El narrador describe el desolado cerro de Luvina, el más alto y estéril de la región. En el pueblo hace mucho frío y apenas llueve; la tierra es yerma. Esta descripción es interrumpida por la voz de un personaje, que se encargará de relatar la mayor parte del cuento. Este hombre le describe a otro el constante viento que sopla en Luvina, y luego se queda callado, mirando hacia afuera. Desde donde están, se oyen el viento, el agua del río y gritos de niños jugando. Es de noche.
El hombre que ha tomado la palabra pide dos cervezas más antes de continuar la descripción de Luvina: su cielo siempre cubierto, su tierra estéril, el caserío blanco. En Luvina, agrega, llueve apenas una vez al año, si no menos. El hombre termina su cerveza y agrega: “Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza” (231). En Luvina, adonde se dirige el otro hombre, no hay cerveza; solo se consigue un mezcal que emborracha rápido.
El protagonista cuenta que vivió en Luvina, y recuerda el día que llegó allí por primera vez: el arriero que los llevó a él, su mujer y sus tres hijos al pueblo se apura por irse apenas llegan, y ellos se quedan en la plaza; solo se oye el viento. Entonces su mujer va, con el más pequeño, a buscar un lugar donde comer y dormir. Como no vuelve, el hombre va a buscarla al atardecer y la encuentra en la iglesia, que se ve abandonada. La mujer le cuenta que no hay fonda ni mesón, por lo que se quedan durmiendo en la iglesia.
Por la madrugada, escuchan un ruido. El hombre se acerca a las puertas de la iglesia y ve a todas las mujeres de Luvina con sus cántaros al hombro, que van a buscar agua.
El protagonista prosigue su relato: no recuerda cuánto tiempo estuvo en Luvina. Agrega que allí el tiempo es largo y a nadie le preocupa el paso de los años. En Luvina solo quedan los viejos y las mujeres. Apenas crecen, los varones se van.
Un día, el hombre intenta convencer a los habitantes de Luvina de irse, con la esperanza de que el gobierno los ayude. Los viejos se ríen y afirman que el gobierno no tiene madre. Además, agregan, si se fueran nadie se llevaría a sus muertos, y ellos quedarían solos.
El protagonista recuerda que quizás hayan pasado quince años desde que lo enviaron a él mismo a San Juan Luvina. Entonces tenía ideas, pero en Luvina todo se desmoronó. “San Juan Luvina” le sonaba a cielo, pero es el purgatorio, agrega. Por último, el hombre pide unos mezcales, pero luego se queda mirando un punto fijo, en silencio, hasta quedarse dormido.