El muro inca como un río de sangre (p.12-13) (Imagen visual)
El siguiente es uno de los pasajes más célebres de Los ríos profundos:
Eran más grandes y extrañas de cuanto había imaginado las piedras del muro incaico; bullían bajo el segundo piso encalado, que por el lado de la calle angosta, era ciego. Me acordé, entonces, de las canciones quechuas que repiten una frase patética constante: «yawar mayu», río de sangre; «yawar unu», agua sangrienta; «puk’tik’ yawar k’ocha», lago de sangre que hierve; «yawar wek’e», lágrimas de sangre. ¿Acaso no podría decirse «yawar rumi», piedra de sangre, o «puk’tik’ yawar rumi», piedra de sangre hirviente? Era estático el muro, pero hervía por todas sus líneas y la superficie era cambiante, como la de los ríos en el verano, que tienen una cima así, hacia el centro del caudal, que es la zona temible, la más poderosa. Los indios llaman «yawar mayu» a esos ríos turbios, porque muestran con el sol un brillo en movimiento, semejante al de la sangre. También llaman «yawar mayu» al tiempo violento de las danzas guerreras, al momento en que los bailarines luchan”. (pp.12-13)
Hay un juego con las posibilidades poéticas que brindan el quechua y el español: Arguedas echa mano a ambas lenguas para componer esta imagen. El muro de piedra “hierve”, “bulle”, corre como un río en verano, como en una danza guerrera. Es un río, a su vez, de sangre, que brilla con el sol.
A través de esta imagen entramos al pensamiento mágico de Ernesto, donde la piedra es río, el río es danza, el agua es sangre, los ríos tienen “cima”. La piedra tiene vida, contiene en ella una fuerza ancestral, que Ernesto le señala a Gabriel.
Los insectos
A lo largo del texto, imágenes de insectos frecuentemente se asocian a la violencia social y racial. En el capítulo I, Ernesto describe el ademán del pongo como “un gusano que se inclina para ser aplastado” (p.22). Tiempo después, él mismo se siente en distintas situaciones en el Colegio como un gusano, o como un grillo que espera a ser aplastado. En la retreta del ejército, Ernesto intenta rescatar a los grillos que la gente aplasta en la plaza de Abancay. Como él, los grillos son mensajeros de la superficie encantada del mundo.
Los colonos en la hacienda de Patibamba son como moscardones que se amontonan horadando la madera vieja. Cuando el Padre les habla para reprenderlos por haber aceptado la sal de doña Felipa, da una misa en quechua. Ernesto percibe que no es el mismo modo en que los reprende a los estudiantes en el Colegio. El Padre no quiere que, a diferencia de los colonos, los estudiantes se humillen, “que caigan en el barro del piso, donde los gusanos del bagazo se arrastran…” (p.176).
Los perros
Los compañeros lascivos que abusan de Marcelina frecuentemente son descritos como perros. Se restriegan contra las paredes, jadean. El “Peluca”, obsesionado con Marcelina, “aúlla” cuando ella muere, y sus familiares tienen que llevárselo “como un perro” del colegio, “amarrado con sogas de cuero” (p. 310), cuando enloquece. Por su parte, los ojos del amigo de Ernesto, Ántero, comienzan a cambiar y se ven como los de un “perro bravo”. Ernesto lo acusa de perseguir a las niñas “como un perro ansioso que va oliendo por las calles” (p.282).
El bagazo de la hacienda (p.59) (Imagen olfativa)
El olor del bagazo (los restos de caña) alrededor de la hacienda es característico de Patibamba. Mucha de la imaginería en torno a la hacienda tiene que ver con el sabor y el aroma dulce: la caña, la canchaca (jugo de caña de azúcar), la melcocha (un postre dulce característico); pero también con la podredumbre. El olor, en este caso, del bagazo hervido al sol luego de la lluvia es un vaho a aguardiente, a fermento:
Durante muchos años el bagazo acumulado había formado un montículo ancho y blando, había sido llevado a la callejuela del caserío y se extendía más lejos, cubriendo parte de un cerco de grama. El sol arde sobre la miel seca, sobre los restos blancos de la caña molida. Cae la lluvia, el bagazo hierve, huele a aguardiente, y su vaho cubre todo el caserío. (p.59)
Este olor de lo dulce fermentado llama más de una vez la atención de Ernesto, y acompaña siempre la tristeza que le causa visitar la hacienda y a los indios sumisos y atemorizados de allí, con los que nunca pudo entablar conversación.
El canto y la danza como un río (p.147) (Imagen visual y auditiva)
Ernesto toma distancia de los parroquianos que cantan en el bar de doña Felipa y los escucha y contempla como suele hacer con los ríos:
El canto se extendió a todos los grupos de la calle y a las otras chicherías. Mi invitante y su grupo bailaban con entusiasmo creciente. No debían ya acordarse de mí ni de nada.Yo quedé fuera del círculo, mirándolos, como quien contempla pasar la creciente de esos ríos andinos de régimen imprevisible; tan secos, tan pedregosos, tan humildes y vacíos durante años, y en algún verano entoldado, al precipitarse las nubes, se hinchan de un agua salpicante, y se hacen profundos; detienen al transeúnte, despiertan en su corazón y su mente meditaciones y temores desconocidos. (p.147)
La imagen de la creciente repentina e imprevisible del río, antes seco, pedregoso y vacío, y de repente hinchado y profundo, es imponente. El transeúnte se detiene ante esa imagen de súbita abundancia como Ernesto ante el canto en la chichería.
Esta imagen sirve para enfatizar la sensación de imprevisibilidad que causa el evento del motín. El canto, como el río, y ambos enmarcados en el reciente revuelo, detienen el corazón de Ernesto y lo despiertan.