Las flores
Desde el principio de la novela, las flores son una imagen recurrente. La protagonista es una mujer de alta sociedad que busca rodearse de belleza, y gran parte de esta la encuentra en los colores y aromas de las flores. Por ejemplo, cuando entra en la floristería, Clarissa es invadida por un conjunto de sensaciones visuales y olfativas:
(...) las reverencias de los ramos de lilas, entornados los ojos, inhalando, (...), el delicioso aroma, la exquisita frescura. Y después, al abrir los ojos, qué frescas, como ropa blanca recién lavada y planchada y puestas en cestas de mimbre, le parecieron las rosas; y los oscuros y altaneros claveles rojos, alta la cabeza; y los guisantes de olor desparramándose en los cuentos, con sus matices violeta, blanco nieve, pálidos. (p.30)
Londres
Londres es el espacio en que se sitúa la novela, y las imágenes de la ciudad tienen una presencia constante. La belleza de Regent's Park inspira a Clarissa, así como las campanadas del Big Ben -“El sonido del Big Ben inundó la sala de estar de Clarissa” (p.165)- y las vidrieras de Bond Street. La civilización londinense llena de orgullo a Peter:
Lo divertido de regresar a Inglaterra, después de cinco años de ausencia, era, por lo menos durante los primeros días, que todas las cosas parecían nuevas, como si uno nunca las hubiera visto; una pareja de enamorados peleándose bajo la copa de un árbol; la doméstica vida de las familias en los parques públicos. Nunca le había parecido Londres tan encantadora. (p.105)
También Septimus, en sus momentos de observación, se deja atraer por la belleza del paisaje citadino: “Belleza, parecía decir el mundo. Y como si fuera una demostración (científica) de ellos, fuera lo que fuese lo que mirara, las casas, las barandas, los antílopes que tendían al cuello sobre la empalizada, allí surgía inmediatamente la belleza” (p.103). De una manera distinta, Lady Bruton siente en Londres su propio poder cuando oye, desde su living, los sonidos de la ciudad: "El rumoroso Londres ascendía hasta ella, y su mano, descansando en el respaldo del sofá, se cerró sobre un imaginario bastón de mando cual los que hubieran podido sostener sus antepasados” (p.158).