Resumen
Capítulo 10
En la casa de los Cabral aparece Lucinda, la prima de Urania. Las dos mujeres se abrazan, cariñosas. Lucinda le recrimina haber desaparecido durante esos treinta y cinco años sin jamás haber respondido ni una de sus postales o cartas. También le comenta que Agustín sufrió mucho su ausencia. Si bien Urania le dice que las extrañó mucho, sabe que internamente huyó para olvidarse de todo. Lucinda le comenta que poquito tiempo después de su partida murió Trujillo y, con su desaparición, echaron de la empresa a su padre, quien estuvo en el ojo de la tormenta con juicios y acusaciones. Finalmente, no pudieron probarle nada.
Las primas conversan sobre sus vidas; Lucinda le comenta que está casada y tiene dos hijas. Le pregunta a Urania por sus secretos y vicios. Ella miente: dice tener un amante, un hombre mayor. Recuerda sus años en Adrian, Massachussets, antes de ingresar a Harvard: vivía abocada al estudio pero vivía al fin, algo que nunca pensó que iba a lograr. Interrumpe sus pensamientos para preguntarle a su prima si es cierto que su padre fue preso por decisión de Johnny Abbes luego de la muerte de Trujillo. Lucinda afirma que así fue, aunque finalmente se probó que no estaba involucrado en el complot que asesinó al Benefactor. Urania, burlona, comenta que le parece una injusticia que hayan tratado así al servidor más leal de Trujillo, dispuesto a hacer todo tipo de monstruosidades por el Jefe. Asombrada frente a los comentarios de su prima, Lucinda defende a su tío Agustín, diciendo que fue un servidor de buena fe, incapaz de aprovecharse o de extraer beneficios personales. Urania le responde que la caída en desgracia de su padre ha sido peor para él que la muerte de un ser querido. Incómoda, Lucinda se va, pero la invita a cenar con su madre y su hermana.
Luego del encuentro con su prima, Urania sube a despedirse de su padre. Le comenta sobre su fama de mujer fría, en especial con los hombres. Le pregunta a Agustín sobre las mujeres y el sexo, especialmente luego de la muerte de su madre. El hombre empalidece, cierra los ojos, finge dormir. Urania se acuesta en la cama, abatida por el cansancio, y se duerme.
Capítulo 11
Trujillo ofrece un almuerzo en honor a Simon Gittleman, su entrenador militar en Estados Unidos, luego de haberlo condecorado con la Orden del Mérito Juan Pablo Duarte. Entre los asistentes se encuentran algunos de los hombres más cercanos del régimen. Gittleman le pregunta al Benefactor por el momento más difícil de su trayectoria política. Sin dudarlo, Trujillo le responde que fue el día en que decidió expulsar y eliminar a la población haitiana de República Dominicana, veinticuatro años atrás.
El Jefe evoca las reuniones con Henry Chirinos y Agustín Cabral, en las que debatieron sobre la situación del país en relación con los haitianos, ya que sus culturas y creencias estaban desplazando la idiosincrasia dominicana. Esa mano obra de barata reemplazaba a la población local y era acusada de robarle el trabajo. Sin embargo, la gota que colmó el vaso fue la invasión de una banda de facinerosos haitianos que asesinaron a tres hombres. A partir de este hecho, Trujillo mandó a exterminar a toda persona de nacionalidad haitiana que se hallara de manera ilegal en el territorio. A cambio, el gobierno ofreció una compensación simbólica por los muertos, que jamás llegó a las familias perjudicadas.
En los recuerdos de Trujillo vuelve a aparecer la escena frustrante con esa muchachita que tanto lo atormenta. Gittleman interrumpe sus evocaciones para preguntarle por la ausencia del Agustín Cabral. Glacial, el Jefe le responde que ya no es senador y que, para el régimen, dejó de existir. La tensión en el ambiente se disipa cuando Trujillo le pregunta a su entrenador sobre la derrota de su país en la Bahía de los Cochinos. Simon responde, aliviado, que este fracaso aleja el peligro de que Estados Unidos envíe marines a República Dominicana.
En el almuerzo todos brindan por Simon y su mujer, Dorothy, y por el valor de Trujillo como líder del país. La conversación torna alrededor de los conflictos con el obispo Reilly, que preocupan a la población católica en Estados Unidos. El Jefe no le da importancia; está seguro de que todo se arreglará.
Irritado, Trujillo reflexiona sobre los motivos por los que Simon Gittleman preguntó por la ausencia de Agustín Cabral. Se regocija al pensar que la caída en desgracia de Cerebrito es nada más que una prueba de disciplinamiento, para demostrarle que sin el régimen no es nada. En ese momento, le parece sentir que se está orinando encima. Sin embargo, cuando vuelve a ver, está seco. Fue una falsa impresión. Para celebrar este logro, se promete tener sexo en la Casa de Caoba con una bella mujer, como hace veinte años.
Capítulo 12
Hace una hora y cuarto que esperan la llegada del coche de Trujillo. Salvador Estrella Sadhalá piensa en sus orígenes, en su familia del Líbano. Tiene la intuición de que jamás conocerá el pueblo de donde vienen sus antepasados. Comienza a rezar, le pide a Dios por la llegada de Trujillo para poder ejecutar de una vez el plan. Salvador recuerda con alegría aquel día en que la Iglesia se posicionó en contra del Jefe. La Carta Pastoral, que tanto había enloquecido a Trujillo, resaltaba la falta de derechos de los seres humanos bajo el régimen opresivo y asesino. Esto conmovió tanto a Sadhalá que sintió por primera vez que la Iglesia se había puesto del lado de las víctimas.
Las represalias fueron terribles, especialmente contra los dos monseñores de origen extranjero, Panal y Reilly. Si bien Salvador se negaba a la idea de asesinar a un ser humano, las maniobras planeadas contra ambos obispos lo hicieron cambiar de opinión. Estrella Sadhalá, alterado, le pidió una cita a monseñor Zanini para pedirle permiso para llevar su plan adelante. El obispo, enigmático, citó a Santo Tomás como justificación para sus actos. Además, trasladó a su hermana monja, Gisela, a Puerto Rico, para ponerla a salvo de posibles represalias contra la familia.
Antonio de la Maza grita al advertir la presencia del Chevrolet de Trujillo. El coche arranca a toda velocidad. Los cuatro integrantes sacan las carabinas y fusiles por la ventana. Imbert, al volante, acelera. En la persecución, Tony se olvida de hacer las señales intermitentes para que los otros dos autos con Pedro Livio, Huascár Tejeda y Fifí Pastoriza se sumen a la persecución. Acelera más y ya están a la altura del coche del Jefe. Comienzan a disparar. Una frenada en seco deja atrás al Chevrolet de Trujillo. Tony Imbert, sin perder un segundo, gira en reversa y va hacia el encuentro. Amadito les ordena bajar las cabezas para evitar los disparos. Los cuatro se bajan del coche, disparan contra el auto del Benefactor. De la Maza y Tony corren a rematar a Trujillo. Salvador nota la presencia de dos automóviles a toda velocidad, rumbo a Ciudad Trujillo. En ese momento, Antonio de la Maza grita que el Chivo está muerto. Salvador se acerca a ellos, los ve examinar el cuerpo bañado en sangre para confirmar que está, efectivamente, muerto. Sin reflexionar demasiado, cree oír tiros, convencido de que son caliés, y dispara. Oye gemir a Pedro Livio Cerdeño, alcanzado por sus balazos.
Análisis
En estos capítulos, el peso del pasado como presencia viva, como continuidad con el presente, emerge de manera directa en el encuentro entre Urania y su prima, Lucinda. Si, hasta el momento, la hija de Agustín Cabral podía únicamente monologar con su padre, ahora se ve obligada a responder las dudas, las preguntas e inquietudes de un par que, además, tiene su misma edad y era su mejor amiga de la infancia. En este sentido, esa vida que Urania intentó dejar atrás reaparece y refleja que la pugna entre el pasado bajo el régimen trujillista y su presente en otro país no va a ser tan fácil de resolver; no puede simplemente dejarse atrás.
Lucinda y Urania se construyen como las dos caras de una misma moneda: ambas son mujeres de igual edad y estatus social, ligadas a las familias del poder durante la dictadura de Trujillo. Sin embargo, los devenires de la vida las posicionan como dos personajes opuestos: mientras que Urania es una “jovencita” (p. 193), Lucinda es “una señorona entrada en carnes” (p. 193). Esta diferencia exhibe que la decisión de llevar adelante una vida familiar, con marido e hijos, envejece a Lucinda, pero también la hace adulta. No es casualidad que la mujer vea a Urania como una jovencita. Esta perspectiva esconde una mirada infantilizadora bajo la que Urania es un sujeto infantil, incapaz de desarrollar de manera madura sus afectos y sentimientos. Esta condición se refuerza cuando la hija de Agustín miente sobre sus amantes o romances: la ausencia de la dimensión amorosa en su vida la sitúa en una posición infantil, en la que se ve obligada a crear una historia que no tiene y así esconder su propia dificultad a la hora de relacionarse amorosamente con los hombres.
En este sentido, la historia entre Urania y Steve Duncan, su compañero de trabajo, subraya esta incapacidad de la mujer. Ella rechaza la propuesta amorosa del hombre, y Duncan le reprocha ser “un témpano de hielo” (p. 210), incapaz de sentir amor o deseo. Sin embargo, el narrador aclara que esa indiferencia estaba destinada únicamente a los hombres que se le acercan con intereses amorosos. De esta manera, Urania se opone al ideal de mujer dominicana, sentimental y ardiente, que vive bajo los parámetros del amor como principio rector de su vida. La hija de Agustín Cabral es frígida y distante, y está imposibilitada de vivir su sexualidad de manera plena y satisfactoria. Por su parte, su prima adhiere a los principios de la femineidad dominicana, expresándose “con ese regusto y alegría del hablar dominicano” (p. 195). Así, si bien Lucinda carece de la exitosa realización personal que tiene su prima, posee gracia y alegría, algo totalmente ajeno a Urania.
La construcción de Urania como un ser apático, sin sentimientos, demuestra que el vínculo con los traumas y miedos del pasado deben enfrentarse, no esconderse ni reprimirse. La imposibilidad de sostener un vínculo amoroso y la ausencia de alegría al encontrarse con su prima Lucinda la posicionan como un personaje deshumanizado, en tanto se vio obligada a abandonar toda empatía posible para salir adelante, en otro país, con otro idioma, otra cultura y sin familia. Así, la frialdad de su carácter le permite llevar a cabo todo tipo de estrategia y plan, excepto ser feliz. Sin embargo, Urania no quiere cambiar. Está resignada: “nunca habías querido curarte” (p. 211), comenta el narrador. La mujer naturaliza sus problemas afectivos y expresa que no hay solución posible; solo seguir adelante con el peso del trauma y de la angustia causada treinta y cinco años atrás.
La imposibilidad de redención en la historia silenciada de Urania, desconocida por los integrantes de su familia, se vincula con el personaje de Salvador Estrella Sadhalá como creyente de la fe católica. En el capítulo 12, el narrador focaliza en los recuerdos de Sadhalá para buscar una justificación religiosa a la decisión de matar a un ser humano. Así, la violencia aparece como una herramienta legítima si lo que busca es la liberación de los dominicanos, oprimidos por el régimen tirano de Trujillo. En este punto, la muerte del Jefe es la única forma de restituir la libertad y las ganas de vivir a un pueblo sin dignidad.
Para Salvador, la religión ofrece una justificación para llevar a cabo un crimen, pero también es la posibilidad de volver a un estado de dignidad humana. Así, Sadhalá culpa al trujillismo de los descarríos de los dominicanos, dedicados a los vicios en la búsqueda de la libertad de la que carecen en la vida cotidiana: “Trujillo había sido uno de los más efectivos aliados del demonio” (p. 246), piensa el personaje. En este sentido, la motivación para asesinarlo es doble: liberar a su país de la influencia siniestra del Benefactor y recuperar para la gente la posibilidad de sostener una mirada individual que no esté subordinada a la ideología colectiva del Jefe. Para los conspiradores, asesinar representa una esperanza, una posibilidad de volver a vivir en paz.
El capítulo 12 es, entonces, un punto de inflexión: a pesar de las demoras y el nerviosismo, Trujillo está muerto. La pregunta que sobrevuela el asesinato es pensar qué pasará de ahí en más: ¿será la fe en el crimen efectivamente compartida por el resto de la población dominicana, por los subalternos, por los más fieles pertenecientes al círculo íntimo del dictador? Las consecuencias se imaginan duras; el exilio de la hermana de Sadhalá adivina que las represalias serán dirigidas hacia todos los integrantes de la familia, sin importar ideología o participación efectiva en el complot.
De manera anticipatoria, el final del capítulo presenta una ironía: Pedro Livio recibe de manera accidental balazos de su propio compañero, Sadhalá, confundido por su presencia. Como una cruel burla del destino, la muerte del Chivo pone en primer lugar el conflicto y las tensiones entre los mismos conspiradores.
En el capítulo 11, Trujillo todavía no sabe la emboscada que lo espera para asesinarlo camino a su residencia Casa de Caoba. Así, el ambiente de celebración de este apartado contrasta notablemente con el funesto final que vendrá poco después. En este sentido, el contexto festivo puede entenderse de manera irónica: aunque Trujillo sea “de otra moral y de otra estirpe” (p. 226), tal como le dicen sus colaboradores, su final es como el de cualquier ser humano. La omnipotencia de Trujillo, que usa su poder ignorando las limitaciones impuestas por la ley y manejando los recursos del Estado a su voluntad, es castigada con esta muerte liberadora, que recuerda las limitaciones presentes en la naturaleza humana.
En este sentido, los conflictos del Jefe con la Iglesia permiten ver la soberbia paranoica de Trujillo, convencido de que buscan destituirlo en todas las instituciones y círculos. Sin embargo, su propia ceguera le impide ver el malestar extendido en muchos de sus empleados y seguidores. En este punto, la Iglesia otorga únicamente el permiso moral para liquidar a Trujillo, y le da el visto bueno a personajes como Estrella Sadhalá para llevar adelante esa decisión, pero no participa de manera activa en el complot en su contra. Justamente, son los individuos particulares los que, asfixiados por la opresión y la injusticia, deciden ponerle fin al sufrimiento de su país. De esta manera, en una novela que concibe el libre albedrío como la esencia del ser humano, las luchas particulares son las que triunfan contra la tiranía y la vejación de los derechos.
Sin embargo, y a pesar de las recomendaciones de Johnny Abbes, la soberbia de Trujillo no considera que simples individuos aislados puedan poseer la fuerza necesaria para asesinarlo y destituirlo. De alguna manera, la negación de su propia mortalidad lo conduce al trágico desenlace. En este sentido, La Fiesta del Chivo muestra que el poder deshumaniza a los hombres, en tanto estos se olvidan de las limitaciones humanas: leyes, normas, valores y dogmas.
Es ejemplar al respecto la construcción de la matanza de la población haitiana. Si bien Trujillo destaca que fue la decisión más difícil que tuvo que tomar en sus treinta y un años como estadista, la mirada sobre el pueblo vecino está plagada de racismo y desprecio. Así, “la barbarie haitiana”(p. 217) es un conjunto indiferenciado de salvajes, cuyo objetivo es destruir la idiosincrasia dominicana y sumergir al país en un estado de atraso premoderno. Por si el exterminio no fuera suficiente, en el almuerzo Trujillo y sus súbditos se atreven a bromear sobre el asunto: cuando Simon Gittleman pregunta por qué las víctimas haitianas no recibieron dinero como compensación, el Jefe responde:"—Porque el Presidente de Haití, Sténio Vincent, como era un bribón, se guardó el dinero –soltó una carcajada Trujillo–” (p. 222). Así, la atrocidad del régimen se ve no solo en la voluntad asesina sino en el convencimiento absoluto de las acciones criminales. Reírse y burlarse entre ellos solo destaca que no hay remordimiento ni lamento posible sobre sus decisiones.
En este dominio absoluto, lo único que Trujillo no puede manejar es su propio cuerpo. Reaparece su incontinencia, pero como un miedo: cree haberse orinado encima en plena reunión. El Jefe entiende la imposibilidad de retener la orina como una amenaza a su virilidad y un recordatorio de su decadencia humana; es aceptar que de ese hombre impecable, capaz de controlar hasta su propia capacidad de sudar, ya no queda nada. Sin embargo, esta vez su paranoia le impide ver la realidad y comprobar que, de hecho, su pantalón está seco. Así, Trujillo decide festejar este logro con una “hembrita” (p. 234). De ese modo, la ofensa a su masculinidad se arregla, una vez más, con un encuentro sexual que le restituye el poder como hombre fuerte y dominante.