Resumen:
Capítulo 4: El astillero II
Larsen consigue reunirse con Jeremías Petrus un mediodía en el astillero. El narrador advierte sobre la necesidad de tener en cuenta que hace medio año que el astillero se encuentra sin Gerente General.
En el astillero, Petrus le presenta a Gálvez, encargado de la administración del astillero, y a Kunz, responsable de la parte técnica. Ambos están trabajando en el inventario de la empresa y comentan que hasta el momento no han encontrado ninguna falta. El viejo Petrus les responde que es necesario seguir presentando informes periódicos a la Junta de Acreedores, y mientras tanto seguir resistiendo y trabajando hasta que la situación se resuelva. Larsen distingue en Gálvez y Kunz ironía y hostilidad y, mientras sale detrás de Petrus hacia las oficinas, escucha que los hombres se burlan y ridiculizan al viejo.
Petrus y Larsen llegan a una oficina marcada por el abandono y la suciedad. En medio de la ruina, Petrus pronuncia un discurso sobre el futuro promisorio de la empresa. Larsen lo reconoce como el mismo discurso que daba años atrás durante el esplendor del astillero. El viejo enumera las ventajas del negocio y el valor alto de la empresa, y asegura que muy pronto el juez levantará la quiebra y la empresa podrá renacer. Le ofrece entonces el cargo de Gerente General y le pide que piense la cifra de sus honorarios.
Terminada la reunión, el narrador vuelve a anticiparse a los hechos y afirma que, si Larsen hubiera ido entonces a almorzar con Kunz y Gálvez, habría podido darse cuenta de la trampa en la que estaba entrando y salvarse. Pero ese encuentro recién se da veinticuatro horas después, cuando ya es demasiado tarde y Larsen ya ha sellado el pacto con Petrus.
El relato reconstruye en ese punto el encuentro del día siguiente entre Larsen, Gálvez y Kunz en el bar Belgrano. El primero nota que los empleados se dirigen a él de manera irónica y hostil, felicitándolo por su nuevo cargo y recomendándole que pida honorarios altos. Se siente descolocado y ridiculizado, y entiende que está cayendo en una trampa de la que no es capaz de salir. Gálvez menciona rumores que circulan en Puerto Astillero y que hablan de un vínculo amoroso entre Larsen y la hija de Petrus; Larsen se defiende diciendo que es un asunto personal. Se levanta para irse e intenta impostar un gesto de autoridad acorde a su nuevo cargo de gerente, pero no puede evitar sentirse débil y humillado.
Enseguida, el relato retoma el discurrir del día anterior. Larsen permanece en el astillero y se dedica a recorrer las instalaciones, para descubrir que están completamente sumidas en la ruina y la soledad. Se dice para sí mismo que esa situación tiene que cambiar y se propone ordenarla. El narrador entonces comenta que Larsen necesita creer que eso es posible, pues le asigna un sentido a su vida.
Capítulo 5: La Glorieta II
El narrador retoma la idea de que Larsen se encuentra ya hechizado y resuelto cuando, al día siguiente, almuerza con Kunz y Gálvez en el Belgrano y se entrega al trabajo de Gerente. Gálvez es el responsable de escribir el informe mensual de los honorarios de los empleados y cada mes, ante esa tarea, vuelve a comprender con furia el absurdo en el que están sumergidos.
Sin embargo, Larsen empieza una rutina disciplinada en su oficina como Gerente General. Llega temprano en la mañana y revisa carpetas con historias de precios, peritajes, ofertas y contraofertas de cinco o diez años atrás. Comprende que no cobrará un sueldo a fin de mes, pero se contenta con la satisfacción de aparentar ser una autoridad y hablar de temas que parecen relevantes. Las conversaciones con Gálvez y Kunz asumen la forma de la farsa: despliegan mentiras, disparates, burlas, y Larsen responde a ellas aceptando esa impostada sumisión al jefe. Luego de dedicarse toda la tarde a hojear carpetas con trabajos que ya no significan nada para nadie, continúa con la segunda parte de su rutina: vuelve a cambiarse al Belgrano para ir a visitar a Angélica. Si se encuentra al patrón del Belgrano en el camino, miente sobre su paseo y toma caminos siempre distintos para no poder ser rastreado.
El narrador especula nuevamente sobre la ceremonia que lleva a cabo Larsen en la glorieta. Propone la posibilidad de que bese a Angélica antes de sentarse, o que recién se besen cuando escuchen a la sirvienta y al perro alejarse hacia la casa; incluso es posible que Larsen no se atreva a besarla sino hasta saber cuál es la técnica de seducción propicia para no espantarla. Pero la casa aún permanece inaccesible para él: a pesar de sus insistencias para entrar, argumentando sus ganas de conocer el espacio que ella habita, Angélica le dice que eso solo es posible si Petrus lo invita.
Capítulo 6: La casilla 1
El capítulo se inicia con un anticipo del narrador en torno a un escándalo suscitado con Angélica Inés Petrus una tarde que entró a la oficina de Larsen con el vestido roto sobre el pecho, arrancado por ella misma desde los hombros hasta la cintura. Anticipa también que eso debe haber ocurrido antes de que Larsen se sumiera otra vez en la miseria y la deuda, imposibilitado de pagarle a Poetters.
El relato se encauza, no obstante, para retratar una tarde en que Larsen revisa informes inútiles de siete años atrás sobre la reparación de un barco. En la soledad de las oficinas, siente hambre y tristeza de estar solo, y enseguida recuerda que Gálvez le mencionó que vive en una casilla próxima con su familia. De modo que se dirige a la casilla, con la excusa de preguntarle por ese informe que leía, pero cuando llega no lo dejan hablar; saltean el momento de la farsa y las mentiras y lo invitan a quedarse a comer. Están presentes Gálvez y Kunz, y aparece por primera vez la mujer de Gálvez, hermosa, embarazada y vestida de hombre. Larsen se presenta ante ella con la característica sonrisa seductora que dedica a las mujeres.
La casilla parece una casilla de perro y está bastante deteriorada. Larsen intenta ser simpático y elogia el espacio, y Gálvez responde con sorna, interpretando que él viene a ver cómo viven los pobres. Larsen vuelve a aparentar que su visita se debe a ese informe y siente que los presentes se burlan de él, marcando un silencio respetuoso que lo obligue a confesar la farsa y su desesperación. Kunz le sigue el juego y promete revisar el asunto. Entonces Gálvez da por sentado que Larsen se quedará a comer y lo hace ir a buscarse un plato a la casilla. Larsen lo hace, sin dudar, y se sienta a comer.
Desde ese momento, comenta el narrador, Larsen se entrega a nuevas ilusiones, además de aquella de la gerencia del astillero; nuevas formas de mentiras que se había propuesto no volver a frecuentar. Su situación miserable (la falta de un sueldo real, la imposibilidad de pagar el alquiler del Belgrano, el estado percudido de su ropa, que debe ocultar cuando visita a Angélica) lo llevan a tomar ese camino. Así, Larsen comienza un deliberado juego de apariencias, que sus compañeros aceptan sin burla. Ante la evidencia de esa miseria con la que Larsen combate, sus compañeros dejan de odiarlo y hasta lo soportan, porque en alguna medida lo creen loco.
Análisis
En estos capítulos se presentan los personajes que acompañarán a Larsen en el simulacro de puesta en marcha del astillero y que conformarán una comunidad de desgraciados. Se construye asimismo la farsa como un mecanismo compartido por los personajes, en torno a la cual estructuran sus vidas. La farsa configura el modo de relacionarse de los personajes y, en pos de ella, asumen la máscara como forma de vida.
En el capítulo 4 Larsen vuelve a Puerto Astillero y esta vez ingresa en el espacio del astillero, donde se reúne por primera vez con el viejo Petrus. Este es el mentor y principal motor de la farsa que se construye en torno al negocio del astillero, porque es el único personaje que defiende esa ilusión sin reparos ni dudas, incluso hasta el absurdo. Para alentar a sus empleados, el viejo recurre a la metáfora del barco: “Tenemos que resistir hasta que se haga justicia; trabajar, yo lo hice siempre, como si no hubiera pasado nada. Un capitán se hunde con su barco; pero nosotros, señores, no nos vamos a hundir. Estamos escorados y a la deriva, pero todavía no es naufragio” (28). Con ella, Petrus compara la empresa con un barco que se encuentra escorado y a la deriva, es decir, inestable y sin rumbo fijo, y asemeja la quiebra de la empresa con un naufragio, que todavía no ha ocurrido. La metáfora es un poco obvia en tanto lo que se describe con ella es, justamente, una empresa de barcos y, sin proponérselo, la imagen resulta burlesca pues en el astillero de Petrus no quedan siquiera barcos en pie, capaces de escorarse o de naufragar. Pero además, su discurso, cargado de metáforas y frases optimistas, contrasta notablemente con la ridiculización que hacen de él sus empleados cuando imitan su soberbia: “Soy un pionero, señores accionistas” (29). Ellos ponen en tela de juicio el discurso de Petrus en torno al progreso y desautorizan su figura, convirtiendo sus afirmaciones en desvaríos.
Aunque afecta obediencia, Larsen mismo evidencia el desajuste que hay entre su ilusión y la realidad: “Larsen fue asintiendo en las pausas del discurso inmortal que habían escuchado, esperanzados y agradecidos, meses o años atrás Gálvez, Kunz, decenas de hombres miserables –desparramados ahora, desaparecidos, muertos algunos, fantasmas todos, para los cuales las frases lentas bien pronunciadas, la oferta variable, fascinante, corroboraban la existencia de Dios, de la buena suerte” (29). Petrus profiere un discurso inmortal, es decir, ajustable a cualquier tiempo: es automático y anacrónico, remite a un pasado que ya no coincide con el escenario real actual. Años atrás, su voz representaba la promesa del gran proyecto de modernización; sus palabras auguraban un progreso que permitía a esos hombres creer en la existencia de Dios o en la buena suerte. Pero en el presente en que Larsen lo escucha, ese pasado solo persiste en forma de ruinas, y aquellos hombres creyentes ya son fantasmas.
Frente a la figura de Petrus, persistente en la farsa e indemne a las burlas, Gálvez y Kunz son caracterizados por la ironía y el gesto burlón, con el cual ponen en evidencia el artificio que hay detrás de esa farsa. En este sentido, a diferencia de Petrus, que nunca lo reconocerá, ellos se muestran conscientes de la farsa: se ríen del optimismo fuera de lugar de Petrus y se burlan también del nombramiento de Larsen como gerente. Sin embargo, esa consciencia no los exime de esa responsabilidad; al contrario, continúan trabajando en el inventario del astillero y mantienen sus puestos de trabajo. Larsen, por su parte, se siente humillado por las burlas, pero al igual que Gálvez y Kunz se esfuerza por mantener la compostura e impostar su autoridad de jefe.
Se arriba así a lo que Hugo Verani identificó como el “ritual de impostura” (Verani, 1981) propio de los universos onettianos. La literatura de Onetti, y El astillero en particular, están marcadas por la impronta existencialista, que se trasluce en el pesimismo y la angustia existencial que agobia a sus personajes. Ellos son conscientes de la insignificancia de sus vidas, de su atroz condición de fracasados. Pero el autor, a diferencia de otras expresiones existencialistas de sus contemporáneos, le imprime a este planteo un rasgo propio, en consonancia con el ritual de impostura: los personajes de Onetti recurren a la ficción, a la creación de mundos imaginarios, para soportar la neurosis y evadir la desesperación.
Por eso es que los personajes de El astillero, en particular los que se reúnen en torno a la empresa de Petrus, son seres degradados que llenan su vacío con la representación de una misión ficticia. Disponen sus vidas a la tarea imposible de reactivar el astillero, aun cuando la realidad material no da signos de recomposición. En estos capítulos, se describe cómo Larsen, Gálvez y Kunz se entregan a una rutina estricta, con horarios y tareas específicas. Recrean en el espacio devastado del astillero un simulacro de trabajo de oficina y pasan por alto la falta de ventanas y las paredes derruidas, en función de acatar un pacto silencioso y compartido, ritual colectivo de apariencias. En este contexto, no interesan la verdad o las certezas que ese mundo puede darles; lo importante es sostener el simulacro, respetar el juego sin salirse de él.
Larsen encuentra un disfrute en desplegar hasta el extremo esa impostura, incluso a sabiendas de la mentira: “Todas las mentiras, los disparates, las irritadas burlas que iba inventando el otro, uno de los dos, al otro lado del escritorio (…) calentaban el corazón de Larsen” (43). La necesidad de llenar su vacío queda por primera vez explicitada hacia el final del capítulo 4, gracias a la intervención del narrador omnisciente que echa luz sobre su interioridad: “Iba vigilante, inquieto, implacable y paternal, disimuladamente majestuoso, resuelto a desparramar ascensos y cesantías, necesitando creer que todo aquello era suyo y necesitando entregarse sin reservas a todo aquello con el único propósito de darle un sentido y atribuir este sentido a los años que le quedaban por vivir y, en consecuencia, a la totalidad de su vida” (39). Así, la farsa no solo es un mecanismo colectivo, sino que también expresa una dimensión íntima: el regreso del personaje a Santa María, de donde se fue derrotado, arrastrado por la policía, repudiado por su comunidad, toma la forma de una redención, de una necesidad vital, de una exploración del sujeto en busca de una identidad menos opresiva. Y sin embargo, irónicamente, el narrador se encarga de destruir esta ilusión y expone a su personaje a la humillación frente al lector, pues luego de esa confesión de Larsen, lo define como “perdido y atrapado” (40).
En estos capítulos, asimismo, Larsen ingresa en un nuevo espacio: la casilla de Gálvez y su mujer, que se asemeja a una casilla de perro, lo cual da cuenta del grado de miseria en que viven. En ese ámbito, Larsen podrá evadir su propia soledad y encontrarse acompañado en la miseria. Se esboza así el comienzo, junto a Kunz, Galvez y su mujer, de una comunidad de desgraciados que le ayudarán a “experimentar como normal, como infinitamente tolerable, la sensación de la celada y la desesperanza” (55).
La farsa crece aún más en la medida en que se choca con la evidencia insoslayable de la decadencia de Puerto Astillero. En estos capítulos, el astillero es representado con la metáfora de la muerte, en el que el espacio recrea un cementerio, todos sus aparatos adquieren la forma de cadáveres y el recorrido de Larsen por ellos se asimila a un ritual mortuorio: “Fue, paso a paso, con la velocidad que intuía apropiada a la ceremonia, cargando deliberadamente con la amargura y el escepticismo de la derrota para sustraerlos a las piezas de metal en sus tumbas, a las corpulentas máquina en sus mausoleos, a los cenotafios de yuyo” (39). La muerte expresa lo irreversible de la situación.
En paralelo, y acentuando su miseria, Larsen continúa el ritual de conquista de Angélica, que lo obliga a ocultar los signos crecientes de su pobreza. Por eso, antes de verla se dedica al ritual de arreglarse, se perfuma, oculta los puños rotos de su camisa; construye una apariencia acorde al escenario de la glorieta. Y, sin embargo, es cada vez más consciente de la locura de la muchacha.
El capítulo 6 se abre con un anticipo del narrador en torno a un escándalo que se suscita en el astillero entre Angélica y Larsen. Sin embargo, ese suceso no se desarrollará sino hasta el capítulo 13, con lo cual se confirma nuevamente la estrategia evasiva y ambigua del narrador, que presenta ocultando, exponiendo parcialmente información importante que queda inconclusa. Con ello, el narrador contribuye a desestabilizar aún más el relato, pues el aparente éxito de Larsen con Angélica, que se irá tejiendo hasta la mitad de la novela, se cuestiona; el lector quedará pendiente de ese fracaso, incapaz de confiar en los signos optimistas.