“Sin querer, K. sostuvo con Franz un diálogo de miradas, pero al fin dio un golpe sobre sus papeles y dijo: «Aquí están mis documentos». «¿Qué nos importan sus documentos? —exclamó el vigilante alto—. Usted se comporta peor que un niño”.
El día que a K. le informan sobre su arresto, en su propia habitación, trata de obtener explicaciones de sus vigilantes. Les pregunta acerca de los fundamentos del arresto, les solicita la orden de arresto. Los vigilantes se niegan a dar explicaciones, sus tonos imperativos y su manera de dirigirse parecen suficientes para privar a K. de su libertad.
Esta cita muestra el momento donde K. se encuentra por primera vez —de muchas otras— forzado a entender que ningún documento ni papel jurídico tienen validez ni peso alguno en el desarrollo de su proceso.
“Su pregunta, señor juez, de si yo soy pintor de brocha gorda —mejor dicho, usted no preguntó, sino que sin más ni más lo aseveró— guarda relación con el estilo de este proceso instruido contra mí. […] Uno no puede sino sentir lástima o pasarlo totalmente por alto. Yo no digo que sea un procedimiento chapucero, solo quiero ofrecerle esta expresión por si quiere servirse de ella para una autocrítica”.
En su primer interrogatorio frente al juez, K. se siente con aires de razón y con la desesperación de manifestar lo injusto que cada instancia del procedimiento le ha parecido, desde el arresto hasta el interrogatorio. Este temple lo lleva a adoptar una actitud altanera frente al magistrado y el auditorio.
Posteriormente, K. se va enterando de diversas maneras que esta actitud ha disminuido considerablemente sus posibilidades de ser absuelto.
“¿Se puede llamar a esto justicia? Nosotros dos —en especial, yo— durante mucho tiempo hemos acumulado méritos como vigilantes —usted mismo podrá confirmar que, desde el punto de vista de la autoridad, hemos vigilado bien— teníamos buenas perspectivas de ascender y seguramente pronto habríamos sido azotadores como éste, que simplemente tuvo la suerte de que nadie le denunciara, porque semejante denuncia se produce muy rara vez. Y ahora, señor, todo se echó a perder, nuestra carrera se acabó, tendremos que hacer trabajos mucho más miserables que el de vigilantes y, encima, recibimos ahora esta horrible paliza”.
K. encuentra misteriosamente, en un cuarto poco usado de la casa donde vive, a tres hombres en una situación extraña y cruel. Los dos vigilantes que lo habían arrestado tiempo atrás estaban siendo azotados por un funcionario azotador.
En la cita se puede encontrar la reflexión de uno de los vigilantes durante su castigo, recibiendo golpes con la férula del azotador. El fragmento muestra dos elementos importantes de la novela.
Por un lado, una vez más la narración coloca a K. en una posición de culpabilidad. La razón por la que sus vigilantes son azotados es que K. se quejó de ellos fuertemente durante su primer interrogatorio.
Por otro lado, esta situación de castigo a sus vigilantes lleva a K. a comprender la cruel lógica de funcionamiento del sistema judicial: cada funcionario cumple con su deber y cada uno puede recibir un castigo si no lo cumple a rajatabla.
“Una vez que tenga suficientes firmas de jueces, voy con el certificado al juez que entiende en su proceso. Posiblemente consiga la firma de él. Entonces todo irá más rápido que de costumbre. Por regla general, casi no hay obstáculos. […] Ya no hace falta mucho más. Con las firmas estampadas en el certificado, el juez dispone del aval de cierto número de jueces. Lo puede absolver sin escrúpulos y, después de cumplidas algunas formalidades, lo hará sin duda, con el fin de complacerme a mí y a otras amistades. Y usted sale del tribunal y queda libre”.
K. había ido a solicitar ayuda al pintor, un influyente artista y amigo de muchos jueces. En la cita, el pintor le explica en detalle a K. en qué consiste el procedimiento mediante el cual él puede conseguir un resultado favorable en su proceso.
La explicación es una desopilante confirmación del modo en que los jueces dictan sus sentencias, completamente guiados por las influencias de sus amistades.
“K. no acertó a comprender cómo el abogado podía concebir que pudiera retenerle mediante semejante espectáculo. Casi degradaba al espectador. Está claro que los métodos del abogado, a los que K. afortunadamente no había estado expuesto el tiempo suficiente, tenían por efecto que el cliente se olvidara del mundo entero y se convenciera de que solo por este camino laberíntico le sea dado arrastrarse hacia el final del proceso. Esto ya no era un cliente, era el perro del abogado. Si este le hubiera ordenado meterse debajo de la cama como si fuera la perrera y que ladrase desde ahí, lo habría hecho encantado”.
K. había decidido despedir a su abogado —influyente personalidad y amigo de su tío, Albert K.—. Luego de tomar coraje para comunicarle la decisión, K. recibe una demostración de poder por parte del abogado. Esta demostración consiste en humillar con displicencia a su otro cliente, el comerciante Block, frente a K. La escena es desopilante y cruel.
Previamente, el abogado había manifestado a K. que el mensaje que quiere transmitirle es que el trato que K. ha recibido por parte de él es excepcionalmente amable y atento, comparado con lo que normalmente acostumbran los abogados con sus clientes.
Sin embargo, K. estaba convencido de que el abogado no lo estaba ayudando a defenderse realmente, sino que sus demoras y falta de interés podían ser incluso un obstáculo para erigir su defensa ante el tribunal. Pese a la demostración de poder, el abogado ya había sido notificado de su despido por parte de K.
“El hombre libre está siempre por encima del encadenado, y el hombre, sin duda, está libre pues puede ir adonde quiera. Solo la entrada a la ley le está vedada, y esto a través de un solo individuo, el guardián. Si él se sienta toda la vida sobre el banquito junto a la puerta, lo hace por su propia voluntad”.
El sacerdote, que manifiesta ser también el capellán de la cárcel, dialoga con K. dentro de la catedral y lo instruye respecto del significado de la ley, con una parábola presente en la introducción a la misma.
La parábola trata de un hombre que llega a la puerta de la ley, pero que se topa con el guardián de esa puerta, con quien establece un diálogo. Así, se convence de que no puede vencer al guardián, y decide esperar durante muchos años a que llegue el momento en que lo dejen ingresar a la ley a través de la puerta.
K. interpreta mal algunos detalles de esta significativa parábola. La cita muestra uno de esos detalles, que el sacerdote interpreta correctamente, para que K. pueda comprenderlo: precisamente, la ley no obliga al hombre a esperar a que lo dejen pasar por la puerta, sino que él decide hacerlo por voluntad propia.
“Su vista recayó en el último piso de la casa que estaba junto a la cantera. Bruscamente se abrieron las dos hojas de una ventana. Un hombre que a estas alturas parecía flaco y enclenque, sacó medio cuerpo fuera de la ventana y extendió sus brazos hacia el vacío. ¿Quién era? ¿Un amigo? ¿Una buena persona? ¿Alguien que sentía compasión? ¿Alguien que quería ayudar? ¿Era uno solo? ¿Eran todos? ¿Aún era posible una ayuda? ¿Podría aún haber objeciones que no se habían esgrimido? Con toda seguridad, las había. La lógica de las cosas es inquebrantable, pero a un hombre que quiere vivir no se le resiste. ¿Dónde estaba el juez, al que nunca había visto? ¿Dónde estaba el tribunal supremo, al que nunca había llegado?”.
En el momento final de la novela, la narración presenta a K. sufriendo las mismas inquietudes que al inicio. Estas inquietudes, dudas, pensamientos han adquirido diversos matices, emociones y sentidos a lo largo de la narración, que en el momento final adquieren una profundidad mucho mayor. Instantes antes de su muerte, K. sigue pensando que algo más podría hacerse para salvar su proceso y su propia vida.