En una playa, un grupo de niños encuentra el cuerpo de un hombre ahogado. En un principio, cuando lo divisan a lo lejos, lo confunden con una ballena o un barco. Pero, una vez en la playa, juegan con el descubrimiento, enterrándolo y desenterrándolo. Más tarde, un adulto descubre el cuerpo y avisa a otros vecinos del pueblo. Al ser pocos habitantes los que residen allí, se miran unos a otros y se dan cuenta de que el ahogado no es de los suyos, de forma tal que se van a visitar otros pueblos para, de esta manera, averiguar de quién es el cuerpo. Mientras tanto, las mujeres limpian el cadáver y lo visten con ropa nueva que cosen especialmente para él.
Las mujeres admiran la figura de tamaño descomunal del ahogado y su belleza. Todas piensan que, de haber vivido en el pueblo, aquel hombre hubiera sido el mejor de todos. La más vieja de las mujeres dice que el ahogado “tiene cara de llamarse Esteban” (p.50), y las demás le dan la razón. Un poco más tarde, cuando terminan de coserle su nueva ropa, ven que nada puede quedarle bien a un hombre de ese tamaño. Además, por su peso y porte, tienen que “resignarse a dejarlo tirado por los suelos” (p.50), ya que no cabe en ninguna mesa.
Cuando los hombres regresan, con la noticia de que el ahogado tampoco pertenece a ningún pueblo vecino, las mujeres se alegran, puesto que el ahogado, de alguna manera, ahora les pertenece. Los hombres, en cambio, están agotados por el viaje, y no desean más que deshacerse del cuerpo. Se preparan para llevarlo hasta los acantilados y arrojarlo de vuelta al mar, pero las mujeres intentan evitarlo; le quitan al ahogado el pañuelo que le cubre la cara, y los hombres se quedan sin aliento al ver su hermosura. La cara de Esteban parece hablar, y decir lo avergonzado que está de hacerles pasar este rato a los vecinos del pueblo.
Los hombres se estremecen y le preparan un gran funeral. Las mujeres buscan flores en otros pueblos y regresan con otras mujeres que, a su vez, traen más flores. Es tanta la gente que se reúne en su funeral, y tanta la gente que llora, que se escucha a lo lejos. Los “marineros que oyeron el llanto a la distancia perdieron la certeza del rumbo” (p.53), dice el narrador.
Durante la procesión en la que lanzan de nuevo a Esteban al mar, los hombres y mujeres del pueblo se dan cuenta de “la desolación de sus calles, la aridez de sus partidos, la estrechez de sus sueños” (p.54), y deciden que van a pintar las paredes y a sembrar flores en los acantilados, para que cualquiera que pase por ahí sepa que aquel es “el pueblo de Esteban” (p.54).