Resumen
[Parte 1: desde “La señora Dalloway dijo que ella misma se encargaría de comprar (…)” (p.17) hasta “(...) de aquellos neumáticos de automóvil” (p.31)].
Clarissa Dalloway decide encargarse ella misma de comprar las flores para la fiesta que dará esa noche. Lucy tiene ya suficiente trabajo, y además el aire fresco de la mañana invita a salir. Este tipo de brisa le recuerda la mañana en que, a sus dieciocho años, abrió de par en par las puertas de la terraza en la casa de Bourton y Peter Walsh hizo un comentario, o una broma, sobre vegetales. Peter estaría volviendo de la India pronto. Clarissa no recuerda cuándo, quizás porque las cartas que Peter le escribe ahora son aburridas.
En un cruce de calle, Scrope Purvis ve a Clarissa y piensa que es una mujer encantadora. Clarissa aún siente, a pesar de vivir en Westminster hace más de veinte años, que hay pausas en la ciudad, en las que el silencio solemne se apodera de todo. Sin embargo, estas suelen terminar cuando suenan las campanas del Big Ben, como ahora, que suenan y Clarissa ve a la gente a su alrededor, viviendo en el presente, y siente amor por la vida. Es junio y la Guerra ha terminado. Clarissa siente la vida brotar en todos lados a su alrededor: niñas que bailan, ponys, negocios de todo tipo. Luego, entrando al parque, encuentra un silencio más profundo. Y se encuentra en el camino a Hugh Whitbread, un viejo amigo. Él asegura que asistirá a la fiesta de Clarissa esa noche, a pesar de que su esposa, Evelyn, está enferma. Los Whitbread siempre vienen a Londres a ver doctores, piensa Clarissa, que además está algo incómoda porque, aunque adora a Hugh, él siempre encuentra la manera de hacerla sentir mal vestida. Richard, el marido de Clarissa, no lo soporta. Y Peter lo ha odiado en su momento. Pero eso era común en Peter.
Pensando en Peter nuevamente, Clarissa observa la escena a su alrededor y sabe que sería encantador estar caminando con él en ese momento. Aunque a Peter no le habría importado el paisaje de esa mañana; a él solo le importan el estado del mundo, Wagner y los defectos del alma de Clarissa. ¡Cómo discutían! Peter le dijo a Clarissa una vez que seguramente ella se convertiría en una “perfecta dama de sociedad”. Se encuentra ahora nuevamente peleando con Peter en su cabeza, pensando en que hizo bien en no casarse con él. Ella sabe que tiene razón; él no le habría brindado ninguna independencia, como si se la da Richard; con Peter habrían compartido absolutamente todo, y eso es imposible para la supervivencia de un matrimonio. Eso sí, Clarissa tembló cuando se enteró de que Peter se casaría con una mujer india, seguramente sencilla, frágil, tonta. Pero no, ahora ella sabe que no debe definir ni etiquetar a las personas, porque se siente una con el mundo, joven y vieja al mismo tiempo, omnipresente. Y conoce muy bien a las personas. Es su don. Más que nada, ama vivir el momento, y no la perturba pensar en la muerte: siente que piezas de sí misma existen donde sea que ella haya estado.
Clarissa revisa libros, recorre títulos, pero ninguno le parece apropiado para llevárselo a Evelyn Withbread a la clínica. Quiere que Evelyn se contente cuando ella llegue. Clarissa se da cuenta de que siempre hace lo mismo, siempre quiere hacer cosas para caerle bien a las personas, más que por el valor mismo de las cosas. Richard sí hace las cosas por las cosas mismas. ¡Si Clarissa pudiera empezar de nuevo su propia vida! Hasta tendría un aspecto diferente. Se vería como Lady Bexborough. A Clarissa le disgusta su propio rostro, como de pájaro, y su cuerpo de palito. Muchas veces se siente invisible.
Bond Street le fascina: los zapatos, los guantes. Pero a su hija Elizabeth, al contrario, no le interesan en absoluto los guantes ni los zapatos. Al parecer, lo único que le fascina a Elizabeth es su perro y la señorita Kilman, que le da lecciones de historia. ¡La señorita Kilman, con su comunismo, su religión, sus huelgas de hambre, su horrible ropa! Y esa manera que tiene de hacer sentir la superioridad de ella y la inferioridad de una, la pobreza de ella y la riqueza de una. Clarissa se asusta de sus propios pensamientos, del odio que le genera la señorita Kilman. Le perturba la idea de tener un monstruo de odio en su interior, y la posibilidad de que este se altere: desde su enfermedad, esto le causa dolor físico.
Clarissa entra a la floristería Mulberry. Allí la atiende la señorita Pym, siempre alegre de verla porque Clarissa es amable. Este año, de todos modos, la encuentra más vieja. Clarissa se ve envuelta entre los aromas y colores de las flores y siente cómo la dulzura limpia el odio que ella sentía hasta recién, hasta que de pronto se oye un disparo en la calle. La señorita Pym protesta contra los automóviles y luego mira a Clarissa con una sonrisa y un gesto de disculpas, como si ella fuera responsable de los motores de los autos.
Análisis
En la primera frase de la novela se introduce a Clarissa, la protagonista, a quien conocemos en una suerte de proclamación de independencia: "La señora Dalloway dijo que ella misma se encargaría de comprar las flores. Sí, ya que Lucy tendría trabajo más que suficiente" (p.17). La proclama está cargada de ironía, en tanto Clarissa decide hacer el trabajo por sí misma en lugar de sobrecargar a sus sirvientes, pero el trabajo que elige hacer, sacrificándose, solo consiste en comprar flores. El hecho de que una de las tareas a resolver sea comprar flores para dar una fiesta revela inmediatamente varios aspectos de la protagonista, como, por ejemplo, su condición social y económica y sus principales preocupaciones. Esta es la primera de las varias ironías que componen el texto, en general tendientes a ilustrar la superficialidad de los miembros de cierto círculo social al cual la señora Dalloway pertenece: la alta sociedad es un tema muy presente en la novela.
De todos modos, el personaje de Clarissa no solamente representa la banalidad propia de un grupo social. Un profundo e intenso simbolismo se expande en cada párrafo de la novela, y en muchos casos remite a este personaje protagonista. El estilo narrativo se destaca por conservar una voz en tercera persona que focaliza en diversos personajes, de modo que se exhiben las diferentes interioridades y sus correspondientes pensamientos, interpretaciones, recuerdos, incluso frente a un mismo hecho. La novela entonces avanza narrativamente en una proliferación de perspectivas, donde muchas veces el salto de una interioridad a la otra se da por la cercanía física de esos personajes en la trama: "Quedó un poco envarada en la acera, para dejar pasar el camión de Durtnall. Mujer encantadora la consideraba Scrope Purvis (quien la conocía como se conoce a la gente que vive en la casa contigua en Westminster); algo de pájaro tenía, algo de grajo, azul-verde, leve, vivaz, a pesar de que había ya cumplido los cincuenta y de que se había quedado muy blanca a raíz de su enfermedad" (p.18).
En casos como en el citado, la irrupción de la interioridad de otro personaje responde menos al desarrollo de este nuevo actor en la trama (Scrope Purvis no es en absoluto relevante en lo que sigue de la novela) y más a una finalidad compositiva: los personajes con más relevancia en la trama se construyen no solo por sus acciones y la exhibición de sus emociones y pensamientos por medio del narrador, sino también por la perspectiva que ofrecen sobre ellos los otros personajes.
La novela tiene una estructura fragmentada en varios aspectos. La temporalidad de la historia se compone entre un presente (el día en que Clarissa dará su fiesta) y un pasado que se recuerda. En el caso de Clarissa, Peter Walsh y Sally, ese pasado rememorado es el mismo: cuando eran jóvenes en la casa de Bourton, antes de que llegara Richard y Clarissa se convirtiera en la señora Dalloway.
¡Qué fiesta! ¡Qué aventura! Siempre tuvo esa impresión cuando, con un leve gemido de las bisagras, que ahora le pareció oír, abría de par en par el balcón, en Bourton, y salía al aire libre. ¡Qué fresco, qué calmo, más silencioso que éste, desde luego, era el aire a primera hora de la mañana..! como el golpe de una ola; como el beso de una ola; fresco y penetrante, y sin embargo (para una muchacha de dieciocho años, que eran los que entonces contaba) solemne. (p.17)
Las exclamaciones con que empieza el párrafo son representativas de la actitud de Clarissa hacia la vida, al mismo tiempo que de la novela, abocada a la narración de instantes, momentos de percepción de los personajes. Las exclamaciones son breves, rígidas y positivas. La narración adquiere entonces un tinte explosivo que pronto se asocia con la imaginería del mar, una de las más presentes en la novela: por medio de un símil, el aire aparece asociado a las olas del mar, que son, como el tono general de la narración, frescas y solemnes al mismo tiempo. Clarissa abre las ventanas buscando una inmersión en el aire que termina convirtiéndose en una inmersión en la memoria: la protagonista se zambulle en ella como en una gran piscina para refrescarse y, a la vez, volver a reflexionar sobre las decisiones que, tomadas en su juventud, condicionan su presente. Abre las ventanas de la vida y se sumerge en ella.
La imaginería del mar vuelve a aparecer cuando Clarissa se acerca al Big Ben. Las campanas del Big Ben quiebran “la suspensión” que Clarissa siente en su interior un instante atrás. El efecto de esas campanas es descrito: “Los círculos de plomo se disolvieron en el aire” (p.19). La imagen recuerda al movimiento del agua cuando un cuerpo se sumerge en ella: cuando el agua se ve afectada por esa intrusión, produce anillos de vibraciones que emanan desde el centro donde aparece el cuerpo. La imagen provee también una manera de visualizar la estructura de la novela. El personaje de la señora Dalloway, así como el de Septimus, parecen producir vibraciones con tal solo aparecer: ellos se sumergen en el agua de la vida y producen así un movimiento que afecta a aquellos que están cerca. En este caso, los “anillos” serían pequeños instantes de percepción, de reflexión, como cuando Scrope Purvis ve a Clarissa y piensa en ella y la narración se interioriza, por un instante, en esos pensamientos. También se interioriza luego en los pensamientos de la señorita Pym, que se incluyen en el relato como para brindar la información de que Clarissa es amable y siempre lo fue. Como lectores, entonces, no accedemos solamente a la interioridad de la protagonista sino también a las ondas, los anillos, los movimientos que ella produce, a lo largo de un día, en quienes la rodean.
En cuanto al estilo narrativo, este movimiento de ondas se trasluce en el relato en tanto no hay cortes que marquen el pasaje claro, rígido, de la interioridad de un personaje a la de otro, sino más bien una transición: todo está en continuo movimiento y eso se refleja en la sintaxis, en las oraciones largas, plenas de subordinadas, de imágenes o sensaciones que se desprenden de la anterior. El estilo narrativo, justamente, no busca distinciones claras, ni siquiera, entre la realidad y lo imaginado. Solo accedemos a los “hechos” desde la interioridad de alguno de los personajes, y se entremezclan entonces las imágenes descritas con las que se disparan al interior de esa conciencia que percibe, mezclando pensamientos con sensaciones, visiones con impresiones: todo se reúne para mostrarse como un espejo de la conciencia. El estilo narrativo focaliza en instantes de percepción, nada entre sensación y sensación, entre la mente de un personaje y la de otro.
Cada una de esas ondas no responde solamente a la voluntad de crear un efecto, un ritmo particular en la novela, sino que también parece funcionar brindado, en breves dosis, informaciones claves para la historia. Sabemos entonces, por ejemplo, que Clarissa estuvo enferma y que ahora siente un profundo, intenso odio en su interior, que no parece nunca desaparecer del todo. El personaje enigmático de la señorita Kilman logra desatar la furia al interior del pensamiento de Clarissa. Nuevamente, el texto funciona como espejo de la conciencia, en la cual las impresiones se entremezclan con los pensamientos, tejiendo ideas. Las oraciones se siguen en una torrente de ira, donde los adjetivos y sustantivos producen cada vez más el efecto de dureza y dolor.
“Sin embargo, a Clarissa la irritaba llevar ese monstruo brutal agitándose en su interior, la irritaba oír el sonido de las ramas quebrándose, y sentir sus cascos hincándose en las profundidades de aquel bosque de suelo cubierto por las hojas, el alma” (p.29). La metáfora que culmina la frase cobra una significación adicional por el contexto en que aparece: Clarissa está entrando a la floristería, en un estado de perturbación interior que la avergüenza, intentando acallar su odio. Y muy pronto este se disipa; el bosque es el alma florece, en tanto Clarissa se siente inundada por los colores y aromas de las flores, “como si aquella belleza, aquel aroma, aquel color, y el hecho de la señorita Pym le tuviera simpatía y confiara en ella, formaran una ola por la que ella se dejaba llevar, superando aquel odio, superando aquel monstruo, superándolo todo; y la ola se levantaba más y más” (p.31).
Clarissa logra dejarse llevar por el movimiento del mar, es decir, por todo lo que rodea su cuerpo y la hace suspenderse, hasta que un sonido que disiente con la sensación irrumpe de forma abrupta y la transporta súbitamente a otra realidad. El disparo suena con la fuerza del presente, del mundo exterior, de todo aquello que queda fuera del universo de flores en que la señora Dalloway se preservaba.