El desierto de los tártaros

El desierto de los tártaros Citas y Análisis

Instintivamente Giovanni Drogo detuvo su caballo. Girando lentamente la vista, contemplaba los tétricos muros, sin conseguir descifrar su sentido. Pensó en una cárcel, pensó en un palacio abandonado. Un leve soplo de viento hizo ondear una bandera sobre el fuerte, que antes colgaba fláccida, confundiéndose con el mástil. Se oyó un vago eco de cornetas. Los centinelas caminaban lentos. En la explanada ante la puerta de entrada tres o cuatro hombres (no se veía a esa distancia si eran soldados) estaban cargando sacos en un carro. Pero todo se estancaba en una pereza misteriosa.

El narrador, Capítulo 1, pp. 26-27.

Este fragmento corresponde a la primera visión que Drogo tiene de la Fortaleza Bastiani, y ya recoge las impresiones ambiguas que genera en él: la Fortaleza aparece cargada de un aire tétrico y se la compara con una prisión y, al mismo tiempo, con un palacio que ha sido abandonado por la vida. Todo parece observado en cámara lenta, como si la Fortaleza poseyera un ritmo propio, que no es el de la vida en el exterior. Así, Drogo se adentra en un espacio particular que lo hechizará y lo obligará a permanecer durante el resto de su vida.

—Cuatro meses —confirmó Matti—. El procedimiento es mucho más regular. Ahora le explico: dos veces al año nos hacen a todos un reconocimiento médico, está prescrito formalmente. El próximo será dentro de cuatro meses. Me parece la mejor ocasión para usted. Y el certificado será negativo; a eso, si usted quiere, me comprometo yo. Puede estar absolutamente tranquilo.
»Amén de eso —prosiguió el comandante, tras una pausa—, amén de eso, cuatro meses son cuatro meses y bastan para un informe personal. Puede estar seguro de que el coronel se lo hará. Y usted sabe el valor que eso puede tener para su carrera. Pero, entendámonos, entendámonos bien: se trata de un simple consejo mío, usted es absolutamente libre...

El comandante Matti, Capítulo 3, pp. 33-34.

Este fragmento es parte de la primera conversación que sostienen el comandante Matti y Giovanni, cuando este último se acerca para pedirle que se lo envíe de regreso a la ciudad. Mattí le recomienda esperar cuatro meses, hasta la revisión médica, para conseguir un permiso por enfermedad. Aunque asegura a Drogo que si lo desea puede marcharse de inmediato, lo cierto es que todas son excusas para obligarlo a permanecer en la Fortaleza aun contra su voluntad. En verdad, Drogo no tiene la opción de marcharse sin desertar, y lo que hace el comandante Matti no es más que confundirlo con un discurso que oculta la verdad imposibilidad a la que Drogo está sometido.

Así, ahora salen de la Fortaleza tres cuartos de hora antes del relevo. Supongamos que es hoy. El relevo general se ha hecho a las seis. La guardia para el Reducto Nuevo se ha marchado de aquí a las cinco y cuarto, y ha llegado allá a las seis en punto. Para salir de la Fortaleza no necesita la contraseña, porque es una sección formada. Para entrar en el Reducto necesitaba la contraseña de ayer, y ésa la sabía sólo el oficial. Hecho el relevo en el Reducto, comienza la contraseña de hoy, y ésa también la sabe sólo el oficial. Y dura veinticuatro horas, hasta que llega la nueva guardia a hacer el relevo. Mañana por la tarde, cuando los soldados regresen (podrán llegar a las seis y media, el camino de vuelta es menos fatigoso), en la Fortaleza habrá cambiado la contraseña. De modo que se necesita una tercera. El oficial tiene que saber tres: la que sirve para la ida, la que se gasta en el servicio y la tercera para la vuelta. Y todas estas complicaciones para que los soldados, mientras están por el camino, no sepan nada.

El sargento Tronk, Capítulo 5, p. 51.

En este pasaje, el sargento Tronk se queja del absurdo método del reglamento de la Fortaleza para administrar las contraseñas de entrada y salida hacia el desierto. Como puede observarse, cambiar la contraseña todos los días no tiene ningún sentido, al igual que no comunicárselas a los soldados que salen a realizar la guardia en el Reducto Nuevo y dejarla en conocimiento solo de un oficial. Como se ve en capítulos posteriores, este sistema deriva en la muerte de Lazzari cuando regresa a la Fortaleza con el caballo encontrado en el desierto.

—Y aún está aquí, esperando —prosiguió el vejete—. Mire al coronel, al capitán Stizione, al capitán Ortiz, al teniente coronel, cada año va a suceder algo, siempre igual, hasta que les llegue el retiro —se interrumpió, dobló la cabeza a un lado, como paraescuchar—. Me parecía oír pasos —dijo, pero no se oía a nadie.
—No oigo nada —dijo Drogo.
—¡Hasta Prosdocimo! —dijo el vejete—. Es un simple brigada, el sastre del regimiento, pero se ha unido a ellos.
También él espera, hace ya quince años... Pero usted no está convencido, mi teniente, lo veo, usted se calla y piensa que son todo cuentos —agregó casi suplicante—: Tenga cuidado, le digo, se dejará usted sugestionar, también usted acabará quedándose, basta con mirarle a los ojos.

El hermano del sastre y Giovanni Drogo, Capítulo 7, p. 66.

Este pasaje corresponde a una conversación que Drogo tiene con el hermano del sastre, durante su primer encuentro en la Fortaleza. El viejo le advierte de la extraña manía que se apodera de los oficiales que se quedan en la Fortaleza: la espera continua, a la expectativa de que suceda algo. A su vez, la premonición es evidente: aquel hombre experimentado puede leer en los ojos de Drogo que él también sucumbirá al hechizo de la Fortaleza.

En hábito se había convertido el turno de guardia, que las primeras veces parecía un peso insoportable; poco a poco había aprendido bien las reglas, los modismos, las manías de sus superiores, la topografía de los reductos, los puestos de los centinelas, lasaesquinas donde no soplaba viento, el lenguaje de las cornetas. Del dominio del servicio extraía un especial placer, valorando la creciente estimación de los soldados y de los suboficiales; hasta Tronk se había dado cuenta de lo serio y escrupuloso que era Drogo, casi le había tomado cariño.

El narrador, Capítulo 10, p. 85.

Este pasaje introduce una serie de párrafos que repiten su estructura: todos comienzan con el término "hábito" y realizan una enumeración de las acciones que Drogo ha integrado a su vida cotidiana. La repetición rítmica refuerza la idea del hábito adquirido y transmite al lector el estancamiento propio de la vida de Drogo en la Fortaleza.

Ahora Angustina —¡oh, no es que él lo pensase!— se estaba pareciendo al príncipe Sebastián herido en el corazón del bosque; Angustina no tenía, como él, una reluciente coraza, ni a sus pies yacía el yelmo sanguinolento, ni la espada rota; no apoyaba la espalda en un tronco, sino en un duro peñasco; no le iluminaba la frente el último rayo del sol, sino solamente una débil linterna. Pero se le parecía muchísimo, idéntica la posición de los miembros, idéntico el plegado del capote, idéntica aquella expresión de cansancio definitivo. Entonces, en comparación con Angustina, el capitán, el sargento y todos los demás soldados, aun siendo mucho más vigorosos y petulantes, parecieron toscos patanes. Y en el ánimo de Monti, por muy inverosímil que fuera, nació un envidioso estupor.

El narrador, Capítulo 15, p. 158.

Este pasaje corresponde a la muerte de Angustina. Agotado por el terrible esfuerzo y la enfermedad, Angustina prepara su cuerpo en una pose deliberada para dejarse morir con dignidad. Así, la diferencia que existe entre el aristocrático oficial y el resto de soldados de la Fortaleza se sostiene hasta el final.

El caballo trota alegremente, el día es bueno, el aire tibio y ligero, la vida aún larga por delante, casi está aún por empezar; ¿qué necesidad habría de echar un último vistazo a las murallas, a las casamatas, a los centinelas de turno en el borde de los reductos? Se vuelve así lentamente una página, se extiende al lado opuesto, agregándose a las otras ya acabadas, por ahora es sólo una capa fina, las que quedan por leer son, en comparación, un montón inagotable. Pero de todos modos siempre es una página gastada, mi teniente, una porción de vida.

El narrador, Capítulo 17, p. 171.

Este pasaje corresponde al regreso de Drogo a la ciudad, después de cuatro años de servicio en la Fortaleza. El clima primaveral parece augurar buena fortuna, y Drogo siente que tiene toda la vida por delante para lograr cumplir con un destino glorioso. Sin embargo, el narrador no deja de advertir que el tiempo se mueve solo en una dirección, y a pesar de que Drogo aún es joven, algunos capítulos de su vida ya se han cerrado definitivamente y no se puede volver sobre ellos. Así, incluso con una perspectiva favorable, se advierte que el paso del tiempo es implacable con los hombres.

Y entonces —prosiguió Drogo tras un silencio—, entonces, todos aquellos entusiasmos, aquellas historias de los tártaros... ¿No es que se esperaran realmente,
entonces?
—¡Claro que se esperaban! —dijo Ortiz—. Lo creían, efectivamente.
Drogo sacudió la cabeza:
—No lo entiendo, palabra...
—¿Qué quiere que le diga? —dijo el comandante—. Son historias un poco complicadas... Aquí arriba uno está un poco como en el exilio, es preciso encontrar una especie de desahogo, es preciso esperar algo. A alguien se le pasó por la cabeza, se empezó a hablar de los tártaros, quién sabe quién fue el primero...

Giovanni Drogo y el capitán Ortiz, Capítulo 21, p. 198.

En esta conversación, Drogo vuelve sobre la leyenda de los tártaros e intenta comprender a qué se debe su invención. Tal como lo comprende Ortiz, los tártaros son solo una excusa que se inventan los oficiales en aquel exilio forzoso que es la Fortaleza para poder seguir adelante creyendo que tienen una razón que justifique sus vidas. Sin embargo, tal como lo manifiesta Drogo, todo aquello es absurdo: ni los tártaros son una amenaza verdadera, ni la espera de los soldados tiene ningún sentido.

Allá arriba había transcurrido su existencia segregada del mundo, por esperar al enemigo se había atormentado más de treinta años, y ahora que los extranjeros llegaban, ahora lo expulsaban. Y sus compañeros, los otros que allá en la ciudad habían llevado una vida fácil y alegre, ahora llegaban al desfiladero, con superiores sonrisas de desprecio, para acumular un botín de gloria.

El narrador, Capítulo 29, p. 258.

Este pasaje describe la brutal ironía del final de la novela: Drogo, que se ha pasado la vida en la Fortaleza esperando una invasión imposible, debe retirarse debido a su enfermedad justo en el momento en el que finalmente aparece un ejército enemigo en la llanura. Mientras él se retira, no puede menos que contemplar con amargura a los batallones de regreso que llegan a la Fortaleza: todos hombres que vienen de la ciudad y que no han tenido que someterse a la interminable espera, pero que podrán cosechar la gloria que a él le es negada.

Oh, es una batalla mucho más dura que la que esperaba antaño. Incluso viejos hombres de armas preferirían no probarla. Porque puede ser hermoso morir al aire libre, en el furor de la refriega, con el cuerpo aún joven y sano, entre triunfales ecos de trompeta; más triste es, sí, morir de una herida, tras largos sufrimientos, en una crujía de hospital; más melancólico aún terminar en la cama doméstica, en medio de afectuosos lamentos, luces débiles y frasquitos de medicinas. Pero nada más difícil que morir en tierra extraña y desconocida, en el ambiguo lecho de una posada, viejo y afeado, sin dejar a nadie en el mundo.

El narrador, Capítulo 30, pp. 264-265.

Este pasaje ilustra la profunda soledad que experimenta Drogo en su lecho de muerte. Al comparar las formas de morir, Drogo llega a la conclusión de que la suya, anónima y desconectada de todo lo que ha sido su mundo, es la peor de todas ellas. Sin embargo, Drogo no tiene más remedio que afrontar la muerte tal cual se le presenta, por lo que reúne fuerzas y se entrega a esa última batalla.

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