El mercado de La Línea
La descripción detallada del mercado de La Línea en el Capítulo II está repleta de imágenes visuales, olfativas y auditivas. El mercado está dispuesto a lo largo de las vías del ferrocarril y es un espacio de tumulto, lleno de gente apretada, abigarrada en pequeños pasillos donde se ubican múltiples puestos. El texto enumera la extensa lista de productos que se venden allí. Todos los movimientos son veloces y caóticos:
La línea del ferrocarril era calle activa del mercado y sobre los rieles había puestos de vendedores de limones, flores, lechugas, jaulitas de cuyes, pequeños cajones de cartón llenos de pollos vivos. Decenas de restaurantes se cobijaban en el laberinto techado. Allí tomaban el almuerzo-desayuno miles de gentes. Cerca del mediodía chillaban de contento, se atrevían a salir algunas ratas; perros mostrencos las perseguían gimiendo, alborotados. No las cazaban jamás; agitando el rabo, echados, los perros olían los huecos, las grietas del suelo. Los compradores se empujaban en los pasadizos; los dueños de los comedores les retorcían el pescuezo a las gallinas, haciéndolas girar en el aire, mientras charlaban. A excremento, a frutas, a sudor, a yerbas medicinales, olía la parte techada del mercado. (83-84)
La descripción del laberíntico mercado crea un retrato muy potente y lleno de imágenes: los sonidos de los animales que chillan y gimen se completan con los olores que emanan los productos de los puestos. A su vez, la presencia del tren, compuesto por vagones oxidados y despintados, marca el ritmo de la escena auditiva:
Cuando Moncada llegó a la gran reja de la estación, el mercado releaba. Un pito de locomotora llegó desde el confín de la calle. [...] La locomotora llegó al mercado piteando a cada instante; el maquinista, con medio cuerpo afuera, manejaba el tren, despacio; arrastraba varios coches viejísimos, descoloridos y carcomidos. El último vagón trituró una jaula de cuyes y un gallo de piernas peladas, rojísimas, que llegó corriendo de la sombra de los comedores. (84)
El mercado es un espacio de mezcla, de caos, y justamente por ese motivo es un paisaje especialmente descrito en la producción de Arguedas.
La vestimenta de Don Diego, el visitante
El hombre que visita la fábrica Nautilus Fishing enviado por Braschi como supervisor es un sujeto extraño, extravagante y excéntrico. A lo largo del recorrido que hace junto a Rincón Jaramillo va exhibiendo una identidad múltiple: su castellano tiene marcas de las lenguas andinas (por ejemplo, dice que Braschi "es su patronazo de usted"), pero se viste a la moda europea. Su vestimenta es relevante desde que este personaje aparece por primera vez. Lleva una chaqueta con botones dorados y una gorra gris jaspeada que también usan muchos indios como primer signo de "civilización" (122). Por eso Jaramillo cree que ha estado en el extranjero, pero Diego responde que no es necesario haber estado afuera del país para vestir a la moda europea o norteamericana.
Un poco más delante, siguen conversando, y Ángel observa cómo una luz jaspeada se proyecta sobre la ropa de don Diego, y compara su movimiento con el de los gusanos afelpados que ha visto en la selva. El dorado de los botones le llama mucho la atención, la gorra también. La imagen visual enfocada en esos dos elementos de la vestimenta de don Diego se va expandiendo a lo largo de todo el capítulo.
Y finalmente cuando bailan la "yunsa" esos elementos se transforman:
Recordó y recordando, muy claramente ya, miró al visitante: su gorro se había convertido en lana de oro cuyos hilos revolvían en el aire; los zapatos, en sandalias transparentes de color azul; la leva llena de espejos pequeños en forma de estrella; los bigotes, en espinos cristalinos en las puntas, muy semejantes al del anku kichka, árbol carnoso que no crece jamás en la costa y que defiende con esas púas, sus rojas flores de sépalos lanudos, blancos como la escarcha. Él, don Ángel, cajabambino de nacimiento e infancia, limeño habituado, recordó en ese instante que los picaflores verde tornasol danzaban sobre esas corolas, largo rato; danzaban felices mientras él, hijo espurio, negado, miraba el temblar del pajarito, con lágrimas en los ojos. Siguió cantando don Ángel, repitiendo palabra a palabra la letra fiel de la 'yunsa'. (159)
Ese punto de auge de la transformación que provoca la "yunsa", como un viaje ancestral hacia las costumbres andinas, está creado por una serie de imágenes visuales: la descripción se detiene en los colores, los brillos, los reflejos. Es un fragmento muy mágico que corta la escena más realista de los hombres que recorren la fábrica. Después de compartir un caldito de pescado con los obreros, el gorro del bailarín vuelve, gradualmente a ser gris: pasa del rojo al morado, al verde, al amarillo y al blanco (175). Así, la cadena de imágenes visuales en torno a la vestimenta de don Diego recorre todo el capítulo.
La flema con carbón de Esteban de la Cruz
Otra imagen visual muy potente en la narración es la de los escupitajos de flema intoxicada de carbón que salen de los pulmones de Esteban de la Cruz:
Don Esteban se arrodilló, extendió el periódico sobre la basura en pudrición y las moscas azules que danzaban sobre ella; se arrodilló calmadamente, empezó a toser y arrojó un esputo casi completamente negro. En la superficie de la flema el polvo de carbón intensificaba a la luz su aciago color, parecía como aprisionado, se movía, pretendía desprenderse de la flema en que estaba fundido. Don Esteban tosía casi a ritmo [...] El pecho del hombrecito roncaba como la cuerda de un wankarcaja reseco y destemplado, es decir, del gran tambor que tocan los indios del Ancash, su región nativa. Sí, a don Esteban le daba coraje ese ronquido de su pobre y chiquito pecho. (185)
La negrura del carbón flotando entre la mucosidad es una imagen que se repite varias veces en el relato y hasta se la compara con una corona de luto. Pero, además, toda la escena está construida por imágenes visuales que retoman la idea de lo enfermo, lo putrefacto, lo contaminado: los residuos de productos del mercado que se pudren y las moscas azuladas que rodean esos residuos, la textura y el espesor de la flema. A su vez, la tos del enfermo es rítmica, golpetea como un tambor y produce una vibración como de ronquido; así los espasmos de Esteban están también descritos mediante imágenes auditivas.
El humo que emana de las fábricas
El humo de las fábricas es una presencia constante que inunda toda la ciudad. A lo largo de toda la narración encontramos menciones a este humo rosado que emanan las chimeneas de las fábricas de aceite y harina de anchoveta. El paisaje de fondo de muchas escenas está cargado de este humo descrito a través de varias imágenes visuales y olfativas. Sin embargo, la percepción de ese humo varía mucho según el punto de vista, la ubicación y las ideas de cada personaje.
Para los trabajadores del puerto, es desagradable, huele mal; se relaciona con los desperdicios, la contaminación del agua y la voracidad de las industrias:
La fetidez del mar despezaba el olor denso del humo de las calderas en que millones de anchovetas se desarticulaban, se fundían, exhalaban ese olor como alimenticio, mientras hervían y sudaban aceite. El olor de los desperdicios, de la sangre, de las pequeñas entrañas pisoteadas en las bolicheras y lanzadas sobre el mar a manguerazos, y el olor del agua que borboteaba de las fábricas a la playa hacía brotar de la arena gusanos gelatinosos; esa fetidez avanzaba a ras del suelo y elevándose. (59)
El humo también acompaña a las prostitutas chuchumecas que vuelven a sus casas después de trabajar en el corral: "Humo denso, algo llameante, flameaba desde las chimeneas de las fábricas y otro, más alto y con luz rosada, desde la fundición de acero. No alcanzaba al cerro la pestilencia del mar" (65). A medida que se alejan del puerto (abajo) y suben la montaña (arriba), el humo es visible, pero ya no las alcanza el olor desagradable. La montaña protege a estas serranas.
Don Ángel Rincón Jaramillo, por su parte, le cuenta al visitante que vive en una zona donde la pestilencia del humo no es un problema, al igual que los ejecutivos de Chimbote. Por su parte, el joven maestro que come con los sacerdotes antes del que el padre Cardozo reciba a Bazalar, don Cecilio y Maxwell, observa el humo rosado desde lejos y lo ve como un símbolo de esperanza, ya que cree que la industrialización salvará al Perú. Los sacerdotes, por su parte, consideran que esa idea del maestro es muy inocente.