En su obra poética, William Blake presenta a Londres como una ciudad atravesada por la pobreza y la desolación. Niños harapientos que trabajan en condiciones insalubres o pasan el día bebiendo en la cantina, prostitutas que desprecian a sus bebés y hombres que avanzan por las calles con los ojos enfermos son algunas de las postales londinenses que aparecen en los versos de Blake. Ahora bien: ¿realmente era así Londres a finales del siglo XVIII, o William Blake, en pos de loar a la naturaleza y condenar a la ciudad, presenta una Londres grotesca, que poco tiene que ver con la verdadera urbe de su tiempo?
En primer lugar, debemos decir que a lo largo del siglo XVIII, Londres sufre una gran transformación. Deja de ser de una vez y para siempre una ciudad medieval para convertirse en un ícono de la modernidad. No solo William Blake, sino todos los londinenses de la época se ven forzados a incorporar un nuevo estilo de vida. Algunos abrazan estos cambios con ilusión y optimismo, y otros, como Blake, se horrorizan ante el espectáculo de la nueva ciudad.
El factor decisivo que genera este cambio es la Revolución Industrial, que comienza a mitad del siglo. Gracias a las nuevas maquinarias, por primera vez en la historia, el ser humano empieza a producir mercancías a nivel masivo. La labor artesanal prácticamente desaparece, dejándole su lugar a las nuevas fábricas que pueblan la capital inglesa. Se producen una gran cantidad de puestos de trabajo que invitan a hombres y mujeres de todo el país a mudarse a la ciudad y activar la gran maquinaria con sus brazos. A comienzos del siglo XVIII, la población londinense es de 500.000 habitantes. A finales del siglo, la población se duplica alcanzando la cifra de un millón de habitantes y superando a París como la ciudad más poblada de Europa.
Londres no estaba preparada para un crecimiento tan brutal de su población. El trazado de sus calles y sus accesos era medieval. De hecho, solo tenía un puente que permitía atravesar el río Támesis para entrar y salir de la ciudad. A partir de 1760, el Parlamento Inglés promueve una gran cantidad de leyes de construcción e inicia importantes obras de infraestructura. Se construyen nuevos puentes, viviendas y rutas de acceso. Estas obras, sin embargo, no tienen la magnitud necesaria. El orden que intenta fomentar el Parlamento queda a merced del pujante y vertiginoso capitalismo. Las viviendas construidas para los nuevos londinenses no alcanzan y estos comienzan a asentarse donde pueden. Repentinamente, el paisaje urbano se convierte en una mezcla de hogares precarios y fábricas. Los espacios naturales prácticamente desaparecen, el aire puro se tiñe con el humo de las fábricas y las aguas del Támesis se oscurecen a causa de los desechos industriales.
Por otra parte, las fábricas imponen a los nuevos trabajadores jornadas laborales de dieciséis horas a cambio de salarios miserables. Como consecuencia de esto, hacia la década de 1770 Londres se convierte en una ciudad llena de gente pobre que pasa su día dentro de las fábricas. Cabe destacar que la mayor parte de los llamados “nuevos ricos” (empresarios de la pujante burguesía) y los aristócratas londinenses, ante este nuevo panorama, deciden trasladarse hacia las afueras de Londres. De esta manera, la ciudad se expandió hacia el este y el oeste. Las zonas periféricas, sin embargo, quedaron reservadas para las familias pudientes, ya que el proletariado no contaba con las facilidades para recorrer grandes distancias desde sus hogares a las fábricas.
Además, la mayor parte de los trabajos fabriles son insalubres, lo que genera un crecimiento en la tasa de mortalidad de los londinenses. Entre las décadas de 1770 y 1810 (momento en que el proletariado comienza a ganar derechos laborales), la expectativa de vida de los londinenses baja de los 37 años a los 31 años. De todas formas, es importante resaltar que la baja de la expectativa de vida solo afectó a los grandes centros urbanos de Inglaterra como Londres, Birmingham y Manchester donde se concentraron las fábricas. En el resto del país, durante la Revolución Industrial, la expectativa de vida entre 1770 y 1790 subió de los 37 a los 41 años.
El hacinamiento, la insalubridad y la pobreza favorecen la aparición de las primeras patologías sociales: el alcoholismo, la prostitución y la delincuencia. En 1750 se crea el primer cuerpo policial profesional, llamado Bow Street Runners. El proletariado es a partir de entonces sistemáticamente criminalizado. Se registran varios casos de trabajadores que han sido condenados por haber sustraído materia prima de las fábricas para consumo personal (ya sea un trozo de tela o un poco de ron). Estos pequeños delitos son castigados con la pena de muerte. Se impone así una especie de “tanatocracia”. La propiedad privada se convierte en una deidad y, por ende, aquellos que no tienen nada, aunque expriman su cuerpo diariamente en pos de la propiedad privada de sus patrones, son vistos como paganos, como criminales.
En lo que se refiere a la prostitución, se calcula que a fin del siglo XVIII, una de cada cinco mujeres londinenses vendía su cuerpo por unos pocos chelines para sobrevivir. Por otro lado, la popularización de la ginebra (facilitada por el rey Guillermo III, quien en 1698 trajo la receta desde Holanda) agravó el problema del alcoholismo. Aquellos que otrora se emborrachaban con cerveza, ahora tenían la opción de hacerlo con ginebra: una bebida más barata, más fuerte y más dañina (el cuadro El callejón de la ginebra, pintado en 1751 por el londinense William Hogarth, es un importante documento artístico al respecto).
Dice William Blake en “Londres”, poema que el autor le dedica a la capital inglesa:
He vagado por cada calle del Reino
Cercana al lecho del Támesis,
Y he notado en cada rostro que encontré
Signos de la debilidad y del dolor.En el grito de cada Hombre,
En el grito de terror de cada Niño,
En cada voz, en cada prohibición,
Siento las cadenas que nuestra mente ha forjado.Siento que el llanto del Deshollinador
Consterna las Iglesias sombrías,
Y el suspiro del soldado desventurado
Cae como sangre por muros de Palacios.Pero escucho, sobre todo, en las calles de medianoche
Cómo la maldición de la joven Ramera
Destroza las lágrimas del Niño recién nacido
E infecta de miserias el fúnebre carruaje Nupcial (pp. 95-97).
William Blake nos muestra en su poesía la cara oscura de la Revolución Industrial. Al poeta inglés no le importa el crecimiento del empleo ni la expansión de la ciudad. Blake, como gran parte de los autores románticos, considera que el progreso es una amenaza, un sinónimo de la destrucción.
Ahora bien, esta visión de la capital inglesa a finales del siglo XVIII no es la única. A diferencia de los románticos, la Ilustración muestra una fe ciega en el progreso. Considera que este conducirá a la humanidad hacia una vida plena en la que reinarán el saber, la salud, el confort y la felicidad. Los Ilustrados sustentan este optimismo en la enorme cantidad de avances científicos y tecnológicos logrados por la humanidad a lo largo del siglo XVIII. Sí, Londres podrá ser una ciudad atravesada por la insalubridad y las patologías sociales, pero también es la metrópoli en la que comienzan a surgir programas de alfabetización, en la que el telar mecánico produce una cantidad masiva de ropa que permite que más gente se proteja del frío y la imprenta permite que las noticias y los libros lleguen a cada vez más personas.
Hoy, a más de doscientos años, estas dos posturas acerca de la vida urbana, los conglomerados de personas y el progreso, siguen vigentes. Las ciudades siguen horrorizando y atrayendo. Cada uno puede escoger cuál es su opinión y su postura al respecto, pero lo que es innegable es que aquella Londres del siglo XVIII, con su progreso y su destrucción, su imprenta y sus prostitutas, es un elemento fundamental dentro de la obra de William Blake. Es la musa caótica y febril que repugnó e inspiró al gran poeta inglés a escribir algunos de sus versos más pesimistas y extraordinarios.