Resumen
El primer capítulo de Rosaura a las diez se titula “Declaración de la señora Milagros Ramoneda, viuda de Perales, propietaria de la hospedería llamada La Madrileña, de la calle Rioja, en el antiguo barrio de Once”. Aquí, Milagros Ramoneda le ofrece al inspector su testimonio respecto al caso de Camilo Canegato, con quien convive desde hace doce años. Ella lo conoce cuando Camilo se presenta en su hospedaje para solicitar un cuarto. Aunque es muy selectiva con los huéspedes que aloja, termina aceptando a Camilo porque le parece “a primera vista, completamente inofensivo” (9).
Rápidamente, Milagros advierte que Camilo es tan tímido y respetuoso que termina haciendo el ridículo. En su conversación, descubre que es pintor y restaurador de cuadros, y que busca un lugar donde vivir luego de que su padre, el único familiar que tenía, muera. En su primera noche, el aspecto de Camilo lo vuelve objeto de burla de los otros huéspedes, e incluso Milagros se ríe de él tras dejarlo en su habitación.
Con el paso de los años, la tendencia generalizada a burlarse de Camilo se enfatiza, pero él nunca se queja ni toma ninguna represalia. Al principio, Milagros se preocupa por su salud, ya que tiene la costumbre de llevar “no sé cuántos frascos de jarabes, píldoras, pastillas y polvos” (19) a la mesa donde cenan los huéspedes en conjunto. Él afirma necesitarlos porque sueña demasiado. Pese a ello, Milagros lo termina convenciendo de que los deje.
Con el tiempo, la relación entre Camilo, Milagros y sus tres hijas se afianza tanto que empiezan a considerarlo parte de la familia: “Él era, para mí, como un hijo. Para mis hijas un hermano mayor (...). A la recíproca, nosotras cuatro fuimos para él la familia que no tenía” (23). Mientras Camilo consiente y le compra cosas a las hijas de Milagros, ellas le hacen de confidentes, lo cuidan y lo impulsan a que se case y sea feliz.
Milagros explica que las cosas comenzaron a cambiar seis meses atrás. Un miércoles, una chismosa inquilina llamada Eufrasia Morales intercepta al cartero para que le dé las correspondencias a ella. Eufrasia adquiere esa costumbre “nada más que para enterarse de qué correspondencia recibe cada uno y de ahí sacar madeja para sus chismes” (27), pero lo disimula llevándole los sobres a Milgaros, como si le hiciera un favor. Ese día, sin embargo, se presenta al lado de Milagros con una expresión extraña y le ofrece un sobre rosa con un intenso perfume a violetas y una letra “femenina y amorosa” (28). La carta tiene a Camilo como destinatario. Aunque el sobre despierta la curiosidad de Milagros, deja el sobre en la habitación de Camilo e intenta desentenderse del asunto. Pero la cosa no acaba ahí, porque a partir de ese día todos los miércoles comienza a llegar la correspondencia amorosa. Las “cartas rosas y el misterio que las rodeaba” (32) empiezan a afectar sobremanera a Eufrasia, que está permanentemente pendiente de ellas.
Un día, indignada por el hecho de que Camilo no le hable acerca de su amorío, Milagros aprovecha su ausencia y, con la excusa de limpiar su cuarto, le revisa la correspondencia para leerla junto a sus hijas. Así descubren que las escribe una mujer llamada Rosaura, en cuya casa recibe a Camilo todos los lunes. Por algún motivo, su relación amorosa debe mantenerse en secreto. Las hijas de Milagros comienzan a bromear diciendo que Rosaura debe ser vieja y fea, pero Milagros las reprende y vuelve a guardar los sobres. Los días siguientes, mientras prosigue en la tarea de revisarle las cartas, Milagros advierte que Camilo está distinto, más seguro y reservado, y que los lunes se viste muy bien para visitar a Rosaura.
Semanas después, una nueva carta llega a la hospedería. Esta vez, Rosaura parece haber olvidado escribir los datos del destinatario. Aprovechando el descuido, Eufrasia convence a Milagros de que tiene la excusa perfecta para leer el contenido. Milgaros accede sin que Eufrasia se entere de que ella está al tanto del contenido de las cartas anteriores. Junto a la mujer y a sus hijas, leen una carta de Rosaura extremadamente pasional. En la euforia de la lectura, los gritos de emoción de Eufrasia y de las hijas de Milagros atraen la atención del resto de los inquilinos, de modo que, cuando terminan de leer, ya están todos enterados del nuevo chisme.
A la hora de la cena, Camilo llega al comedor y el resto de los huéspedes lo felicita y se burla amistosamente de él. Finalmente, Eufrasia le dice a Camilo que están al tanto de su última carta y Milagros confiesa haberla leído. Al terminar la cena, Milagros y sus hijas presionan a Camilo para que les cuente la verdad acerca del romance.
Camilo les cuenta que una tarde se le apareció en su taller un adinerado hombre vestido de luto con el pedido de que le restaure el cuadro de su difunta esposa. Pese a que el hombre lo trata con desprecio, como si fuera un ser inferior, Camilo accede. Rápidamente lo trasladan a la lujosa mansión del hombre, ubicada en el barrio de Recoleta, donde le presentan el cuadro a restaurar: el retrato de “una señora cuarentona, hermosísima, rubia, vestida a lo dama antigua” (61). En la mansión conoce también al sobrino del viudo, un desagradable joven de “boca carnuda” (63).
A partir de entonces, Camilo visita diariamente la mansión para trabajar en la restauración del cuadro mientras la hermana de la difunta lo vigila en el cuarto que le destinan para ello. Un día, sus labores se interrumpen con la llegada de una joven hermosa, Rosaura, que resulta ser la hija de la mujer retratada. Camilo y Rosaura conversan vívidamente sobre arte y sienten afinidad de inmediato. Eventualmente, Rosaura oye la voz de su padre y se escabulle rápidamente de la habitación.
Camilo se entristece al pensar que no volverá a verla, pero un día el viudo se entera de que no es solo restaurador sino también pintor, y le propone hacer un retrato de su hija. A partir de entonces, Camilo visita la casa todos los lunes para retratar a Rosaura y, rápidamente, el amor “estalla entre ellos como un incendio” (73). Pese a ello, como no pueden hablar a solas en la casa debido a la presencia constante de la tía de Rosaura, la joven comienza a escribirle las cartas que llegan semanalmente a La Madrileña.
Tras la confesión, Milagros y sus hijas felicitan a Camilo y lo incentivan a que siga adelante con su relación. Camilo agradece y les pide que no digan nada, menos a David Réguel, un inquilino de la hospedería a quien Milagros considera desagradable y arrogante.
Análisis
Rosaura a las diez comienza con la “Declaración de la señora Milagros Ramoneda (...), propietaria de la hospedería llamada La Madrileña” (6), donde se desarrollan la mayoría de los acontecimientos narrados a lo largo de toda la novela. Antes incluso de comprender el argumento central de la trama, el hecho de encontrarnos ante una declaración nos permite anticipar que estamos ante una novela del género policial: si hay una declaración, tenemos un testigo o un implicado en un delito y es posible suponer que el receptor de dicha declaración sea una persona vinculada a una institución policial o legal. De esta manera, la novela comienza con lo que será la perspectiva de la señora Milagros, testigo fundamental para la resolución de un crimen.
El filósofo y teórico literario Tzvetan Todorov describe las características que presenta el relato policial clásico desde su nacimiento durante la primera mitad del siglo XIX. Para él, este tipo de relatos no presentan “una historia sino dos: la historia del crimen y la historia de la investigación (...). La primera historia, la del crimen, ha concluido antes de que comience la segunda. Pero; ¿qué ocurre en la segunda? Poca cosa. Los personajes de esta segunda historia, la historia de la investigación, no actúan, aprenden (2003: 37). Es decir, todo relato policial clásico cuenta dos historias desarrolladas en dos lógicas temporales distintas: la historia de la investigación leída por los lectores, que se desarrolla en una temporalidad lineal, y la historia del crimen, que se presenta en forma fragmentaria e inconexa a partir de las opiniones subjetivas de los testigos, las pruebas y las deducciones e hipótesis de los investigadores.
Sobre ello, Todorov agrega que “podemos caracterizar esas dos historias, además, diciendo que la primera, la del crimen, cuenta «lo que efectivamente ocurrió», en tanto que la segunda, la de la investigación, explica «cómo el lector (o el narrador) toma conocimiento de los hechos»” (2003: 37). Mientras que los lectores seguimos el transcurso lineal del relato de la investigación, nos vemos en la tarea de ir reconstruyendo el relato que la motiva, el crimen. Para Todorov, el hecho de que el lector se vea obligado a reconstruir la historia del crimen explica que los relatos policiales nunca puedan tener un narrador omnisciente, un narrador que pueda supervisar la totalidad de los hechos en forma objetiva, que lo sepa todo. En el caso de haber un narrador omnisciente, nunca se podría formular un enigma, requisito necesario para la reconstrucción narrativa del crimen.
Ahora bien, la crítica ha coincidido en señalar, como una de las características más distintivas de Rosaura a la diez, el hecho de que la figura del investigador, central en los relatos policiales, casi no tenga incidencia ni aparezca como un personaje activo en la trama de la novela. En efecto, el personaje del inspector Baigorri se presenta mayoritariamente como receptor de las confesiones de los testigos y nosotros, en tanto lectores, recibimos las declaraciones del mismo modo que él. De esta manera, la novela nos impulsa a ocupar un lugar activo en la recopilación de las pistas y la comparación de los testimonios, para desentrañar el misterio que se alza en torno al crimen. Lector e investigador, por lo tanto, aparecen como equivalentes en esta novela.
Juan Carlos Merlo destaca que una de las virtudes de esta novela reside en el hecho de que Denevi ha sabido
organizar la materia informativa de las declaraciones, del interrogatorio y de la carta asignándole a cada protagonista un lenguaje, un modo de hablar inconfundible; pero también una visión de los hechos acorde con el temperamento y el carácter personal que se muestra en ese modo de hablar. La ficción también crece por la evaluación tácita que el autor hace del testimonio de cada testigo. Las palabras de cada uno significan por lo que dicen; pero, además, porque son un dibujo expresivo de su personalidad (2000: 7-8).
Es decir que no solo las distintas interpretaciones de los hechos difieren según los personajes implicados en el proceso de la investigación. Además, los modos que tienen de comunicarse, sus opiniones y prejuicios nos sirven para caracterizar la personalidad singular de cada uno de ellos. La declaración de Milagros, en este sentido, “Se trata de un monólogo de la mejor estirpe hispana (...). Locuaz, sentenciosa, intencionada, graciosa, Doña Milagros se muestra espontánea y parlanchina, como tantas emigradas españolas” (2000: 8) típicas del paisaje urbano en la ciudad porteña de Buenos Aires durante la primera mitad del siglo XX.
A partir de su declaración, los lectores nos hacemos una primera imagen del protagonista de la novela, Camilo Canegato. Pese a que dice quererlo como si fuera de su familia, Milagros no duda en calificarlo desde un principio como un sujeto ridículo, excesivamente tímido y falto de carácter, a quien todos en La Madrileña tratan burlonamente: “Le hacían la comedia de tratarlo con toda cortesía, lo llamaban “señor restaurador” (18). Sobre ello, resulta interesante que la caracterización que Milagros hace de su aspecto físico tiende a enfatizar la opinión que tiene acerca de su personalidad: “Su cara de San Lorenzo Mártir, con aquella sonrisa de sufrimiento en los labios, todo él como un animalito que espera que lo maten, tan indefenso, tan rendido, tan resignado” (96-97).
Por último, cabe mencionar la centralidad que tiene el tema de “Los chismes y el fisgoneo” desde las primeras páginas de la novela. Salvo Camilo, todos los integrantes de la hospedería se caracterizan por ser fisgones y chismosos. Uno de los momentos donde esto se hace más evidente se nos presenta cuando Milagros lee la carta de Camilo para el resto de los huéspedes: “Quisieron ver la carta, y la carta pasó de mano en mano, y cada uno dijo su opinión, su chisme. Porque así es la vida, desgraciadamente. No se tragan entre ellos, pero para poner en solfa al otro estaban todos de acuerdo, y tan amistosamente, que parecían hermanos” (50). Irónicamente, Milagros critica las actitudes del resto cuando es ella quien más se entromete en los asuntos de Camilo, ventilando para todos sus más hondos secretos.