Los ríos profundos comienza con la llegada de Ernesto y Gabriel, su padre, a la ciudad de Cuzco. Padre e hijo han recorrido más de doscientos pueblos de las sierras peruanas debido al trabajo de Gabriel: es abogado itinerante y va de pueblo en pueblo tomando casos de trabajadores de las haciendas. Ambos arriban a Cuzco para pedirle un favor al Viejo. El Viejo es pariente de Gabriel, y es conocido por ser un hombre rico pero avaro. Ernesto, por su parte, no se deja afectar por el trato despectivo del Viejo, que dispuso hospedarlos en la cocina de los arrieros. Está entusiasmado con conocer las ruinas incas, los muros antiguos que aún conserva la ciudad. El joven tiene una gran sensibilidad y se conmueve ante los muros o el repicar de la campana de la iglesia. A pesar de que no logran su cometido con el Viejo avaro, se van de Cuzco a Abancay con la frente en alto.
Al pueblo de Abancay llegan con el objetivo de matricular a Ernesto en el Colegio. Los recibe allí una multitud que reza por el Padre Linares, el cura del pueblo que representa casi una divinidad. A los pocos días de comenzar sus estudios, Ernesto se da cuenta de que su padre partirá pronto hacia otro pueblo. La despedida es difícil; sabe que a partir de ahora estará solo frente a los obstáculos del futuro próximo.
Finalmente Gabriel se va de Abancay con la promesa de conseguir una chacra donde recibir a su hijo en verano. Ernesto comienza una convivencia con sus compañeros que no es fácil. Algunos de los mayores tienen comportamientos abusivos con los más pequeños y, sobre todo, con Marcelina, una mujer con una discapacidad mental a la que llaman “la opa”. Por las noches, algunos de ellos abusan sexualmente de ella en los baños del patio, a la vista de los más pequeños, entre quienes se encuentra Ernesto.
Para contrarrestar la opresión del Colegio, Ernesto va los domingos a recorrer la quebrada, la hacienda de Patibamba, el río Pachachaca. Más adelante comienza a ir a las chicherías, donde pasa los fines de semana escuchando a los músicos tocar huaynos de distintos pueblos. Todo esto ayuda a despertar su memoria. Los recuerdos son para Ernesto su gran arma contra la soledad, la desesperación y el maltrato.
En el Colegio se viven muchas situaciones de violencia social y racial que aplastan el espíritu de Ernesto. Pero un día hay un gran revuelo en el pueblo: las chicheras de Abancay se rebelan contra las autoridades porque en la hacienda se les da sal a las vacas y esa sal no está siendo entregada a las personas. Armadas, van hasta la Salinera y se llevan los sacos de sal que encuentran allí escondidos. Incluso, en un acto de justicia que emociona a Ernesto y lo hace involucrarse en la acción, le llevan sal a los indios de la hacienda. Estos indios sumisos apenas hablan; temerosos, reciben la sal de las chicheras casi sin salir de sus casas. A partir de esta situación, y a pesar de que el éxito de la rebelión es efímero, Ernesto reafirma su identidad andina y sus convicciones: descubre que puede haber justicia social a partir de la organización colectiva.
Poco a poco, en el colegio va forjando amistades. Su primer amigo, Ántero, le regala un trompo mágico, el zumbayllu. Luego entabla un vínculo con Palacitos y Romero. Los tres comparten el pensamiento mágico y el sistema de creencias; hablan quechua y además comparten el gusto por la música de origen incaico, los huaynos. Por otra parte, varias veces se enfrenta a compañeros; al abusivo Lleras, o a Rondinel, que lo llama “indiecito”. Incluso se enemista con el mismo Ántero cuando las diferencias entre ellos se acrecientan, a partir de las opiniones contrapuestas alrededor de la rebelión de las chicheras y la actitud lasciva que Ántero tiene con las niñas del pueblo.
Con la llegada del ejército a Abancay, con la función de reprimir la rebelión de las chicheras, llega la peste. El tifus avanza rápido sobre el pueblo y llega al Colegio. Los indios que trabajan en la hacienda, enfermos, a pesar de su temor y sumisión, y de la presencia del ejército, avanzan sobre el pueblo para recibir la misa.
Por su parte, Ernesto, que asiste a Marcelina en su lecho de muerte, es encerrado por los Padres, por miedo a que esté enfermo. Finalmente, para cuando el Padre Linares se da cuenta de que Ernesto está sano, sus compañeros ya se han ido del pueblo sin despedirse, salvo Palacitos, que le deja a Ernesto dos monedas de oro para que viaje a buscar a su padre, o para que pague su propio entierro.
Finalmente, el Padre Linares libera a Ernesto y le dice que su pariente, el Viejo, lo espera en su estancia y que debe irse caminando, solo. Ernesto se va, pero a último momento decide ejercer su libertad y cambiar de rumbo hacia la cordillera.