Resumen
Frente al choque de los trenes en el túnel del subterráneo, Franco puede hacer que Juan y Favalli pasen por las puertas, pero pronto están nuevamente encerrados: el túnel ha colapsado, probablemente por los derrumbes de los gurbos. Franco propone volver a los coches del tren, atrincherarse allí y esperar al enemigo con las armas.
La paz no les dura mucho a Juan, Franco y Favalli: primero viene un gurbo, que atasca más el túnel, y luego llegan hombres-robots, cargando grandes hojas de cristal. Con ellas montan una especie de vidriera y, detrás, un centro de operaciones igual al que “tenía el ‘mano’ que dirigía desde las barrancas de Belgrano el asalto contra River Plate” (p.233). Cuando intentan dispararle, se dan cuenta de que las hojas impiden que pasen las balas.
Minutos después, aparece por el túnel un mano. Este invasor les dice que no tienen escapatoria: ordenará a un gurbo que los ataque, lo que significará el fin de la humanidad.
Antes de desatar la destrucción final, Favalli tiene una última esperanza: “usar la única arma que nos queda… Pienso usar el cerebro” (p.236-237). Su estrategia consiste en develarle a este mano lo que ocurrió de verdad con su compañero del pabellón, estimando que sus líderes no le han informado de su muerte. Solo cuando Favalli le dice que sabe de la glándula del terror el extraterrestre abandona su mesa de operaciones. El discurso minucioso de Favalli hace que el mano sea preso del terror y, por ende, sufra la segregación del veneno de la glándula. Cumplen su último deseo, que es morir viendo las estrellas, al llevarlo con ellos hacia la superficie.
Dado que cuentan con información valiosa para las personas que subsisten en otras partes del planeta, consideran necesario seguir su lucha y emprenden su camino hacia el centro. Juan nota que alguien los está persiguiendo: es una muchacha. Ella sabe que el centro de mando de los Ellos está en la Plaza del Congreso. Favalli considera que hay que atacar de inmediato. La chica se suma a la avanzada pero, luego de un rato, Franco le dispara: pudo percibir que se trataba de un robot con un teledirector más pequeño en la nuca. Los asalta un grupo de hombres-robots a la vuelta de la esquina.
Favalli, en medio del tiroteo, les indica a Juan y Franco que lo mejor será que se disfracen de hombres-robots atándose teledirectores en la nuca. Su propuesta funciona a la perfección: pueden avanzar sin ser descubiertos. En el cielo vuelven a sobrevolar los cohetes: “Venían del norte. Y sus estelas se apagaban de pronto, como si se los engullera la noche, o como si dieran contra una pared” (p.261).
En la avenida Callao, surge un desfile de hombres-robots, seguido de una nave flotante en la que un mano ingresa comandos para dirigir a todos estos invasores. El trío de hombres sobrevivientes, guiado por Favalli, resuelve caminar en sentido contrario a la marcha de los invasores, con el fin de encontrar el núcleo de la invasión.
Colados en una casa a unas cuadras de la Plaza del Congreso, suben por la azotea y contemplan que el centro de la plaza está ocupado por una cúpula que se dilata y se contrae. A su vez, alcanzan a distinguir a un mano que, con un aparato desconocido, neutraliza cohetes y los hace caer: “era sobrecogedor ver aquellas supermanos de pesadilla danzando sobre diales y perillas, enviando muerte hacia lo alto…” (p.271).
Inesperadamente, Favalli percibe en el cielo un milagro: algunas bombas alcanzan a sobrevivir a los haces destructores. Se producen grandes explosiones, pero la cúpula sigue intacta. Aparecen otros manos que renuevan las actividades. Los hombres se disponen a marcharse para compartir la información con quienes estuvieran enviando los aviones bombarderos.
En la retirada, no obstante, se topan con una pared invisible que les impide salir de la azotea. Favalli presenta una nueva teoría: “la esfera es un aparato que produce un campo de fuerza, o algo parecido, en torno a toda la plaza, como si fuera una gran cúpula protectora… Mientras actúe el campo de fuerza, nada ni nadie podrá entrar ni salir” (p.274-275). Los sorprende el sonido de una antena que les hace saber que fueron descubiertos.
Cuando un grupo de hombres-robots llega a la azotea, Favalli sugiere que se comporten como ellos para hacerles creer a los manos que también están siendo teledirigidos. La imitación tiene éxito al inicio, pero un hombre-robot le arranca a Juan el aparato, delatándolo. Franco inmediatamente abre fuego, “total ellos ya no eran hombres, eran simples cuerpos sin inteligencia, esclavizados a los ‘manos’” (p.281).
Favalli y Juan contienen el avance de los autómatas, y Franco, con la bazuca de un hombre-robot caído, apunta a la cúpula y lanza cohetes. Uno impacta y todos los invasores se detienen, mientras el domo parece desinflarse. Los manos cantan su canción de muerte. Los tres humanos se dirigen a los restos de la cúpula para, por fin, conocer a los Ellos. En el cielo ven una nave esférica: esas son las “bolas de fuego” que vieron al principio, desde el chalet de Vicente López. La nave, misteriosamente, está escapando. Favalli abandona la idea de ir hasta la cúpula porque está convencido de que volverán con refuerzos o que llegarán más cohetes atómicos para los que no tienen protección.
Juan, Franco y Favalli avanzan entre los enemigos, que ya no oponen resistencia. Se suben a unas bicicletas para ganar velocidad. Inesperadamente, un lazo atrapa a Juan. Al alzar la vista, ve algo impensado: allí está Pablo, el chico de la ferretería, que creía muerto. Con él está Mosca, el historiador. Se salvaron del rayo gracias a los cuerpos muertos de los gurbos. Los dos viejos amigos se integran a la fuga.
En unos pastizales les parece ver la silueta de un mano moviéndose, pero no llegan a acercarse a él porque antes cae un cohete atómico que los obliga a tirarse al suelo. Franco encuentra un camión y los cinco se suben, pero Juan nota pronto que un gurbo los está persiguiendo. Detrás de él viene una moto. Franco acelera pero encaja una rueda del camión en una huella de gurbo y vuelcan. Afortunadamente, sobreviven todos. Continúan escapando en un auto cercano. En la marcha hacia el chalet de la familia Salvo, pasan por la cancha de River y la General Paz. “Pensar que hace apenas unas horas éramos todo un ejército” (p.300), dice Favalli, lamentando la pérdida de sus compañeros.
Análisis
Los únicos sobrevivientes al ataque de Plaza Italia, Juan, Franco y Favalli, están literalmente encerrados en el túnel del subterráneo: “Creí enloquecer. Éramos conejos, atrapados en el fondo de la cueva. Conejos que oyen llegar ya al hurón con sus colmillos tan afilados” (p.226). Esta situación refuerza el impacto narrativo del enfrentamiento de Plaza Italia y del encuentro con los gurbos que analizábamos en la sección anterior. Aunque los humanos están constantemente en peligro, y la supervivencia es un objetivo que no pierde vigor, la situación de encierro efectivo que sufren ahora los protagonistas opera también a nivel general para dar cuenta de un momento en el que las alternativas de salvación parecen haberse agotado. Desde la partida del chalet, los humanos siempre tuvieron la posibilidad de escapar hacia otros sectores de la ciudad para protegerse, pero esta vez entraron, sin saberlo, a un túnel sin salida.
La solución que propone Favalli es derrotar al mano con el ingenio, dado que las armas no pueden penetrar en su improvisada cabina. Sorprendentemente, Favalli recuerda a la perfección la canción de muerte de los manos. El hecho de que la cante nos da la pauta de que Franco y Juan la reprodujeron antes, cuando reportaron los detalles de su encuentro, aunque este suceso no aparece narrado directamente tras el regreso de los exploradores al estadio de River Plate. Sin embargo, no basta con conocer la canción: solo cuando Favalli se refiere detalladamente al funcionamiento de la glándula del terror es que el mano se convence de que su compañero, en realidad, ha muerto. Este hecho permite revaluar la sinceridad del mano del pabellón y, consecuentemente, la verdadera traición que los manos dicen realizar una vez que se activa la glándula. Ciertamente, la solidaridad de aquel mano es lo que permite aquí que el trío de humanos sobreviva. Develar que conocen el mecanismo de la glándula del terror, de una manera un tanto recursiva, es lo que infunde el terror necesario en el mano del túnel para que muera.
Franco es quien lleva en sus brazos al mano hacia la superficie para ver las estrellas. En ese trayecto, le dice: “tú no eres un enemigo. Los enemigos son Ellos, no los ‘manos’...” (p.244). Este es el momento en el que queda instaurada una intención de cooperación entre manos y humanos, fundada en una lucha por la resistencia a la esclavitud. Los enemigos a los que se enfrentan los supervivientes no están haciendo el mal por decisión propia, sino que constituyen una fuerza de ejecución de los designios de agentes superiores, que tienen control completo sobre ellos. El hecho de que un humano le niegue, sin vueltas, la condición de enemigo a un mano revela un análisis agudo de la estructura interna del invasor.
Una característica propia de las ficciones bélicas es el establecimiento de protagonistas y antagonistas en términos esencialistas, es decir, los primeros inequívocamente se identifican con la posición de "los buenos" y los segundos, con la de "los malos", y bajo esa lectura quedan imposibilitadas las aproximaciones al bando contrario que impliquen la identificación de matices. En El Eternauta, sin embargo, hay tensiones al interior de los invasores que responden a una cadena esclavizante. Aunque los detalles del accionar de los Ellos ya habían sido explicados por el mano del pabellón, la enunciación explícita de Franco en este momento le da el carácter de verdad dentro de la ficción. Es decir, ya los mismos protagonistas son conscientes de que no todos los enemigos pretenden aniquilarlos.
La comunión entre manos y humanos (y, por extensión, con todo enemigo que sea esclavo de los Ellos) revela, a fin de cuentas, el sinsentido de la guerra: si no fuera por una voluntad imperialista de un único enemigo poderoso, estas especies podrían convivir en paz. Una parte considerable de la crítica de El Eternauta analiza este mismo fenómeno como una crítica a la división por la lucha de clases. Este concepto, propio de la corriente de pensamiento marxista, se entiende como la desigualdad entre sectores con intereses diferentes a razón de su lugar en la división social del trabajo. Los oprimidos, que en el caso de El Eternauta son tanto esclavos como humanos, luchan contra su propia opresión, contra su (real o potencial) amo, cuyas motivaciones no aprueban ni mucho menos comparten.
Cuando Juan, Franco y Favalli retoman su avanzada hacia el centro, se topan por primera vez con una mujer-robot. En un principio, Franco se siente seducido por ella, pero luego es el primero en detectar que tiene el teledirector ubicado en un lugar más secreto. Este cambio de posición revela que las técnicas de control del enemigo se están sofisticando a fin de no ser descubiertos.
La representación de las mujeres en la novela es más bien pobre: a excepción de esta mujer-robot, no aparece ningún otro personaje femenino que tenga algún diálogo. Además, visualmente, tanto este robot como Elena siguen patrones de dibujo estilizados propios de la historieta de ese momento: figuras rubias, delgadas y de ojos claros. La predominancia de personajes masculinos se puede relacionar con que el consumo de historieta, que, en general, marcaba una fuerte tendencia hacia el público masculino, no solo en Argentina sino a nivel internacional. Con el paso del tiempo, el público y los personajes se fueron diversificando.
La llegada a la Plaza del Congreso constituye el clímax de la historieta. Finalmente, desde que abandonaron por primera vez el chalet de la familia Salvo, con un desconocimiento total de los invasores a los que se enfrentaban, los protagonistas enfrentan el núcleo de los Ellos. Allí se reúnen todos los tipos de enemigos enfrentados que, según comprueban, pueden renovarse con facilidad aunque los ataquen. El automático reemplazo de los invasores muertos por la primera bomba por otros sanos acerca aún más a la invasión entera hacia la idea de una realidad imposible de combatir, ya que queda claro que materialmente puede ser eterna. No se puede vislumbrar un momento en el que los recursos del enemigo se agoten, y eso implica que no importa la cantidad de veces que sean derrotados, siempre tendrán nuevos esclavos a su servicio.
Aun frente a esta aparente inmunidad total, Franco consigue dispararle a la cúpula central, y los sobrevivientes presencian cómo muere todo a su alrededor. En las descripciones que Juan Salvo hace, principalmente, del coro mortuorio de los manos, esta escena queda paradójicamente teñida de tragedia. Lógicamente, el objetivo último es derrotar al invasor, pero el cese de las actividades deja a los sobrevivientes en la contemplación y el silencio de una Buenos Aires invadida y diezmada. El efecto que genera el reencuentro con Mosca y Pablo contrarresta esta sensación desértica, restaurando además la esperanza en los tres hombres, ya que quienes creían muertos prueban haber sobrevivido.