Spleen vs. Ideal
Es el tema más importante del libro. De esta división irreconciliable surgen los otros grandes temas del libro: el amor, la lujuria, la modernidad, el rol del artista.
Comencemos con una definición de ambos: el Spleen surge del hastío que sufren las personas (en principio, el yo lírico, aunque Baudelaire incluye a sus lectores dentro de este sufrimiento en “Al lector”) por vivir en una rutina aburrida y gris; una rutina atravesada por la inmundicia de la ciudad, por el materialismo capitalista. Las personas son víctimas y culpables del Spleen, que los empuja, de la mano de Satán, inevitablemente, al pecado: la prostitución, el juego, el robo. En los cuatro poemas llamados, precisamente, “Spleen”, se encuentra una síntesis de lo que significa este terrible mal.
El Ideal es todo lo contrario. Es aquello que se eleva por sobre la inmundicia del mundo, por sobre el hastío del Spleen, y conecta a las personas con lo grandioso y lo eterno: la naturaleza (como en “Correspondencias”), el cielo (como en “Elevación”), Dios (como en “Bendición”), el amor (como en “La giganta”, aunque sea imaginación del yo lírico), el arte (como en “Los faros”).
En Las flores del mal, el yo lírico hace un recorrido que nace en la búsqueda constante y la conexión con lo Ideal. Sin embargo, a medida que pasan los poemas y el yo lírico se encuentra una y otra vez frente a los personajes sometidos al Spleen; a medida que va fracasando en el amor; a medida que cae inevitablemente en el pecado una y otra vez, el yo lírico se va alejando del Ideal, como si fuera imposible de evitar. La caída sucede, finalmente, en “Rebelión”, en donde se rebela contra Dios y se muestra como un devoto de Satán, amo y señor de los pecados del Spleen.
El rol del artista
En la concepción del romanticismo clásico, el artista tiene un don y una misión divina. A través de sus obras, debe revelar lo que está oculto a los ojos de los demás, lo que es misterioso e inexplicable. Debe llevar la luz a los pueblos.
El romanticismo pesimista y decadente de Baudelaire coincide al principio de Las flores del mal con la idea de que el artista tiene ese don divino que le permite ver lo que los otros no ven, pero se diferencia de la concepción clásica romántica porque aquí el artista no tiene la misión de utilizar ese don divino para iluminar al pueblo, a la gente común. Estos, desde el principio de la obra (es decir, desde “Bendición”, el primer poema), desprecian al poeta y son incapaces de comprenderlo. Del mismo modo, él es incapaz de transmitirles sus verdades luminosas a ellos. Y además, no le interesa. Su arte no se debe a estos sujetos vulgares, víctimas del Spleen, sino a algo que está por encima de ellos, a lo Ideal.
Ahora bien, con el transcurso del libro, el yo lírico va alejándose de lo Ideal (ver “Spleen e Ideal” en esta misma sección). Ya en la segunda parte del libro, “Cuadros parisinos”, se concentra en describir poéticamente a los nuevos personajes y el nuevo funcionamiento de la ciudad moderna. El yo lírico deja de buscar el Ideal y comienza a sentirse parte de ese mundo que describe. La elevación y su conexión con Dios ya no están tan a su alcance. La diferencia entre “Bendición”, donde el poeta aparece como una especie de Cristo, y “Los ciegos”, donde el poeta no sabe qué buscan estos en el cielo es un claro ejemplo de esta pérdida de fe.
Esta pérdida de fe se continúa acentuando en el transcurso del libro hasta que llegan dos momentos cruciales: la rebelión, donde el artista aparece como un igual de Satán, un ser sabio que conoce las verdades subterráneas pero que es miserable y está vencido; y un último momento, en la parte “La muerte”, donde el artista desconfía incluso del conocimiento de esas verdades, desconfía de tener algo más que mero ingenio para mostrarse como “un hombre original”.
Es decir, se puede afirmar que, en Las flores del mal, el rol del artista se va modificando de acuerdo a la fe que tiene el yo lírico en su poesía y en su relación con lo Ideal. Al principio, se siente conectado plenamente con lo Ideal, pero no conecta con las personas comunes. Luego, se siente más cercano a las personas comunes (empatiza con la mendiga pelirroja, con los ciegos), pero, absorbido por el Spleen, se aleja de lo Ideal. En “Rebelión”, el artista se consagra a Satán porque sabe que no tiene un don divino, Ideal, sino uno maléfico que lo acerca solamente al dolor y la destrucción. En “La muerte”, el artista ya desconfía de tener directamente cualquier tipo de don y de verdad.
La lujuria y el deseo sexual
Como hemos visto en el tema “El amor y la mujer”, los poemas de amor en Las flores del mal están totalmente atravesados por la lujuria y un deseo insaciable que, en lugar de unir al yo lírico con su amada, nunca pueden ser satisfechos. ¿Por qué?
En principio, el yo lírico se obsesiona y pierde la razón por mujeres inalcanzables (“La giganta” es el caso más evidente). Su deseo sexual, como aparece claramente en “El Ideal”, nunca se posa sobre mujeres “comunes”, ya que a estas las percibe como parte del Spleen, como rosas pálidas que no alcanzan el rojo pasional que despierta su lujuria. El Ideal sexual del yo lírico se posa siempre sobre mujeres extraordinarias.
Sin embargo, estas mujeres extraordinarias, por distintas razones, no pueden satisfacer al yo lírico. Ahora bien, esa razón no es la carencia de deseo sexual, de lujuria. Las “Mujeres condenadas” no pueden satisfacer su lujuria (con el yo lírico ni con nadie) por estar en una isla sin hombres, desterradas. En los ojos de la transeúnte de “A una que pasa” brilla la lujuria por el yo lírico, pero la fugacidad de la modernidad la hace seguir caminando. Las amantes de Don Juan y su esposa Elvira se vuelven locas de deseo cuando Don Juan llega a los Infiernos, pero él es indiferente a ellas. Por otro lado, en “La metamorfosis del vampiro”, el deseo sexual desenfrenado del yo lírico se concreta con una prostituta. Sin embargo, el resultado final es horroroso: una vez que su lujuria se satisface, ella se convierte en un esqueleto.
Entonces, si el deseo no se concreta, los personajes sufren. Si el deseo se concreta, también. En esta contradicción aparece la concepción de Baudelaire acerca de la lujuria en la sociedad parisina: todas las personas están atravesadas por un enorme deseo sexual; esa lujuria solamente puede ser realmente satisfecha por un ser Ideal, inalcanzable. Si, por el contrario, empujadas por el Hastío del Spleen, las personas intentan satisfacer ese deseo a través del pecado, el resultado final es encontrarse con el asco y el horror cara a cara.
En definitiva, en el romanticismo exaltado de Baudelaire, es imposible satisfacer la lujuria y el deseo sexual en una sociedad que es absolutamente lujuriosa, pero que está, a la vez, absolutamente prisionera del Spleen cotidiano, un Spleen que aplasta la sensibilidad, que no permite conectar con la Ideal satisfacción.
La muerte
Si bien a lo largo de todo el poemario aparece la muerte, la última parte del libro, titulada precisamente “La muerte”, tiene a esta como protagonista.
Lejos de aparecer como algo temido, la muerte es una fuerza esperanzadora. Al ser la vida descrita como cruel y horrorosa, la muerte debe ser necesariamente un escape, un descanso. Efectivamente, de ese modo aparece en los tres primeros poemas de “La muerte”, donde se describe el final de los diferentes personajes de la obra.
En “La muerte de los amantes” vemos cómo, luego de mostrar el fracaso del amor a lo largo de todo el libro, el amor finalmente triunfa de una manera sagrada gracias a la muerte que une a los amantes en un relámpago mágico. En “La muerte de los pobres”, por su parte, se afirma que estos anhelan la llegada del final ya que, en el más allá, podrán tener la comida y el descanso que no tuvieron durante toda su vida; en “La muerte de los artistas”, estos sueñan con que la muerte ilumine las obras que realizaron durante su vida y que estas, finalmente, sean admiradas por el público que los despreció mientras vivían.
Un párrafo aparte merece la muerte del yo lírico, a la que se le dedican los últimos poemas del libro. Él también espera la llegada del final con optimismo. Cansado de vivir en el Spleen, al que no pudo evitar pese a sus intentos de conectar con lo Ideal, el yo lírico anhela la muerte como la llegada de una verdad definitiva, una verdad que aniquile la hipocresía cotidiana del Spleen. Anhela la muerte como la llegada de lo nuevo, la llegada de algo que vaya más allá de la repetición insatisfactoria de la vida en el Spleen.
El amor y la mujer
A diferencia del romanticismo clásico, en el romanticismo tardío y extremo de Baudelaire, el amor no consiste en adorar a una mujer que simboliza el ideal amoroso más puro, en conexión plena con la naturaleza. No consiste en relaciones en las que el yo lírico padece porque la amada, bondadosa, sufre, por ejemplo, una muerte temprana o el encierro de sus padres (esto se puede ver en autores como Gustavo Bécquer o Víctor Hugo, entre tantos otros románticos).
Todo lo contrario. Aún siendo romántico, la exageración dolorosa de Baudelaire transforma ese sufrimiento y esa adoración del romanticismo clásico en odio y locura. La mujer amada ya no simboliza el ideal amoroso más puro, sino que es una persona sádica que se aprovecha del amor del yo lírico para someterlo (como lo hace la esposa del Poeta en “Bendición”), o es tan distante e indiferente que el yo lírico enloquece de odio y pasión (como en “A la que es demasiado alegre”). La amada ya no está en plena conexión con la naturaleza, sino con la lujuria de la ciudad.
Ahora bien, he aquí un punto interesante: el yo lírico, como se ve claramente en el poema “El ideal”, tampoco desea un amor civilizado, típicamente romántico. Su exaltación lo lleva a amar, de manera inevitable, a estas mujeres que, en definitiva, odia. Su corazón oscuro, sobrecargado de pasión y locura, necesita ser correspondido por el amor de una criminal como Lady Macbeth. El sufrimiento exaltado por el amor es, entonces, una fatalidad.
Por todo esto, el amor solamente puede funcionar felizmente en la imaginación del yo lírico. En “La giganta”, se imagina una relación pacífica y llena de erotismo, precisamente, con un ser mítico, inexistente: una giganta. En “A una mendiga pelirroja”, se enamora de una mujer con la que no puede entablar relación por su condición social, y la imagina como si fuera una reina. En “A una que pasa”, el yo lírico imagina que podría haber amado eternamente a una mujer con la que simplemente cruzó una mirada que él percibió cargada de pasión.
Dos poemas de Las flores del mal pueden rescatarse como excepción a esta norma: “El vino de los amantes” y “La muerte de los amantes”. En ambos, el amor se concreta felizmente: en el primero, él y ella gozan de la pasión sexual; en el segundo, los amantes mueren juntos, unidos en un relámpago mágico. ¿A qué se deben estas excepciones? A que, precisamente, hay dos elementos excepcionales que sacan al yo lírico y su amada del Spleen, de la cotidianidad horrible, y los elevan, los conectan directamente con lo Ideal: el vino y la muerte.
La modernidad
Este tema es fundamental, sobre todo en la segunda parte del libro “Cuadros parisinos”. Allí, el yo lírico, desde su posición de flâneur, se dedica a pintar con su poesía la modernidad naciente de París.
¿Cuáles son los aspectos de la modernidad que Baudelaire resalta? En primer lugar, los personajes marginales: el funcionamiento capitalista ha puesto a la vista a una cantidad de personajes marginales como los mendigos, las prostitutas, los enfermos. Por otro lado, cobra gran importancia el capitalismo: la ciudad es descrita como una especie de máquina ruidosa que no detiene nunca su producción, ni siquiera de noche: cuando los obreros se van a descansar, aparecen los “hombres de negocios nocturnos”, es decir, los ladrones, las prostitutas, y ellos siguen haciendo funcionar la ciudad capitalista. En tercer lugar, se destaca la fugacidad: París está llena de habitantes y de movimiento. Todo se ha vuelto fugaz, incluso el amor, como se ve en “A una que pasa”.
Ahora bien, lo que es fundamental destacar es que Baudelaire considera que el poeta debe encontrar la belleza en la modernidad, en sus nuevos productos. No puede ni debe conformarse con seguir describiendo la belleza de lo noble; debe intentar encontrar la belleza poética en las calles modernas, en la pobreza de esos personajes marginales, en su pecaminosidad; incluso, en el horror.
La enfermedad
La enfermedad es en el mundo de Baudelaire, fundamentalmente, inevitable. Todos están enfermos, ya sea física o mentalmente. Y, por supuesto, el yo lírico, por su condición de poeta, por su afinidad con el dolor, es el primer enfermo.
Es en “Cuadros parisinos” donde aparece desarrollado con mayor claridad este tema. El yo lírico, tras perder toda conexión con lo Ideal, se concentra en el mundo que lo rodea y sus habitantes. Allí, sus enfermedades físicas y mentales aparecen como un modo de conexión e igualación con ellos.
Por ejemplo, en “A una mendiga pelirroja”, el yo lírico se considera un “poeta enclenque” para el cual “el cuerpo enfermizo” de la mendiga es bellísimo. En “Los ciegos”, tras describir cómo estos se arrastran en la oscuridad, el yo lírico declara que él también se arrastra como ellos. Aunque no está ciego, se iguala con los ciegos como si sufriera la misma enfermedad. Por otro lado, en esta misma parte del libro, aparecen dos poemas que le dan un lugar especial a los enfermos: “El sol” y “Crepúsculo de la tarde”. En estos textos, el yo lírico no está enfermo, pero decide darle un lugar sagrado a quienes sufren en los hospitales.
Este carácter sagrado de los enfermos se debe a que estos son víctimas puras de ese mundo moderno dominado por el Spleen. Mientras que en “Crepúsculo de la tarde” todos salen a pecar, los enfermos sufren y mueren, sin haber tenido nunca un hogar, sin haber vivido nunca. Del mismo modo, el yo lírico, por su condición de poeta, es un enfermo, una víctima pura del Spleen y sus oscuros habitantes que, incluso, se divierten a costa de él (como en “Bendición”).
La enfermedad es, entonces, en Las flores del mal, un mal inevitable pero inocente. Es un mal que se acerca al Ideal. Incluso en “Bendición”, el yo lírico afirma que el dolor “es la única nobleza jamás mordida por la tierra y los infiernos” (pp. 15-17, ver sección “Citas” en esta misma guía). En definitiva, la enfermedad es el único punto a través del cual el yo lírico se puede sentir verdaderamente conectado con los demás.