Resumen
La narración regresa al plano narrativo principal. El sacerdote le entrega la llave del cementerio a la madre, le hace firmar un libro y le pregunta si nunca intentó corregir el camino de su hijo. Ante esto, la madre explica que su hijo era bueno, que no robaba nada que dejara sin comida a la gente, y que antes se dedicaba al boxeo para conseguir dinero, aunque eso le valía muchas lesiones. Finalmente, el somnoliento sacerdote les explica que a la vuelta del cementerio solo deben pasar la llave por debajo de la puerta y dejar alguna limosna, si pueden. Sin embargo, al abrir la puerta, el padre se encuentra con un espectáculo insólito para la hora de la siesta: varios grupos de personas esperan fuera de la iglesia, bajo la sombra de los árboles, esperando la salida de la madre del ladrón. El sacerdote les sugiere a la mujer y a la niña que esperen un minuto antes de salir, mientras que su hermana les advierte que la gente también se ha reunido en la parte de atrás de la casa cural, por lo que es imposible salir por allí sin llamar la atención. La madre, sin embargo, no tiene en cuenta los consejos del cura, toma la mano de su hija, agradece y sale a la calle.
Análisis
El final del cuento presenta la confrontación abierta entre la madre y el cura. En función de este conflicto, es posible identificar tres clases de personajes: el acusador, el defensor y el ayudante. El personaje defensor es la madre de Carlos Centeno, quien trata de justificar, al final del relato, el accionar de su hijo. El acusador es el sacerdote, quien culpa a la madre por la supuesta conducta criminal del hijo y se arroga para sí la posición de representante de la moral del pueblo. Aunque el cura no puede negarse al pedido de la madre (visitar la tumba de Carlos Centeno), sí puede oponer resistencias y reprobar la situación. Finalmente, dos personajes cumplen el rol de ayudantes: por un lado, la madre es acompañada por su hija, quien interviene en el debate y contribuye a la defensa de su hermano; por el otro, la hermana del cura también se opone a la madre y, desde el principio, trata de generar obstáculos en su camino: primero no quiere despertar al cura, luego le insiste en que vuelva en otro momento y, finalmente, le pide a la madre que no salga a la calle, puesto que todo el pueblo se ha reunido para observarla.
A su vez, podría considerarse a todo el pueblo como un elemento de oposición ante la defensora. Cuando madre e hija llegan, todas las actividades públicas están paralizadas por el intenso calor de la siesta, lo que implica un primer obstáculo que las dos mujeres deben superar: en ese momento, lograr que el cura las reciba puede ser toda una proeza. Al final del relato, el pueblo vuelve a entrar en acción: las personas se apiñan alrededor de la casa cural y esperan que la madre salga. Aunque al lector nunca se le explicita cuáles son las intenciones de aquellas personas, tanto el cura como su hermana le piden a la recién llegada que no se exponga y espere dentro hasta que la muchedumbre se disperse. Estas advertencias son imprecisas, y es imposible saber si lo que desea el cura es evitar a la mujer el repudio verbal del pueblo, o si la situación puede escalar en violencia física. A pesar de todo ello, la madre decide salir a la calle y enfrentar a todo el pueblo si es necesario, con tal de rendir homenaje a su hijo. La actitud vuelve a denotar la fuerza y la resolución de la pobre mujer, quien no se deja intimidar por nadie y avanza hacia su objetivo.
El diálogo entre el cura y la madre de Carlos presenta un conflicto que va más allá de la penuria económica de la familia, y propone la reflexión sobre la relatividad de los valores morales:
—¿Nunca trató de hacerlo entrar por el buen camino?
La mujer contestó cuando acabó de firmar.
—Era un hombre muy bueno.
El sacerdote miró alternativamente a la mujer y a la niña y comprobó con una especie de piadoso estupor que no estaban a punto de llorar. La mujer continuó inalterable:
—Yo le decía que nunca robara nada que le hiciera falta a alguien para comer, y él me hacía caso. En cambio, antes, cuando boxeaba, pasaba hasta tres días en la cama postrado por los golpes.
—Se tuvo que sacar todos los dientes —intervino la niña.
—Así es —confirmó la mujer—. Cada bocado que me comía en ese tiempo me sabía a los porrazos que le daban a mi hijo los sábados en la noche (p. 100).
Este intercambio encierra una profunda filosofía social. El sacerdote considera que Carlos Centeno es un hombre de baja conducta, y que sus actos son reprobables. Su madre lo defiende a través de su propia moral: para ella, robar es malo si produce necesidad en el damnificado. Por eso le aconsejaba a su hijo que nunca robara algo que le hiciera falta para comer a otra persona. Desde esta perspectiva, el robo por necesidad a personas ricas no constituye una falta. Las palabras de la madre, aunque no lo dicen explícitamente, dejan entrever que Carlos Centeno solo robaba a los ricos cuando el hambre lo atormentaba, a él o a su familia. Por todo ello, se comprende que la situación en la que Carlos muere no significa para la madre un robo, en el sentido que ella otorga a dicha acción, y, en consecuencia, su hijo no es un ladrón. Para la madre, entonces, los valores morales se determinan en función de un hecho social, y es el hecho social lo que justifica o condena las acciones humanas en un momento dado.
El cura, por su parte, representa la iglesia como guía espiritual, y su discurso pone de manifiesto el concepto religioso de que la desigualdad entre pobres y ricos es natural. La dureza de sus palabras y la forma en que trata a la madre de Carlos demuestran que, para él, la pobreza es el resultado de una vida sin moral. De forma indirecta, cuando le pregunta a la madre: “¿Nunca trató de hacerlo entrar por el buen camino?” (p. 100), le está dando a entender que la muerte de Carlos es culpa de ella, ya que no lo ha educado bien. Todo este discurso, en definitiva, vehiculiza la idea de que el pobre es pobre porque no ha sido educado o no se esfuerza, lo que evidencia una mirada simplista sobre el funcionamiento de la sociedad.
En resumidas cuentas, para la madre de Carlos Centeno, lo malo no es robar, sino a quién o para qué o qué se roba. Por el contrario, el cura protege a Rebeca, la viuda que mató a Carlos sin siquiera conocer realmente los motivos que habían llevado al hombre a mirar por la cerradura de la puerta de entrada a su casa. Desde la moral religiosa representada por el cura, la viuda actuó adecuadamente para defender su patrimonio y su integridad, y Carlos no es más que un pobre sujeto desviado del camino de la rectitud y el bien.
Como hemos dicho, el relato finaliza con una elipsis literaria: todo el cuento prepara el lector para un acontecimiento que no es narrado. La voz narradora se encarga de construir paulatinamente una gran tensión que llega a su clímax pero no se desborda: justo antes, el cuento termina y queda en manos del lector llenar el vacío. Cabe entonces preguntarse: ¿Qué pasa con madre e hija cuando salen a la calle y se encuentran cara a cara con los habitantes del pueblo? Aunque mucho se pueda especular, no hay en el relato indicios claros de lo que sucede después, por lo que la resolución del conflicto queda librada a la interpretación de los lectores. Con ello, es en todo lo que el narrador calla donde el texto logra su mayor elocuencia. Y es este procedimiento el que convierte a “La siesta de los martes” en una exquisita muestra de la maestría narrativa de García Márquez.