En la Edad Media, era habitual que muchas mujeres se dedicaran a plantar hierbas medicinales y desarrollaran un saber en torno a las propiedades medicinales de las plantas. Así, se iban convirtiendo en curanderas y parteras, y prestaban sus servicios a las clases más bajas, mientras que las clases altas, en especial los hombres, recurrían a la figura —más prestigiosa— del médico. La experiencia de las mujeres con estos saberes alternativos fue, según muchos investigadores, el origen de la "caza de brujas".
Si bien la expresión "caza de brujas" fue acuñada mucho después, designa un fenómeno que se inicia en el siglo XV, cuando comienza a extenderse la creencia de que ha surgido un nuevo enemigo de la cristiandad: la brujería, que se diferencia de la hechicería por tratarse de una práctica que se desarrolla con la intervención del diablo. Las brujas (y eventualmente también brujos) son perseguidas porque, según esa perspectiva, adoran al diablo y, por lo tanto, encarnan un mal herético que amenaza con derrocar el orden cristiano. En registros judiciales y tratados de esa época (1420-1430) ya aparecen representaciones de brujas y brujos adorando al diablo y copulando con él, en un banquete grotesco en el que, entre otras monstruosidades, comen niños. Además de las intervenciones medicinales alternativas, se les adjudicaba el uso de técnicas sobrenaturales, como la adivinación y la magia negra, y prácticas sexuales libidinosas.
Así, los curas y los predicadores cristianos comenzaron a advertir del fenómeno de la brujería, delimitando así un grupo social clandestino que empezó a ser objeto de discriminación y persecución. Alentaban de este modo al pueblo a vigilar a sus vecinos y sus pares y a delatar aquellas expresiones sospechosas de encubrir presuntos hechizos y prácticas diabólicas. Los denunciados eran entregados al tribunal de la Inquisición, que aplicaba sus tradicionales métodos de interrogación, miedo y tortura, y a pesar de la falta de pruebas contundentes, terminaban, la mayoría de las veces, en la condena a la hoguera.
Estudios recientes, especialmente aquellos con perspectiva de género, hacen hincapié en que esta persecución afectó principalmente a las mujeres, y reconocen en esa criminalización la voluntad de someter a una minoría vulnerable que amenazaba el orden establecido. Esos estudios reconocen que más allá de las razones y creencias religiosas, la creación de la figura de las "brujas", particularmente en el fin de la Edad Media y comienzo de la Modernidad, tenía un objetivo social y económico: sofocar expresiones y prácticas alternativas, saberes sobre el cuerpo y la medicina que se alejaban de las prácticas aceptadas por el orden religioso y patriarcal de la época, y que iban a contracorriente del lugar que ese orden pretendía asignarle a la mujer.
El nombre de la rosa retrata una escena en la que una mujer es acusada injustamente por miembros de la Inquisición de hacer brujería y es condenada por ello a la hoguera. La novela de Eco, ambientada a comienzos del siglo XIV, presenta una referencia a las brujas, aunque en esas fechas no estaba tan extendida la quema de brujas. Sin embargo, la obra introduce allí un guiño crítico al sesgo machista que la caza de brujas tuvo históricamente. En efecto, en el texto, Bernardo Gui, representante de la Inquisición, asume que el gato negro y el resto de los instrumentos de hechicería pertenecen a la muchacha, y la acusa inmediatamente de ser una bruja. El lector y Adso saben que eso no es así: esos elementos pertenecen a Salvatore, quien pretendía hacer un hechizo para que las mujeres del pueblo se enamoraran de él. En la decisión arbitraria de Bernardo se exhibe su prejuicio y su discriminación hacia los más débiles y vulnerables; en este caso, una mujer.