Resumen
Al igual que en el capítulo anterior, este vuelve a abrirse con un fragmento de “El mar y las montañas” de Kipling, que describe nuevamente al hombre cautivado por el mar, y lo compara con el montañés que añora sus montañas.
Kim y el lama se adentran cada día más en las montañas, y Kim ve cómo el lama va recobrando las fuerzas de un hombre en la flor de su edad. Mientras que Kim se siente agitado y falto de aire, el lama señala que ese es su país y se siente pleno; se desempeña con total soltura y comodidad por la montaña. A medida que avanzan, salen a saludarlos habitantes de las montañas, fieles de una religión budista mezclada con un culto a la naturaleza.
Maestro y discípulo meditan con frecuencia sobre la rueda de la vida. La mayor parte del tiempo se encuentran en gran soledad, y a veces cuentan con la presencia de Hurri que, disfrazado de médico, conversa con ellos y le enseña al lama cualidades de esas tierras. De vez en cuando, Hurri y Kim logran mantener conversaciones privadas. Hurri le pide a Kim que intente no perderlo de vista, prestando atención al paraguas que él lleva, por si se encontrara con los hombres que busca. Le cuenta también que ha hecho averiguaciones y sabe que los hombres se dirigen hacia el este rumbo a Leh; en el camino, han ido llamando la atención, representando bien su papel de deportistas.
Kim y el lama continúan avanzando por la montaña. Llegan a un valle enorme, que parece un mundo dentro de otro mundo. Sus extensiones y accidentes geográficos son tan grandes que a pesar de esforzarse, les hacen sentir que no avanzan. Tardan tres días en atravesarlo. Abrumado por el silencio y la soledad, Kim afirma que ahí deben vivir los dioses, pues no es un lugar para hombres.
Hurri lleva consigo unos prismáticos que le permiten ver a larga distancia. Un día, logra ver a treinta kilómetros dos puntitos que avanzan por la montaña, de modo que sigue avanzando por el paisaje, a pesar de una fuerte tormenta que se desata. Logra dar por fin con los dos extranjeros y, haciéndose pasar por un agente del rajá de Rampur, se les acerca y les ofrece su ayuda. Los extranjeros son un francés y un ruso que desean llegar con los trofeos cazados a Simla antes de que se apolillen sus pieles.
El babu les ofrece su ayuda y se gana su confianza, al punto tal que los hombres le convidan su comida y una bebida alcohólica muy fuerte. Fingiendo salirse de control por la borrachera, el babu imposta su odio al Gobierno, insultándolo y denunciando la opresión que vive su país a manos de Inglaterra. Luego, haciéndose el dormido, intenta oír la conversación de los dos extranjeros, que hablan de algunos informes que han podido enviar a través del correo inglés, y se ríen de la estupidez de los ingleses, que les han dado su ayuda sin darse cuenta de su conspiración. Hurri se lamenta de ser incapaz de entender ese francés tan rápido y piensa que hubiera sido mejor asesinar a los dos hombres.
Hurri conduce a los dos hombres a través de la montaña. Los dos europeos, en francés, comentan que el babu es un nativo de la India que evidentemente odia a sus conquistadores. Mientras, Hurri mira de reojo entre las pertenencias de los hombres, atento a lo que pueda robarles y luego escapar.
Al segundo día de viaje, Hurri y los dos hombres se encuentran al lama y a Kim. El lama está sentado con las piernas cruzadas sobre un mapa, explicándole algo a su discípulo. Los dos extranjeros se sorprenden al notar que el santo es budista y se incomodan al sentir que, frente a él, ellos dos provienen de un pueblo terriblemente joven. Hurri se acerca al lama y le pide que comparta las explicaciones de su doctrina con los dos sahibs que lo acompañan. Mientras los hombres escuchan al lama, Hurri le indica a Kim dónde están las bolsas de los hombres donde llevan libros, mapas, informes y, por lo que ha llegado a ver, la carta de un rey.
De pronto, uno de los hombres interrumpe al lama y dice que quiere comprarle el mapa, pero el hombre santo se niega rotundamente. El europeo insiste, arrojándole despectivamente unas monedas, y ante la negativa del anciano, el ruso lo insulta y lo golpea en la cara. De inmediato, Kim se le arroja encima y empieza a pegarle. Por su parte, los culis, criados indios que acompañan a los dos europeos, huyen, conscientes del sacrilegio que acaban de presenciar. El francés, por su parte, se acerca al lama con su revólver, pero uno de los culis le arroja piedras y rescata al lama.
Enseguida, Hurri se dirige al ruso y, fingiendo ir a rescatarlo de Kim, aprovecha para indicarle al chico que siga a los culis, que se llevan el equipaje de los europeos. El francés dispara contra Kim y Hurri intenta detenerlo, diciendo que los montañeses se volverán contra ellos y los matarán. Kim, entendiendo que se trata de su legítima defensa, saca su revólver y dispara contra el francés, lo cual alcanza para que el francés detenga sus intentos.
El lama y Kim quieren seguir su camino, mientras que los culis quieren volver abajo para vengar el sacrilegio al lama. Sin embargo, se detienen con horror al oír la ira del hombre santo, que les da la orden de detener su venganza. Kim aprovecha y ordena a los criados que revisen las pertenencias de los europeos, en busca de medicinas para fortalecer al lama. El lama se acuesta, dolorido, sobre el regazo de Kim, y le confiesa que él mismo tuvo deseos de disparar a esos europeos.
Entretanto, los criados conversan sobre los dos europeos y discuten cómo repartirse sus pertenencias. Por su parte, Kim les advierte sobre una de esas bolsas —aquella que Hurri le pidió que robe—, asegurando que está llena de cosas maravillosas. Sugiere que se la den a él, que es el único entre ellos capaz de manejar esa magia.
Por su parte, Hurri sigue viaje con los dos europeos, que ahora están peleados y se enfrentan. El francés le reprocha al ruso su sacrilegio a un hombre santo, y lo acusa de haber perdido todo su equipaje y todos sus trofeos, el trabajo de ocho meses. Hurri está feliz de que su plan de sabotear la conspiración de estos dos hombres ha sido exitoso. Ahora, los dos hombres se encuentran despojados, sin sus documentos, sus tratados con sus reyes, ni nada por escrito que los respalde. Hurri anhela poder ver esos documentos que ahora tiene Kim.
Análisis
Como si este capítulo marcara una continuidad con el anterior, se abre con un fragmento del mismo poema que antecedió al anterior. El fragmento vuelve a hacer referencia al hombre cautivado por el mar, así como las montañas cautivan a los montañeses. Si en el capítulo anterior el epígrafe anticipaba el viaje de Kim y el lama a las montañas, ahora el lector intuye que el presente capítulo se desarrollará en ese mismo escenario.
El viaje por las montañas está cargado de imágenes sobre la nieve, el silencio, la fauna y la soledad que pasan Kim y el lama. Al adentrarse en las montañas, llegan a un punto que el narrador describe: “Entraron en un mundo dentro de otro mundo” (363). A continuación se extiende en una imagen de ese valle realmente desoladora:
Un valle interminable donde las grandes colinas estaban formadas con los simples cascotes y desechos desprendidos de las rodillas de las montañas. Allí, un día de marcha no les hizo avanzar, al parecer, más de lo que, en una pesadilla, avanza el que sueña cuando quiere correr (364).
En esta imagen, el narrador detalla ese lugar como interminable, un espacio inabarcable en el que las distancias son tan grandes que la experiencia de atravesarlo se convierte en una pesadilla en la que el caminante no avanza a pesar del gran esfuerzo. Además, la imagen del territorio como un nuevo mundo dentro de otro es muy potente y da cuenta del carácter especial de ese paisaje. Abrumado por el silencio y la soledad, Kim comprende que ese no es un lugar para hombres y sostiene que ahí deben vivir los dioses. Esa reflexión aporta todavía más mística a la descripción de ese paisaje tan particular. Es significativo que sea justo en ese escenario en que Kim se siente incómodo y el lama tan pleno.
A este, le siguen otras imágenes de las montañas que las configuran como presencias imponentes:
Por encima, en escarpas y bloques amontonados, las rocas se esforzaban por asomar la cabeza sobre el blanco sudario. Todavía más por encima, inalteradas desde el comienzo del mundo, pero cambiantes con cada humor del sol y de las nubes, se extendían las nieves eternas (364).
Como vemos, no solamente sorprende de ella su tamaño, sino también su longevidad: son accidentes que tienen su origen en el mismísimo comienzo del mundo.
En medio de esta travesía, Hurri se encuentra con los dos extranjeros y despliega sobre ellos sus dotes de actuación al convencerlos de que es agente de un rajá. Cuando los hombres le convidan alcohol, se hace el borracho y aparenta perder toda su compostura. Se entrega entonces a una crítica al Gobierno y una denuncia a la opresión que vive la India por parte de Inglaterra. Denuncia cómo el Gobierno lo obligó a “recibir educación de hombre blanco sin preocuparse de proporcionarle también un salario de hombre blanco”, y luego llora “a causa de las miserias de su país” (368). El narrador opina: “Jamás se había visto arrojarse tan incondicionalmente en brazos de extranjeros a una desafortunada víctima del dominio inglés sobre la India” (ibid.). Esta escena resulta irónica en la medida en que el lector intuye que Hurri está actuando su borrachera (lo cual pronto se verificará). Sin embargo, el narrador opina sobre su intervención y llama la atención sobre la crítica al imperialismo británico que esboza el babu. Aunque Hurri trabaje para el Gobierno y solo esté intentando ganarse, con esa crítica a los ingleses, la confianza de los dos europeos, es evidente que su réplica tiene un sustento en la realidad: sirve como denuncia al colonialismo británico y su sometimiento del pueblo indio.
Al ver al lama, los dos europeos se sorprenden de que sea budista, lo cual los hace sentir incómodos: “Contempla sus ojos… ¡Cuánta insolencia! ¿Por qué hace que me sienta miembro de un pueblo terriblemente joven? (...) Todavía no hemos dejado nuestra impronta en ningún sitio” (372). La incomodidad del francés y del ruso tiene que ver con sentir que el lama representa una cultura ancestral, que evidencia la juventud de la propia. Con esto, Kipling parece burlar la soberbia de la cultura occidental, que se cree el centro y la cuna de la civilización.
La novela llega en este capítulo a un clímax inesperado y violento. El ruso golpea al lama y Kim lo ataca; el francés arroja tiros y, para defenderse, Kim usa el revólver que le regaló Mahbub Alí. Lo que hasta ahora era un riesgo potencial, se convierte finalmente en una escena que pone en peligro la vida de Kim y del lama. Por su parte, el santo reacciona por primera vez con agresividad, porque no quiere que los culis regresen a matar a los dos europeos:
¿No me has oído? Yo digo que no habrá muertes…, yo, que era abad de Such-zen. ¿Es uno de tus anhelos volver a nacer con el cuerpo de una rata, o de una serpiente bajo los aleros…, o de un gusano en el vientre de la más despreciable de las bestias? (378).
Sin embargo, luego el lama le reconoce a Kim, con vergüenza y pesadumbre, que sintió deseos de matar a los dos europeos. Conmovido por haber sentido esa pasión, que significa un desvío imperdonable de la senda, el lama se siente enfermo. Se acuesta sobre Kim y se queda dormido, derrotado.
Por su parte, Kim engaña a los culis para quedarse con los documentos sensibles que Hurri le pidió que capture. Para eso, les hace creer que la kilta que lleva los mapas y la carta del rey está cargada de elementos maravillosos, lleva magia que solo alguien como él puede controlar. Kim piensa con orgullo en todo lo sucedido y en cómo frenó el juego de los dos europeos: “Están por ahí…, sin nada; ¡ya lo creo que hace frío, vive Dios! En cambio, aquí estoy yo con todas sus cosas. ¡Me imagino lo enfadados que estarán!” (386).