La vestimenta de Sonia
Cuando Marmeládov yace moribundo en su cuartucho, llaman a Sonia para que lo visite y ella acude vestida con la ropa que usa para prostituirse. Dostoyevski pinta esta situación mediante imágenes visuales que nos permiten ver el contraste entre la muchacha y el espacio, sugiriendo un cuadro triste y patético. La colorida vestimenta de Sonia no encuentra cabida en la miserable y tétrica habitación de los Marmeládov. Primero se dice que ella “vestía míseramente, pero su atavío de baratillo tenía esos colores del arroyo” (p.276). Luego, que “su larga y ridícula cola y su inmensa crinolina obstruía el hueco de la puerta” (ídem) y que llevaba una sombrilla “innecesaria de noche” (ídem) y un sombrero de paja con una pluma de color “rojo rabioso” (ídem). Para colmo, toda su vestimenta desentona con el aspecto ingenuo y aniñado de la joven, quien es bajita, rubia, bonita y tiene ojos azules. En suma, su presencia “resultaba extraña en aquel cuarto, entre la miseria, los harapos” (ídem).
Los sueños de Raskólnikov
Luego de comer y beber la comida que le trae Nastasia, Raskólnikov se queda dormido y tiene vívidos sueños. En ellos parece recorrer paisajes africanos u otros lugares similares donde hay desiertos. Las descripciones de estos sueños presentan varias imágenes sensoriales que giran en torno al agua y a los manantiales: primero, Raskólnikov reconoce el agua gracias a sus sonidos: “Un arroyo que fluía susurrando” (p.141). Luego se describe el ambiente mediante imágenes visuales y táctiles: “Era fresco y el agua maravillosa, azul y fría” (ídem). Finalmente, la belleza y la sensación de vitalidad que transmite el agua se termina de sugerir a través la descripción de su recorrido “entre piedras de distinto colores y sobre un fondo de arena limpísima” (ídem).
Las huellas físicas de la enfermedad
Varios personajes padecen enfermedades en esta novela. Más allá de las numerosas menciones al estado de salud de Raskólnikov, otro personaje sobre cuya enfermedad se habla continuamente es Katerina Ivánovna. Se insiste sobre todo en las marcas que deja la tisis en su rostro: “Los rosetones de sus mejillas eran aún más rojos que antes” (p.269). Hacia el final de la obra este personaje está tan demacrado que su imagen conmueve a todos: “Aquel rostro crispado de dolor, consumido por la tisis, en aquellos labios resecos, manchados de sangre coagulada, aquella voz enronquecida” (p.523).
Otro personaje que también conmueve por el estado en que la enfermedad deja a su cuerpo es Marmeládov; esta vez, consecuencia de su alcoholismo: “Era un hombre cincuentón, de mediana estatura y complexión recia, pelo gris y amplia calva, rostro amarillo, incluso verdoso, abotargado por la embriaguez permanente” (p.77). Cabe mencionar que el amarillo es un color recurrente en esta novela y en más de una ocasión se utiliza para pintar los retratos de los personajes. En el caso de Porfiri, por ejemplo: “Tenía la cabeza grande y redonda, abultada en la nuca, y llevaba el pelo muy recortado. El rostro abultado y algo achatado tenía un color enfermizo, amarillo oscuro” (p.353). Lo mismo sucede en otra víctima del alcoholismo; ahora, una prostituta que tiene el “rostro marcado por la bebida y los ojos hundidos y congestionados” (p.260).
La isla Vasílievski
Con el objeto de distraerse de los pensamientos que lo atormentan, Raskólnikov visita la isla Vasílevski, un lugar que en nada se parece a la ciudad. En comparación con los barrios en los que suele moverse, en este sitio “no había malos olores ni tabernas” (p.125). Además, sus ojos pueden descansar allí del “polvo de la ciudad, la cal y a los enormes edificios que oprimían y asfixiaban” (p.125). Estas imágenes sugieren por la negativa el paisaje idílico y natural de la isla, la cual está “rodeada de árboles, carruajes de lujo, jinetes y amazonas” (ídem). Cabe mencionar que los arbustos, las flores, el verdor y, sobre todo, el aire que se respira allí son cosas a las Raskólnikov no tiene acceso en su cotidianeidad. En contraste con la sucia y decadente cuidad, el paisaje isleño transmite esperanza, libertad y bienestar. Es por eso que a pesar de tratarse de un lugar idílico con “mujeres ataviadas con elegancia y niños que corretean por el jardín” (ídem), a Raskólnikov “esas sensaciones, nuevas y agradables, le resultaron penosas e irritantes al poco rato” (ídem).