Josef K., empleado como alto funcionario de uno de los bancos más importantes de la ciudad, se despierta una mañana con la visita inesperada de dos hombres desconocidos para él, cuyo trabajo es informarle que está detenido. Ninguno puede añadir otra información, sobre todo el motivo de la detención. De hecho, K. no es llevado a la cárcel, sino que, según el procedimiento de investigación, puede seguir llevando su vida con normalidad, incluso yendo a trabajar.
Creyéndose víctima de un malentendido, K. intenta aclarar que no tiene nada que ver con el asunto: la oportunidad se presenta cuando es citado para el primer interrogatorio, que tiene lugar en el ático de un edificio desolado en las afueras de la ciudad. Ante una sala abarrotada y el juez de instrucción, K. comienza una arenga de defensa que despotrica contra la burocracia de los tribunales, los métodos de quienes comunican la detención (los dos hombres que se habían presentado a Josef habían intentado engañarle con su ropa interior para revenderla) y de los propios jueces, que tratan los casos con superficialidad. El discurso de la defensa termina en nada: el protagonista sale del tribunal sin saber el motivo de la acusación y sin que el proceso contra él haya mejorado.
Tiempo después, Josef recibe la visita de su tío, que se ha enterado del juicio. El tío, hombre de experiencia, reprocha a su sobrino el estado en que lo encuentra: impresionado por el sinsentido de la maquinaria burocrática, de hecho, Josef casi se había resignado al juicio hasta el punto de no parecer especialmente preocupado por él. Inmediatamente, su tío lo lleva a casa de un viejo amigo suyo, el abogado Huld, seguro de que puede serle de ayuda. Durante la conversación con el anciano y enfermo, que decide, a pesar de todo, aceptar el caso, Josef parece tener poco interés en el asunto que le concierne, mientras que la enfermera personal del abogado, Lena, con la que mantiene un breve flirteo, atrae su atención.
A pesar de los esfuerzos del abogado, que explica a Josef la dificultad de preparar una defensa en juicios de ese tipo, en los que se desconoce la acusación, el joven protagonista decide retirar su mandato, cansado del estancamiento del juicio. Imbuido por los consejos de un cliente de su banco, Josef conoce a Titorelli, el pintor oficial de la corte, que se encarga de hacer los retratos de los jueces, con los que tiene buenas relaciones. Titorelli, que tiene una gran experiencia en juicios, le explica a Josef cuáles son las tres únicas posibilidades: la absolución real (muy poco probable), la absolución provisional (que, sin embargo, puede ser anulada en cualquier momento, con lo que se reabre el juicio) y el aplazamiento (considerado la mejor opción por el pintor, ya que permitiría al acusado vivir con relativa tranquilidad, al menos durante los primeros días).
En las tres posibilidades, la idea de que Josef sea absuelto queda así casi completamente descartada. Angustiado y aniquilado por la imposibilidad de enfrentarse a la inmensa e insensata maquinaria burocrática, se acerca para Josef el final del juicio y de su propia existencia: condenado a muerte por el tribunal, el joven es conducido por dos funcionarios a una cantera, donde es herido mortalmente en el corazón por un cuchillo.