Resumen
Capítulo IX: Cal y Canto
Desde el Colegio, los estudiantes oyen la llegada del ejército. Los soldados organizan el cuartel en un edificio abandonado y ocupan las calles de Abancay. Ernesto conversa al respecto con el Padre Director. Angustiado, le pregunta por Felipa y le pide que le permita ir con el Hermano Miguel a buscarla, para pedirle las armas. El Padre lo manda a jugar, pero Ernesto no sale de su preocupación por la cabecilla de la revuelta.
El Padre Linares le ha dicho a Ernesto que su padre ya no está en Chalhuanca; que se ha ido a Coracora, un pueblo muy alejado del cauce del Pachachaca. El joven se lamenta porque el canto del winku se ha perdido con el mensaje a su padre, por la bendición del Hermano Miguel. Desesperado, le pide a Romero que toque su rondín. Tal vez, entre el rondín y el zumbayllu puedan mandarle otro mensaje. Juntos lo hacen, a través de un carnaval que toca Romero, y otros estudiantes se suman al canto.
Luego comentan los rumores de Abancay: el Lleras ha partido con una chichera hacia Cuzco. Ernesto comenta que el sol lo derretirá al pasar por el río Apurímac. También dicen que las rebeldes son azotadas en el cuartel por los soldados delante de sus maridos, a quienes han hecho limpiar las calles. A pesar de que incluso les han metido excremento por la boca, ellas no dejan de responder a los militares con insultos groseros. Por su parte, se comenta que Felipa ha cruzado el Pachachaca. Hay en el puente una cruz de piedra con su rebozo encima, a modo de provocación, y las tripas de una mula cortan el paso del puente. El temor del pueblo es que Doña Felipa vuelva con las rebeldes a quemar las haciendas.
Ante esta situación, Ernesto se sorprende de que Ántero diga que, en caso de una revuelta, no estaría del lado de los indios. Ernesto, por su parte, deja en claro que él estaría del lado de Doña Felipa y los colonos oprimidos. Luego de esta conversación deciden ir a ver a Salvinia, la enamorada de Ántero, y su amiga Alcira. Una vez allí, Ernesto se acobarda, saluda a las muchachas y huye sin mirar atrás. Siente el impulso de ir al Pachachaca a ver la cruz con el rebozo de Felipa, las tripas de la mula, el río. Pasa por las chicherías de Huanupata, ahora llenas de soldados bebiendo; se mete a la chichería de Felipa y pregunta por ella. Un soldado borracho le dice que está muerta, pero él no lo cree.
Al llegar al Pachachaca, Ernesto ve que cruzan el puente el Padre Augusto seguido por “la opa” Marcelina. Ella se frena frente a la cruz, trepa, y roba el rebozo naranja que Felipa dejó allí como marca. Luego siguen su camino. Ernesto decide cortar senderos para llegar a Abancay antes que ellos y no ser descubierto por el Padre Augusto. Al llegar al Colegio se entera de que Añuco partirá al día siguiente hacia Cuzco.
Capítulo X: Yawar mayu
Añuco se despide por la madrugada de los otros estudiantes, conmovidos, y regala sus canicas, a las que llaman “daños”, a Palacitos. Los demás van hasta la plaza de Abancay a ver la retreta del ejército. Ernesto se sorprende por los instrumentos de la banda militar, sobre todo los metales. Palacitos se encuentra con un joven de su pueblo al que ve tocando el saxofón. Radiante de alegría va en su búsqueda; quiere conversar sobre el pueblo. Ernesto los pierde de vista entre la multitud; siente pesar por no haber sido invitado, pero comprende que Palacitos necesita tener un momento de intimidad con alguien de su pueblo.
Ernesto busca a Salvinia, a Alcira y a Ántero. Encuentra a las dos muchachas, pero Salvinia va escoltada del brazo por un joven que no es su amigo. Ántero de pronto se presenta e increpa al muchacho, hijo de un coronel, que huye.
Ernesto deja a Ántero conversando cordialmente con el hermano del pretendiente fugitivo y se va a Huanupata, a la chichería de Doña Felipa. Allí está el arpista Oblitas, al que llaman el papacha. Entra al local, también, un hombre al que Ernesto vio más temprano y que le resultó familiar. El hombre es un kimichu, un indio que lleva de pueblo en pueblo una Virgen y recauda limosnas. Allí en la chichería Ernesto finalmente recuerda y libera su prodigiosa memoria: le dice al kimichu que han estado juntos, tiempo atrás, en Aucará, que se le clavó una espina en el pie, que Gabriel le dio media libra de oro aquel día y que tenía un chullu (gorro) rojo oscuro. El kimichu, que se llama Jesús, le dice que sí, que efectivamente se trata de él. Se alegran por el encuentro y Ernesto le invita picantes.
Una de las chicheras comienza a cantar un huayno en el que ridiculiza a los huayruros, soldados apodados así por el color de sus uniformes, iguales a los frijoles rojos y negros que llevan ese mismo nombre. Los soldados borrachos se contrarían, pero uno de ellos comienza a bailar como un bailarín de los del pueblo de Ernesto. Pero de repente entra un guardia civil y se lleva presos al soldado y al arpista.
Ernesto se despide de Jesús y pasea por la plaza. Ve a Ántero paseando con Gerardo, el hijo del coronel. Ve a Valle, arrogante, seguido de muchas niñas. Intenta en vano visitar al arpista Oblitas en la cárcel; no le permiten entrar. Una vez en el Colegio, la cocinera le dice a Ernesto que “la opa” está viendo a la banda militar desde la torre que domina la plaza. Ernesto va hasta allí y sube a la torre, pero decide bajar sin interrumpir la alegría de “la opa” Marcelina.
Análisis
Nuevamente, ante un contexto de extrema violencia y tensión, los recuerdos y el pensamiento mágico refugian a Ernesto. El joven rescata los grillos que la multitud aplasta en la Plaza durante la retreta militar porque un grillo es un mensajero, “un visitante venido de la superficie encantada de la tierra” (p.262). Algunos pasajes antes, cuando Marcelina quita el rebozo de la cruz del Pachachaca, Ernesto se sintió, “por un instante, como un frágil gusano, menos aún que esos grillos alados que los transeúntes aplastan en las calles de Abancay” (p.219). Si pensamos en el modo en que se integra a sí mismo a este mundo vivo, salvar a los grillos en la Plaza es en cierta forma salvarse a sí mismo de la realidad aplastante del pueblo y el Colegio.
Después de enterarse por el Padre Linares de que su padre está aún más lejos de lo que pensaba, Ernesto desea fuertemente comunicarse con él. Sin embargo, en lugar de pensar en viajantes o en pedir al Padre Director enviar una carta, Ernesto decide que es con la música de Romero y su rondín y con el zumbayllu que se comunicará con Gabriel: “Abancay tiene el peso del cielo. Sólo tu rondín y el zumbayllu pueden llegar a las cumbres. Quiero mandar un mensaje a mi padre. Ahora ya está en Coracora. ¿Has visto que las nubes se ponen como melcocha, sobre los cañaverales? Pero el canto del zumbayllu los traspasa. Al mediodía, el winku hizo volar su canto y con Antero lo empujamos, soplando, hacia Chalhuanca” (p.198).
Los rumores sobre Felipa y las chicheras revoltosas tienen toda la atención de Ernesto. Por primera vez, a la violencia social y racial del Colegio, de Abancay, de la infancia, del Viejo en Cuzco, se opone otra violencia; la de las fuerzas rebeldes. Se comenta que, a pesar de que las azotan con fuerza, las chicheras no dejan de insultar al Coronel; que Felipa huyó con dos máuseres, que cruzó el Pachachaca y luego bloqueó el paso con las tripas de una mula degollada y colgó su rebozo anaranjado sobre la cruz del puente.
Cuando conversa con Ántero, Ernesto se sorprende de las palabras de su amigo. Ántero es hijo de un hacendado y de niño, en la hacienda, veía con dolor cómo azotaban a los indios. Describe el llanto de los colonos: “Lloran con sus mujeres y sus criaturas. Lloran no como si les castigaran, sino como si fueran huérfanos. Y al oírlos, uno también quisiera llorar como ellos; yo lo he hecho, hermano, cuando era criatura” (p.209). A Ernesto le llama la atención el llanto de los colonos también; él mismo lo escuchó en Patibamba cuando el Padre Director dio misa para los indios de la hacienda. Le dice a Ántero, pensando en los indios que ha conocido en su vida en los ayllus: “En los pueblos donde he vivido con mi padre, los indios no son erk’es [niños pequeños]. Aquí parece que no los dejan llegar a ser hombres. Tienen miedo, siempre, como criaturas” (p.209). Sin embargo, Ántero no se conmueve como Ernesto:
—Yo, hermano, si los indios se levantaran, los iría matando, fácil —dijo.
—¡No te entiendo, Ántero! —le contesté, espantado—. ¿Y lo que has dicho que llorabas?
—Lloraba. ¿Quién no? Pero a los indios hay que sujetarlos bien. Tú no puedes entender, porque no eres dueño.
(p.210)
Ernesto no comprende del todo a su amigo, pero no se echa atrás. La violencia del Colegio y del Padre Director no han podido doblegar su identidad andina, y tampoco puede hacerlo ahora este súbito desacuerdo con su querido amigo. Ernesto se mantiene firme en su posición:
Lo haré bailar [al zumbayllu] sobre alguna piedra del Pachachaca. Su canto se mezclará en los cielos con la voz del río, llegará a tu hacienda, al oído de tus colonos, a su corazón inocente, que tu padre azota cada tiempo, para que jamás crezca, para que sea siempre como de criatura. ¡Ya sé! Tú me has enseñado. En el canto del zumbayllu le enviaré un mensaje a doña Felipa. ¡La llamaré! Que venga incendiando los cañaverales, de quebrada en quebrada, de banda a banda del río. ¡El Pachachaca la ayudará! Tú has dicho que está de su parte. Quizá revuelva su corriente y regrese, cargando las balsas de los chunchos”. (p.212) [Los “chunchos” son los indios no sometidos]
Ernesto no comprende cómo su amigo puede conmoverse con el llanto de los colonos pero, a la vez, no apiadarse de ellos si se rebelan. Esta distancia no es un asunto de violencia racial solamente, sino también de una identidad construida a través de la posición social. Ernesto no lo puede entender porque, en palabras de Ántero, no es dueño. Es ese ser dueño lo que distancia a Ántero de Ernesto y lo acerca al discurso que el Padre Director dio en Patibamba luego de que les quitaran la sal a los colonos.
Ernesto se siente diferente a su amigo, pero esta vez abraza esta distancia, a pesar de que le resulta inquietante. Mientras caminan en busca de Salvinia y Alcira escucha las calandrias, comúnmente llamadas tuyas: “Su canto transmite los secretos de los valles profundos. Los hombres del Perú, desde su origen, han compuesto música, oyéndola, viéndola cruzar el espacio, bajo las montañas y las nubes, que en ninguna otra región del mundo son tan extremadas. ¡Tuya, tuya! Mientras oía su canto, que es, seguramente, la materia de que estoy hecho, la difusa región de donde me arrancaron para lanzarme entre los hombres, vimos aparecer en la alameda a las dos niñas” (p.214). Ernesto se siente descolocado, conectado superlativamente con el canto de las tuyas en lugar de con su entrañable amigo. A su vez, sabe que la “impagable ternura” en que vive le fue infundada por sus protectores indios, a quienes jamás traicionaría, siquiera con el pensamiento. Esta distancia solo reafirma las convicciones de Ernesto, que es indio, río, calandria y grillo, pero no dueño.
No en vano el capítulo X lleva de nombre “Yawar Mayu”. Recordemos que en el capítulo I Ernesto reflexiona frente al muro antiguo y lo llama yawar mayu: río de sangre. En el capítulo X, el tema de la identidad y el motivo del río se retoman. Recordemos que esos ríos de sangre descienden de los Apu y representan la sangre andina, que recorre el territorio como el kimichi con el que Ernesto se encuentra o los huaynos que cantan en las chicherías.
Ernesto deja a Palacitos con pesar, pensando en que el joven amigo debe estar feliz por el reencuentro con un muchacho de su pueblo, rememorando anécdotas y personajes célebres. La cuestión de la pertenencia es en todo momento un subtexto a tener en cuenta. Mientras camina absorto, imaginando las conversaciones entre Palacitos y su paisano, Ernesto se cruza con el kimichu. Este encuentro fugaz activa la memoria de Ernesto: “¿De dónde es, de dónde?, me pregunté sobresaltado. Quizá lo había visto y oído en alguna aldea, en mi infancia, bajando de la montaña o cruzando las grandes y peladas plazas. Su rostro, la expresión de sus ojos que me atenaceaban, su voz tan aguda, esa barba rubia, quizá la bufanda, no eran sólo de él, parecían surgir de mí, de mi memoria” (p.240). Recordamos a través de esta búsqueda en su memoria que, de niño Ernesto, conoció más de doscientos pueblos; su infancia no fue sedentaria como la de Palacitos. Su memoria prodigiosa atesora los más pequeños detalles. En su reencuentro con el kimichu, Jesús, más tarde en la chichería, Ernesto se luce y muestra que recuerda detalles casi inverosímiles de ese encuentro, inclusive el hecho de que Jesús se clavó una espina en el pie aquel día, y el tópico del huayno que entonó. Jesús se alegra, beben, cantan y comen picantes que Ernesto convida; el encuentro es tan fraterno como debe serlo el de Palacitos y su paisano, y expone otra forma de pertenencia que trasciende el localismo de un pueblo en particular. La errancia es, para Ernesto, una forma de pertenecer al mundo y de integrarse a él.
Por último, el tema del mal vuelve a aparecer en relación a cómo se refiere Ernesto al Lleras. Lleras huyó del Colegio con una chichera hacia el Cuzco, y de esto conversa con Ántero:
–¿Adónde irá Lleras ? –le dije a Ántero–. Si pasa por las orillas del Apurímac, en “Quebrada Honda” el sol lo derretirá : su cuerpo chorreará del lomo del caballo al camino, como si fuera de cera.
–¿Lo maldices ?
–No. El sol lo derretirá. No permitirá que su cuerpo haga ya sombra. Él tiene la culpa. La desgracia había caído al pueblo, pero hubiera respetado el internado. Lleras ha estado empollando la maldición en el Colegio, desde tiempo.
(p.208)
Más adelante, al final del capítulo X, Ernesto reflexiona: “Del Lleras sabía que sus huesos, convertidos ya en fétida materia, y su carne, habrían sido arrinconados por el agua del gran río («Dios que habla» es su nombre) en alguna orilla fangosa donde lombrices endemoniadas, de colores, pulularían devorándolo” (p.271). Ambas citas son una manifestación fuerte del lugar que ocupa la figura del Lleras en la organización de Ernesto de todo lo que lo rodea. Si en el capítulo III, “La Despedida”, se mencionan los monstruos y el fuego hacia los cuales son lanzados los niños en su salto hacia la madurez, el Lleras representa evidentemente uno de esos monstruos.
De tratarse de una cosmovisión cristiana, podríamos decir que las palabras de Ernesto, calificables como vengativas y macabras, son pecaminosas y condenables. Pero, nuevamente, se trata de un pensamiento mágico enmarcado en el aprendizaje quechua. Desde este punto de vista, todo castigo, reparación o premio se realiza en este mundo; en la cultura quechua no hay purgatorio ni paraíso, después de la muerte, donde Lleras pueda purgarse de este mal. El río, con sus lombrices endemoniadas, es el encargado de arrastrar al Lleras. Lo que parece ser encarnizamiento de parte de Ernesto no es más que señalar lo que, en el contexto de su pensamiento mágico, debe suceder, y en sus palabras sucederá, con Lleras.