“Uno venía escrito con letra de mujer, ancha, redonda, con la mayúscula semejante a un signo musical, las zetas gemelas como números tres” (Símil) (p.55)
No abundan en Los adioses las comparaciones. Sin embargo, en este caso dos símiles aparecen juntos para describir la letra de una de las mujeres: la mayúscula se asemeja a un signo propio del lenguaje musical y las dos zetas parecen números tres. En ambas comparaciones el narrador se mantiene en el ámbito de la representación gráfica y el lenguaje, la búsqueda de un parecido se limita a la grafía, contrariamente a lo expansivas que resultan otras metáforas o figuras poéticas que introduce a lo largo del texto.
“Así estaba, en los alrededores del hotel antes y después del almuerzo (…), caminando hasta llegar al río, hasta acercarse a las redondeadas piedras blancas del lecho y la miserable cinta de agua que se arrugaba entre ellas, luminosa, tiesa (…)” (Metafora) (p.57)
La imagen del río es la de una cinta que serpentea entre las piedras. Además del adjetivo “miserable” que la acompaña, ya el hecho de que el río sea una cinta da la pauta de un río seco, empobrecido. Además, la figura de la cinta acerca al agua a todo aquello que también rodea al río, que es la basura del hotel: “envases de cartulina, frascos, restos de verduras, algodones, papeles amarillos” (p.57).
“Y ya nadie le habla, o si le hablan es por broma, por adivinar si va a decir que sí o que no con la cabeza, con esa cara de quebracho, los ojos de pescado dormido” (Metaforas) (p.58)
Dos metáforas se encadenan en la descripción que hace el enfermero del basquetbolista. Ambas remiten al mundo natural y su quietud de aparente pasividad. Los ojos de pescado dormido que le atribuye al enfermo pueden tener que ver con su padecimiento, pero, sobre todo, apelan a la inexpresividad del hombre. De igual forma sucede con su cara de quebracho. Al compararlo con un árbol, da, nuevamente, la pauta de su inmovilidad, de su impasibilidad.
“Todos, los sanos y los otros, los que estaban de paso en el pueblo y los que aún podían convencerse de que estaban de paso, todos los que se dejaban sorprender por las fiestas como por un aguacero en descampado (...) adoptaban desde el atardecer de ambas vísperas, una forma de locura especial y tolerable” (Símil) (pp.66-67)
Las fiestas, que son motivo de celebración y alegría, sorprenden para el narrador a los habitantes y turistas del pueblo como una lluvia repentina en el campo. Esta comparación parece funcionar casi como un oxímoron que, en lugar de traer a la imaginación el sol o el buen clima, asocia la celebración a un aguacero. Esto tiene que ver con la propia concepción del almacenero de las fiestas, que no lo conmueven en absoluto y hasta podría decirse que lo incomodan.
En esto estábamos mientras iba creciendo el verano, en enero febrero, y los rebaños de turistas llenaban los hoteles y las pensiones de la sierra (Metáfora) (p.84)
El verano no solo atrae a los enfermos de tuberculosis, sino que, en esta estación, también se acercan a Córdoba los turistas. El narrador utiliza la palabra “rebaños” (p.84) para referirse a los turistas, como si se trataran de ovejas, para describirlos de modo peyorativo, y con esto da la señal de la falta de entusiasmo que siente ante su llegada; una falta de entusiasmo que confirmamos por el desgano con que celebra las fiestas en su almacén a pesar del beneficio económico que percibe.