Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos; lentas, intimidadas y torpes, moviéndose sin fe, largas y todavía sin tostar, disculpándose por su actuación desinteresada.
De este modo comienza Los adioses e introduce al narrador, dueño del almacén del pueblo. Esta línea es, además, evidentemente premonitoria de un desenlace negativo. La apreciación fragmentaria del detalle por parte del narrador se mantendrá a lo largo de todo el relato (ver sección "Imágenes"), al igual que su hiperbólica inclinación a la sobreinterpretación de los gestos y las acciones del hombre, que se convierte en su obsesión.
Tal vez [el enfermero] sólo me adule, tal vez me respete porque hace quince años que vivo aquí y doce que me arreglo con tres cuartos de pulmón; no puedo decir por qué acierto, pero sé que no es por eso.
El enfermero es quien lleva y trae información al almacén para satisfacer la curiosidad del tendero. Como bien advierte el narrador, quiere congraciarse con él y lo respeta. El narrador ha padecido la tuberculosis, al igual que el basquetbolista enfermo, pero su habilidad para leer a las personas que sufren esta condición se debe más quizá a su capacidad de lectura de los gestos mínimos que a su experiencia como paciente.
(…) se me ocurrió que el odio del enfermero, apenas tibio, empecinado, no podía haber nacido de la negativa del otro a las inyecciones propuestas por Gunz; que había en su origen una incomprensible humillación, una ofensa secreta.
Por alguna razón que el tendero no puede comprender, el enfermero se siente ofendido por la negativa del basquetbolista a tratar su enfermedad con mayor seriedad. En sus palabras el almacenero percibe odio, rencor. Sin embargo, esta es una situación que en todo el texto se asimila y permanece irresuelta, en constante tensión.
Debe haber visto el nombre en los diarios, tal vez se acuerde. Era el mejor jugador de basquetbol, todos dicen, internacional. Jugó contra los americanos, fue a Chile con el seleccionado, el último año.
La mujer mayor se acerca al almacenero y le brinda información de la cual él carecí,a y que lo hace ver de otro modo al enfermo. Le cuenta que es un ex deportista de celebridad internacional. A partir de aquí, en su imaginación, el narrador repone el escenario de triunfo juvenil y la confianza que debe haber sentido en tiempos pasados el hombre enfermo. Es el puntapié para la empatía creciente que siente el narrador por el basquetbolista con el correr de la historia.
No puedo saber si la había visto antes o si la descubrí en aquel momento, apoyada en el marco de la puerta: un pedazo de pollera, un zapato, un costado de la valija introducidos en la luz de las lámparas. Tal vez tampoco la haya visto entonces, en el momento en que empezó el año, y sólo imaginé, no recuerdo, su presencia inmóvil situada con exactitud entre el alborozo y la noche.
El narrador tiene una mirada minuciosa sobre las personas y los escenarios en los que se mueve, que pocas veces llega a formar una totalidad. Las imágenes que propone son fragmentarias. La presencia de la mujer es un pedazo de pollera, una punta de valija, un zapato. Además, desconfía él mismo de su propia reconstrucción de la escena, al punto de dudar de si efectivamente la vio en aquel momento o solo la imaginó. Esta ambigüedad se repite en varios pasajes, de forma tal que pone al lector en una duda permanente y lo obliga a tomar un rol activo, ya que debe seleccionar qué información es fidedigna y cuál no.
Pensé en la cara, excitada, alerta, hambrienta, asimilando, mientras ella apartaba las rodillas para cada amor definitivo y para parir; pensé en la expresión recóndita de sus ojos planos frente a la vejez y la agonía.
En el viaje en coche al hotel, la presunción de que la mujer joven es la amante del hombre lleva al narrador a dejar volar su imaginación y sus prejuicios. Ella es, en sus fantasías, una amante voraz, que a la vez se mantiene impasible ante la vejez y la agonía. Todo esto pierde sentido al revelarse de qué se trata realmente su relación con el hombre.
Estaban callados, mirándose, ella boquiabierta; el tipo ya no le acariciaba la mano: había puesto la suya sobre un hombro y así la tenía, quieta, rígida, mostrándomela.
La obsesión del narrador con el hombre llega a puntos críticos cuando en escenas como la citada siente que los gestos del enfermo son deliberadamente dirigidos a él. Mientras el hombre y la joven conversan, posiblemente absortos en su propio mundo, el tendero afirma que él le muestra la mano sobre el hombro de ella. Este tipo de sentimientos entran en conflicto con lo que efectivamente sucede: el intercambio entre el narrador y el almacenero es prácticamente nulo; casi no conversan ni comparten información alguna.
Ella me sonrió mientras encendía otro cigarrillo; continuaba sonriendo detrás del humo y de pronto, o como si yo acabara de enterarme, todo cambió. Yo era el más débil de los dos, el equivocado; yo estaba descubriendo la invariada desdicha de mis quince años en el pueblo, el arrepentimiento de haber pagado como precio la soledad, el almacén, esta manera de no ser nada. Yo era minúsculo, sin significado, muerto.
Finalmente, en la segunda visita de la mujer joven, el narrador tiene una especie de revelación: se da cuenta de que mucho de lo que le había atribuido al hombre enfermo era propio, que el sentimiento de fracaso, desdicha y debilidad que achacaba al basquetbolista no era más que la propia sensación de derrota con respecto a su vida. De esta forma, se establece a nivel narrativo una suerte de relación de dobles entre ambos hombres, y a la vez, emocionalmente, hay a partir de aquí un clima de comprensión hacia el enfermo por parte del tendero.
Y cuando subieron la escalera para acostarse, ella se sentía obligada a caminar apoyada en la establecida fortaleza del hombre, imaginando y corrigiendo la sensación que podían dar sus dos cuerpos, paso a paso, al sereno y a los que quedaban bostezando en el bar, descubriendo -con un tímido entusiasmo que no habría de aceptar nunca- que nada permanece ni se repite.
“Que nada permanece ni se repite” (p.100) es una de las grandes verdades a las que Onetti, en toda su literatura, se acerca más de una vez. El inevitable paso del tiempo, la pérdida de la juventud, el amor adolescente en el recuerdo, son temas pregnantes en su literatura que tienen que ver con este motivo.
Sentí vergüenza y rabia, mi piel fue vergüenza durante muchos minutos y dentro de ella crecían la rabia, la humillación, el viboreo de un pequeño orgullo atormentado.
El narrador finalmente se da cuenta del error que ha cometido al interpretar el vínculo entre las dos mujeres y el hombre, y la vergüenza se apodera de él. Este, junto con el momento en que las dos mujeres se encuentran en el hotel, es el clímax del relato. A partir de aquí, la mirada del narrador sobre todos los eventos que lo rodean se altera inevitablemente.