Resumen
Capítulo 7: La glorieta III – La casilla II
Larsen viaja hasta Mercedes, dos puertos al sur, para vender lo último que le queda: un broche con diamantes y un rubí. Luego va a una joyería y compra dos polveras idénticas.
Esa noche se ausenta de su cena en la casilla y cena en el Belgrano con el patrón, luego de pagarle la deuda. En su charla con Poetters, y bajo los efectos del alcohol, insinúa que la Junta de Acreedores pronto liberará el dinero de Petrus y que, una vez que eso suceda, se anunciará el compromiso de Larsen y Angélica. Sin embargo, cuando sube a dormir piensa que le queda poco dinero y entiende que, a ese ritmo, en pocos meses no tendrá ni cama ni comida.
Al día siguiente, continúa su rutina inútil en el astillero, leyendo carpetas de sucesos del pasado. Escucha en la habitación de al lado a Gálvez y a Kunz y piensa que ellos están tan locos como él, y que en suma son todos farsantes: se burlan del viejo y no creen que la recuperación de la empresa sea posible, pero se entregan al juego de cumplir la rutina laboral. En la medida en que todos comparten esa farsa, el juego se convierte en una nueva realidad, lo cual da cuenta de que están sumidos en la locura. A continuación, se acerca a tomar un café con ellos y conversan sobre la cantidad de kilómetros de rieles que nunca se usaron y sobre el proyecto inconcluso de construir un camino paralelo al riel. Gálvez y Kunz dicen que al menos ellos aprovechan esos materiales en desuso para prenderlos fuego y calentarse y cocinar. Larsen les dice que se ausentará de la oficina por la tarde y les deja dinero para hacer una fiesta a la noche.
Luego de una siesta, se arregla y se dirige a la casa de Angélica. Mientras espera en el portón a que le abran, piensa, compadeciéndose de sí mismo, que aún puede pegarse un tiro. Es Angélica y no Josefina quien le abre el portón esta vez. Le dice que ya no lo esperaban, que Josefina está cocinando y enseguida llegará Petrus. Larsen se disculpa y le dice que tuvo que viajar a Santa María para traerle un recuerdo. Una vez sentados en la glorieta, le entrega una de las polveras que compró, diciéndole que quiere que con ella lo recuerde a él y pueda mirar su bello rostro en el espejo. Mientras ella elogia el obsequio, Larsen sufre y siente tristeza; acepta que ese sea el final de esa historia. Entonces se le acerca y, si bien ella primero parece negarse, se dan un beso. Escuchan que se acerca a Josefina y Larsen le miente a Angélica, comparando el beso con el más feliz de sus sueños.
Acto seguido, Larsen se dirige a la casilla, incapaz de alegrarse por su victoria con Angélica. A diferencia de otras veces con otras mujeres, en que sintió orgullo y poder, ahora siente que no hay lugar para el orgullo. Se siente vacío. Luego de cenar con sus compañeros, aprovecha un momento a solas con la mujer de Gálvez y le regala la segunda polvera, diciéndole, al igual que hizo con Angélica, que se la regala para que lo recuerde. A la mujer le parece cómico que le regale eso a ella y le pregunta si espera a cambio un beso, a lo que Larsen responde extasiado que no. A continuación, sale a conversar con Gálvez y Kunz, y el primero le confiesa, enigmático, que tiene una forma de mandar al viejo Petrus a la cárcel cuando quiera.
Capítulo 8: El astillero III – La casilla III
Al día siguiente, Kunz entra en la oficina del gerente general y, con el tono impostado característico, le dice que Gálvez quiere verlo. Luego de aceptar reunirse, y mientras Kunz va a buscar a Gálvez, Larsen saca de abajo del brazo un revólver y lo guarda en el cajón de su escritorio. Al entrar, Gálvez le entrega un título de diez mil pesos firmado por Petrus y le dice que esa es la prueba que le permitiría meterlo preso de por vida: le asegura que ese documento es falso y que el viejo ha vendido muchos títulos falsificados como ese. Larsen le pregunta qué ganaría mandándolo a la cárcel y el otro le responde que todos perderían seguro su trabajo pero que el viejo merece ese fin. Larsen le dice que haga lo que le parezca mejor. En paralelo, Larsen se avergüenza de ver sus ventanas sin vidrios en pleno invierno, y Gálvez aprovecha para confesar que todos los meses, junto con Kunz, vende mercadería de los galpones.
Cuando Gálvez se retira, Larsen vuelve a ponerse el revólver sobre el pecho y piensa, sufriente, que ya no le preocupa que la vida se pase y se aleje cada vez más de las cosas que le importan. Le preocupa la idea de que Gálvez denuncie a Petrus y no entiende qué postura tomar para salir favorecido. Mientras sale de su oficina, piensa que tiene ganas de hacer una crueldad a la que nadie pueda descubrirle una causa. Entonces recorre los alrededores del astillero y la casilla con una sensación de éxtasis, como si lo viera por primera vez. En el galpón imagina un futuro a cargo de la casa de Petrus, junto a una Josefina cómplice y a Angélica rodeada de niños, frente a un retrato de su suegro, Petrus, ya fallecido. A continuación, descubre una oficina abandonada, que resulta ser la casa de Kunz, y se sienta en la cama. Allí asume que su vida está atravesada por la desgracia, que con el sueño de la gerencia no ha hecho más que seguir promoviéndola y que ahora no le queda más que hacer cosas sin interés y sin sentido, hasta que la desgracia se desprenda de él.
Por último, Larsen se dirige a la casilla, donde le ofrecen comida. Kunz y Gálvez le preguntan dónde ha estado y le confiesan que creían que había ido a visitar a Petrus para darle aviso de que pensaban denunciarlo. Agregan que eso no habría servido para nada porque Petrus ya hace rato que sabe, y sin embargo Gálvez sugiere que, de haberlo hecho, le habría hecho un favor, porque hace años que él no se atreve a hacer nada al respecto. Enseguida, Kunz y Gálvez, reproduciendo la farsa, comienzan a conversar de posibles maneras de aumentar las ganancias del astillero, mediante la piratería o la trata. Le piden permiso a Larsen para no ir esa tarde al astillero y quedarse bebiendo y hablando de piratas. Larsen responde que ahora está más contento porque hace un rato sintió la desgracia y ahora nota que no es algo individual, sino que la desgracia está en todos, y eso la hace más llevadera. Acuerdan quedarse todos en la casilla y Larsen enuncia ante ellos la posibilidad de que vaya esa tarde a hablarle a Petrus del título falsificado. Gálvez se muestra indiferente.
Capítulo 9: El astillero IV – La casilla IV
El narrador afirma, aunque dejando en claro que no puede precisar con certeza en qué momento de la historia sucedió, que hay una semana en la que Gálvez se niega a ir al astillero. La primera mañana de su ausencia, Larsen se siente inquieto pues ve en ello un peligro, es decir, la posibilidad de que la partida de Gálvez sea definitiva y signifique su renuncia al juego que comparten, a la farsa, y que eventualmente contagie a Kunz. En su oficina, Larsen acaricia su revólver, a la espera de que el alemán se acerque a hablarle, pero este permanece en la oficina de al lado. Entonces Larsen guarda el revólver y lo llama, decidido a insultarlo si lo burla y a matarlo si le da pelea. Lo aborda con la excusa de preguntarle por el caso de un barco que años atrás se incendió en el astillero por un desperfecto técnico, pero Kunz dice no saber nada al respecto. Entonces Larsen aprovecha para preguntarle por Gálvez y aquel le dice que no lo ha visto, que luego irá a su casa a ver si está bien.
Por la tarde, Larsen va a visitar a Gálvez, asumiendo una actitud tolerante y paternal. Al llegar se encuentra a la mujer y él le asegura que las cosas se arreglarán pronto. Ella le dice que Gálvez está dentro de la casilla, que se puso a sí mismo en penitencia y que ella teme que lo echen del astillero por ausentarse sin justificación, con lo cual le pide a Larsen que hable con él. Larsen piensa en ese momento que la quiere y siente que han sido siempre hermanos, aún sin conocerse.
Cuando entra en la casilla, Gálvez, acostado en la cama mirando la pared, lo insulta y le dice que se vaya. Pero Larsen se sienta al lado suyo y comienza un discurso esperanzador, en el que le promete que están muy próximos a salvar el astillero y recuperar el dinero perdido, y le asegura que cuenta con la palabra de Petrus. Piensa, mientras tanto, que todo eso es falso, pero necesita prolongar el embrujo, pues más allá de la farsa de ese empleo, no hay nada más. Entonces Gálvez le asegura que volverá a trabajar y ambos ríen, aunque se quedan luego en silencio, pensando en la verdad. Acto seguido, Larsen se va de la casilla, sin despedirse.
Análisis
En estos tres capítulos se consolida finalmente la comunidad de miserables que conforman Larsen, Gálvez, Kunz y la mujer de Gálvez. Además, en ellos la farsa adquiere un tono más dramático, pues la situación material real de los personajes empeora, en particular la del protagonista, que se ve sumido en la miseria. La farsa llega entonces a su punto más álgido hasta que irrumpe un suceso capaz de desestabilizar el simulacro.
En el capítulo 7, Larsen se ve obligado a viajar a Mercedes para empeñar lo poco que le queda y conseguir así algo de dinero. Parte de él lo usa para pagar sus deudas con Poetters y asegurarse su alojamiento por un par de meses más, pero es consciente de su futuro económico incierto. Sin embargo, fiel a su naturaleza, se encarga de aparentar todo lo contrario, y frente al barman del Belgrano asegura que la Junta de Acreedores está por resolver el asunto del astillero y que eso dará lugar, finalmente, a su compromiso con Angélica.
En consonancia con ese juego de apariencias, Larsen compra en Mercedes dos polveras idénticas, destinadas a Angélica y a la mujer de Gálvez, con lo cual construye un fuerte y sorpresivo paralelismo entre las dos mujeres. Larsen reproduce la misma escena con una y otra, y ambas le devuelven casi las mismas palabras. Pero es ese mismo paralelismo el que permite, más allá de las similitudes, apreciar las diferencias fundamentales entre ambas mujeres. Angélica recibe la polvera encantada y, con su característica actitud sumisa, parece rechazarlo pero luego se deja besar por Larsen. La mujer de Gálvez, en cambio, primero se burla del regalo porque lo considera inapropiado para ella. Sin embargo, adopta luego una actitud frontal, que Larsen elogia como propia de una verdadera mujer, y es ella la que le ofrece al hombre un beso a cambio, que este rechaza por cortesía. La seducción de Larsen a la mujer de Gálvez queda, no obstante, esbozada, y cobrará más relevancia en los capítulos siguientes. El paralelismo entre ambas mujeres, igualmente, sirve para evidenciar la farsa constante de Larsen, la imposibilidad de desentrañar cuál es su verdadera identidad, dónde radica su verdadero deseo.
Por otro lado, en estos capítulos la farsa asume la forma de un juego compartido por Larsen, Kunz y Gálvez, y el protagonista confirma la naturaleza de sus compañeros, tensionados entre la consciencia de esa farsa y la necesidad de mantenerla en pie. Ese juego, que implica una serie de reglas implícitas y compartidas, compensa el vacío. Paradójicamente, a la par que Gálvez y Kunz simulan hacer el inventario del astillero, confiesan que se dedican a vender artículos en desuso para conseguir así algo de dinero. Pero se trata de una tarea secreta, a espaldas de Petrus, que busca mantener intacto su impostado compromiso con la empresa.
Paulatinamente, Larsen arriba a una nueva conclusión cuando comprende que, desde el momento en que ese juego traspasa lo individual y se vuelve colectivo, comienza a convertirse en una nueva realidad, y lo que era simulacro se transforma en lo real. Aceptar eso implica para él aceptar la propia locura:
Y tan farsantes como yo. Se burlan del viejo, de mí, de los treinta millones; no creen siquiera que esto sea o haya sido un astillero (…) Pero trepan cada día la escalera de hierro y vienen a jugar a las siete horas de trabajo y sienten que el juego es más verdadero que las arañas, las goteras , las ratas, la esponja de las maderas podridas. Y si ellos están locos, es forzoso que yo esté loco. Porque yo podía jugar a mi juego porque lo estaba haciendo en soledad; pero si ellos, otros, me acompañan, el juego es lo serio, se transforma en lo real. Aceptarlo así –yo, que lo jugaba porque era juego– es aceptar la locura. (59).
La locura es un tema recurrente en la novela. Muchos personajes son enmarcados en ella, principalmente Petrus y Angélica. La diferencia entre estos últimos y Larsen, Gálvez y Kunz, sin embargo, reside en que, mientras los primeros son incapaces de evidenciar la farsa, los segundos sí son conscientes del artificio. Por eso solo en Petrus y en Angélica la locura será avalada con un diagnóstico médico. De todas formas, Larsen se convence: “Están tan locos como yo” (59), aunque con su característico tono abúlico, indiferente. No hay desesperación en esa consciencia, sino resignación. Algo de ese tono indiferente se acentúa también en la sorpresiva alusión al revólver que repentinamente comienza a portar Larsen en el capítulo 8. Como si se tratara de cualquier objeto, el personaje juega con el revólver y evalúa para sí mismo la posibilidad de pegarse un tiro. Incluso menciona el deseo de llevar a cabo un acto cruel sin razón, pero ninguna de estas alternativas es concretada. Son, una vez más, arrojos que estimulan nuevos sentidos posibles, sin cerrarlos.
El tono de Larsen asume en estos capítulos un pesimismo muy fuerte, pues se encuentra completamente sumido en la desgracia y se entrega al sinsentido: “’Esta es la desgracia’, pensó, ‘(…) anduvo dando vueltas para no enterarme, la ayudé a engordar con el sueño de la Gerencia General, de los 30 millones, de la boca que se rio sin sonido en la glorieta. Y ahora, cualquier cosa que haga serviría para que se me pegue con más fuerza. Lo único que queda para hacer es precisamente eso: cualquier cosa, hacer una cosa detrás de otra, sin interés, sin sentido” (74). Esta cita evidencia el alto grado de consciencia de Larsen y expone su desesperanza: detrás de la farsa, que construyó con sueños e ilusiones, el personaje no puede dejar de ver su destino inevitable; su fracaso. Ante la opresión de esa certeza, solo queda hacer cosas sin sentido, sin interés.
Por eso es que Larsen se siente a gusto y en comunión con Gálvez, Kunz y la mujer; porque comprende que esa desgracia que lo condiciona fatalmente no es individual sino que también está en ellos, es compartida, y por eso puede sincerarse con ellos: “Estoy contento porque hace un rato sentí la desgracia, y era como si fuese mía, como si solo a mí me hubiera tocado y como si la llevara adentro quién sabe hasta cuándo. Ahora la veo afuera, ocupando a otros; entonces todo se hace más fácil. Una cosa es la enfermedad y otra la peste” (79).
No obstante, inmediatamente después de ese desahogo, el equilibro de esa comunidad de miserables se tambalea. Cuando confiesa que posee un documento con el cual puede meter preso a Petrus, Gálvez está alterando unilateralmente las reglas del juego que esa comunidad está jugando, y plantea la posibilidad de que el simulacro compartido se desmorone. El peligro se acentúa el día en que Gálvez, rompiendo la estricta rutina, se ausenta del astillero. Este suceso, que interrumpe violentamente lo automático del simulacro, pone en alerta a Larsen. El gerente general imposta un tono paternal y hace esfuerzos por convencer a Gálvez para que regrese. Como si le recordara las reglas del juego, Larsen esgrime el mismo argumento absurdo y artificial del viejo Petrus, la inminente reactivación del astillero. Gálvez acepta regresar, pero algo ya se ha roto.
De todas formas, se da a entender que hace años que Gálvez podría haber hecho algo con ese documento y no lo hizo. Se acentúa así la inercia de los personajes: hay en ellos cierta negación del impulso, una primacía de lo paralizante sobre lo activo, una renuncia muy inquietante. Esta misma inacción aparece al final, cuando Larsen acepta pasar la tarde en la casilla pero enuncia igualmente la posibilidad de ir esa misma tarde a hablar con Petrus de los títulos falsificados. Hay una no correspondencia muy fuerte entre lo que se dice y lo que luego se hace, y eso adensa la incerteza del relato. Todo es posible en la medida en que nada es certero.