“Frente a ellos, se apelotonaba una cola en el control y surgía un murmullo de voces en el cual el nombre de Nana se percibía con la vivacidad cantante de sus dos sílabas. Los hombres que se situaban ante los carteles lo pronunciaban en voz alta, otros lo lanzaban de paso, en un tono que era una pregunta, y las mujeres, intrigadas y sonrientes, lo repetían suavemente y con gesto de sorpresa. Nadie conocía a Nana. ¿De dónde había salido?”.
Al comienzo de la novela, en el interior del teatro, los espectadores aguardan la llegada de Nana, quien constituye una novedad para el lugar y se presentará, actuando, esa misma noche.
Desde un comienzo, podemos notar cómo el personaje principal de la novela genera una serie de inquietudes e hipótesis en torno a su identidad, su procedencia así como el gran interés que parece generar en todos los que mencionan su nombre.
“La condesa Sabine, como acostumbraban llamar a la señora Muffat de Beuville para distinguirla de la madre del conde, muerta el año anterior, recibía todos los martes en su casa de la calle Miromesnil, en la esquina de la Penthièvre. Era un gran edificio cuadrado, habitado por los Muffat desde hacía más de cien años; la fachada, alta y negra, parecía dormir en una melancolía de convento, con inmensas persianas que permanecían casi siempre cerradas; por detrás, en un trozo de jardín húmedo, habían crecido unos árboles que buscaban el sol, muy delgados y tan largos que se veían sus ramas por encima de las tejas”.
En las primeras líneas del capítulo III, el narrador introduce el personaje de la condesa Sabine, esposa del conde de Muffat. Más adelante sabremos que Nana es amante de Muffat, y que la misma Sabine tendrá por su parte un amante (Fauchery), del que en principio Muffat no está enterado.
En esta ocasión se describe el espacio en que viven, herencia de la familia del conde, y se menciona el hecho de que Sabine recibe a las personas que quieran concurrir y socializar entre sí, con cenas abundantes y presencia de conversaciones sagaces y divertidas.
“De nuevo reinó una paz sorda en el saloncillo de artistas, como si estuviese a cien leguas de aquella sala donde aplaudía la muchedumbre. Simonne y Clarisse continuaban halando de Nana. Una que no se daba prisa. Todavía la noche anterior había retrasado su entrada en escena”.
Nuevamente en el teatro, encontramos a los espectadores aguardando la entrada de Nana en escena. Pareciera que es costumbre suya hacerse rogar un poco, generando mayor interés y curiosidad en su público.
“No veía nada; solo pensaba en Nana. ¿Por qué acababa de mentirle una vez más? Aquella mañana le había escrito para que no la molestase por la noche, pretextando que Louiset estaba enfermo y que ella pasaría la noche en casa de su tía, cuidándolo. Pero él, recelando, se había presentado en su casa y por el portero supo que precisamente la señora acababa de salir para su teatro. Esto le asombraba, porque ella no trabajaba en la nueva obra. ¿Por qué, pues, aquella mentira, y qué podía hacer ella en el Variétés aquella noche?”.
El conde Muffat se encuentra cavilando acerca de la naturaleza engañosa de su amante, Nana. Esta mujer tiene la costumbre de frecuentar e intimar a más de un hombre a la vez. Sin embargo, el conde no lo sabe, y aunque él mismo se encuentra engañando a su esposa, no le gustaría ser a su vez engañado por Nana.
“Antes de aceptar el papel de Géraldine, que le ofrecían, Nana quiso ver la obra, porque aún dudaba si interpretar un papel de buscona. Ella soñaba con un papel de mujer honrada. Estaba oculta en la sombra de un palco con Labordette, quien le ofreció su mediación con Bordenave. Facuhery la buscó con la mirada y luego puso de nuevo su atención en el ensayo”.
En esta ocasión, observamos una suerte de compleja contradicción interna del personaje de Nana. Aunque en su vida cotidiana suele precisamente tener un rol de “buscona”, en el sentido de ser mujer de varios amantes, sin importarle si estos están casados o no, anhela representar un papel totalmente contrario en el teatro de Bordenave. Intenta, mediante Labordette, conseguir que su anhelo se haga realidad.
“Sin embargo, Nana meneaba la cabeza; sin duda no hacía mal a nadie, incluso llevaba una medalla de la Virgen, que le enseñó, colgaba de un hilo rojo entre los senos; sólo que todo estaba regulado con antelación, y todas las mujeres que no estaban casadas y se veían con hombres, iban al infierno. Recordaba párrafos de su catecismo. ¡Ah!, si se supiese con certeza, pero no, nada se sabía, nadie aportaba noticias, y era cierto; sería estúpido enfadarse si los sacerdotes decían tonterías. No obstante, ella besaba devotamente su medalla, aún tibia por su piel, como una conjuración contra la muerte, cuya idea la llenaba de un horror frío”.
Llegando casi al final de la historia, Nana vuelve a mostrarnos sus dudas internas acerca de su propio proceder promiscuo. Creyente en la religión católica, se pregunta si su comportamiento la llevará o no al infierno, según se dice en la Iglesia. Sin embargo, no se decide: por un lado, piensa que no debe condicionarse por lo que digan los sacerdotes; por el otro, igualmente besa su medalla de la Virgen, como pidiendo que no sea cierto.
“[…] Cuando supo que Nana estaba arriba, enferma, dijo, afectando sentimiento: —Pobre muchacha… Voy a estrecharle la mano. ¿Qué tiene? —La viruela —respondió Mignon”.
En el último capítulo observamos la hipocresía de los personajes a través del comentario de Fontan, a quien no le conmueve verdaderamente la enfermedad de Nana, pero asimismo finge un sentimiento de pena.