaciones de bananos y se menciona un “corredor de rocas bermejas” (p. 95) que evidencia la proximidad de las montañas. El mar, por su parte, es una presencia distante, pero que se intuye cuando la brisa trae su aroma. A partir de allí, las numerosas paradas del tren en pueblos unos iguales a otros, escondidos en medio de las plantaciones “simétricas e interminables” (p. 95), construyen una sensación de indefinición: como los pueblos son idénticos y las casas están construidas todas sobre un mismo modelo, da lo mismo estar en un lugar o en otro. Así, la acción que se inscribe en dicha espacialidad no importa por su singularidad, sino que queda inscrita en lo universal: la indefinición refuerza la idea de que no importan los protagonistas de los eventos narrados, sino que ellos representan un tipo social: sus penurias no son individuales, son las penurias de todo un pueblo, de toda una clase oprimida y marginada.
La temporalidad que corresponde a este cronotopo también está marcada por la indefinición. Si bien el título del cuento, “La siesta del martes”, contiene una alusión temporal, se trata de una referencia indefinida, en tanto que señala un día que podría ser igual a cualquier otro y que carece de toda exactitud cronológica. Esta indefinición temporal es una constante en la obra de García Márquez: la atemporalidad de sus relatos alarga el tiempo cronológico hasta épocas insospechadas o se detiene en momentos fugaces que se repiten y vuelven sobre sí mismos. Así, la indefinición temporal termina dotando al lugar de un carácter estático y de un aire eterno: estos pueblos perdidos en las selvas y las plantaciones parecen quedar al margen del tiempo cronológico. Además, como un gran número de elementos indiciales a lo largo de todos sus cuentos parece indicar, el escenario de todas las historias de García Márquez es Macondo, ese pueblo-ciudad cuya mitología el autor despliega en profundidad en Cien años de soledad, y que compone la imagen arquetípica de una población caribeña.
Si el primer cronotopo remite a un tiempo y un espacio generales e indefinidos, el segundo refiere a un espacio y un tiempo particulares y precisos: las calles del pueblo a la hora de la siesta. Su imagen no es positiva; se trata de “un pueblo más grande pero más triste que los anteriores” (p.5). Bajo el sol aplastante, el pueblo aparece como un lugar poco acogedor, estático, que no guarda ningún atractivo a los visitantes: “Los almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal se cerraban a las once y no volvían a abrirse hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso” (p.97). Este cronotopo pone en evidencia el ritmo de vida de los pueblos del Caribe. Tal como hemos señalado anteriormente, la hora de la siesta es un tiempo muerto. El calor de las regiones caribeñas hace imposible realizar actividades bajo el sol entre el mediodía y el fin de la tarde, y este sopor en el que se sumen los pueblos durante dicho momento se convierte en un rasgo cultural característico: la hora de la siesta no puede disociarse de la identidad de las poblaciones de la América caribeña.