Resumen
Hasta ahora, en La imaginación sociológica, Mills se ha ocupado principalmente de criticar las tendencias de las ciencias sociales de su época: la “gran teoría”, el “empirismo abstracto” y el “ethos burocrático” que convierte a la sociología en cómplice de los sistemas de dominación. En el capítulo 7, titulado “La diversidad humana”, Mills toma una dirección más positiva. En lugar de cuestionar cómo otros hacen ciencia social, aquí quiere ofrecer sus propias recomendaciones sobre cómo debería ser esta ciencia.
Mills define las ciencias sociales como el estudio de la diversidad humana, concebida tanto en la diferencia entre personas dentro de una sociedad como en la diferencia entre sociedades. Para abordar esta diversidad, la ciencia social debe conectar la biografía, las estructuras sociales y la historia. La biografía es la vida de un individuo, y las estructuras sociales son las relaciones de las instituciones en una sociedad. Mills sostiene que, en su época, la unidad de estructura más amplia con la que se relacionan las demás estructuras es el Estado-nación. La historia, de la que Mills hablará más extensamente en el capítulo siguiente, muestra cómo estas estructuras sociales difieren a lo largo del tiempo. Para conectar estas tres cosas –la biología, la estructura social y la historia– las ciencias sociales deben ir en dirección contraria al tipo de especialización que se ha emprendido en el último tiempo. Así, sostiene que un trabajo interdisciplinar, que aúne múltiples perspectivas, métodos e ideas, podría ofrecer una imagen más integral del individuo dentro de las estructuras sociales históricas.
Esta cuestión del trabajo conjunto entre disciplinas es importante para Mills. El peligro de que las disciplinas trabajen de forma aislada es que se acabe pensando que las distintas partes de una sociedad no están relacionadas. Por ejemplo, si hay departamentos de economía y ciencia política que no trabajan juntos, aunque ambas sean ciencias sociales, esto tiende a concebir que la economía y la políticas son independientes una de la otra, cuando, en realidad, están profundamente conectadas, por lo que deben ser estudiadas juntas. Mills observa que, en su época, ya existe una “fluidez creciente de las líneas límites” (p.153) que separan una ciencia social de otra, lo que quiere decir que las ideas se mueven entre disiciplinas con bastante facilidad. Para mantener este tipo de flexibilidad y movimiento de ideas, Mills recomienda una especie de incursionismo académico, en el que un científico social lea ampliamente de otras disciplinas sociales sin preocuparse por convertirse en un especialista de esos campos. La clave es familiarizarse con otros métodos y perspectivas para mejorar la comprensión de los temas que se estudian. De esta manera, un politólogo no necesita convertirse en un experto economista, pero puede leer lo suficiente sobre economía para mejorar su comprensión del gobierno o del mercado.
En el capítulo 8, “Usos de la Historia”, Mills profundiza en lo que entiende por conocimiento histórico en particular, y en cómo este conocimiento mejora el trabajo sociológico. La historia, escribe Mills, no es solo un registro de hechos, una lista de fechas o de acontecimientos. Más bien, la historia es una narración de acontecimientos, a los que relaciona entre sí para construir una teoría sobre cómo y por qué cambian las cosas. Es por esto que Mills se queja de una de las formas más comunes en la que los científicos sociales pretenden introducir la historia en sus estudios: con una sección de “fondo general” (p.164). En capítulos previos, Mills cuestionó a los empiristas abstractos que prologan sus estudios con una revisión de la teoría que vuelca conceptos sin incorporarlos realmente. Aquí, hace un planteo similar al cuestionar esta sección que enumera algunos acontecimientos pasados relacionados con el estudio, sin integrarlos realmente en una narrativa más amplia sobre cómo funciona la sociedad.
Mills expone cuatro razones principales por las que una comprensión profunda de la historia es importante para entender la sociedad contemporánea. En primer lugar, comprender en qué se diferencian las sociedades nos permite formular preguntas adecuadas. Por ejemplo, preguntar por la “opinión pública” de una sociedad solo tiene sentido en una época como la nuestra, en la que el público tiene diferencias de opinión. En la Edad Media, cuando todo el mundo obedecía a un rey o un señor feudal, no había opinión “pública” a la cual interrogar. En segundo lugar, la historia nos hace prestarle atención a las estructuras más amplias porque nos recuerda que los medios privados son demasiado estrechos como para entender cómo cambia la sociedad a lo largo del tiempo. La sociología siempre tiene que orientarse hacia la estructura, y la historia la pone de manifiesto a cada momento. En tercer lugar, podemos hacer estudios comparativos que nos ayuden a entender mejor lo que estamos analizando. Comparar las sociedades capitalistas con las primitivas, por ejemplo, revela lo que hay de específico en cada sociedad. En cuarto lugar, la historia nos recuerda que el presente está moldeado por el pasado, pero lo más importante es que la historia nos ayuda a comprender cuándo empieza ese “presente” y termina ese “pasado”. Por ejemplo, cuando la gente habla de vivir en un período moderno, solo podemos saber qué significa esto y cuándo empezó a través de la historia.
Mills concluye su discusión sobre los usos de la historia con un aspecto controversial, que parece ir en contra de lo que acaba de postular: “Creo que épocas y sociedades difieren en cuanto a que su comprensión requiera o no requiera referencias directas a ‘factores históricos’” (p.168). Si bien Mills acaba de decir que debemos utilizar la historia para comprender la sociedad, aquí sostiene que algunas sociedades pueden no necesitar la historia para ser comprendidas. Lo que Mills quiere decir, sin embargo, es que algunas sociedades se piensan a sí mismas en relación con el pasado, mientras que otras, no. En este sentido, el hecho de que una sociedad se piense o no en términos históricos es una de las formas en las que las sociedades pueden diferir. Por lo tanto, también debemos prestar atención a cómo las sociedades se conceptualizan a sí mismas. Lo relevante no es si una sociedad es realmente independiente del pasado, sino si piensa que lo es.
Mills termina el capítulo 8 con un breve análisis del psicoanálisis, la teoría psicológica fundada por Sigmund Freud, que venía siendo cada vez más popular desde principios del siglo XIX. El psicoanálisis explica el comportamiento humano en relación con las experiencias de la niñez y con los deseos, que deben ser reprimidos para que funcione la civilización. El problema, para Mills, es que esta teoría tan universal no puede explicar la gran diversidad del comportamiento humano. El psicoanálisis es, en cierto sentido, una de las expresiones de la “gran teoría”, que es demasiado abstracta y general como para comprender a la humanidad en todas sus variedades.
No obstante, Mills cree que hay algo de rescatable en este abordaje. Cuando remite el comportamiento humano a la experiencia de la infancia, el psicoanálisis está estudiando al hombre en relación con una institución, la de la familia, determinada por los vínculos del niño con sus padres. Según Mills, esta atención a la relación entre el comportamiento y las instituciones va por buen camino, pero también es necesario fijarse en otras instituciones, como el lugar de trabajo o el gobierno, y preguntarnos cómo se relacionan entre sí en una estructura social. Solo entonces podremos romper con un perspectiva ahistórica como la del psicoanálisis y ofrecer, en su lugar, un relato de la sociedad basado en la historia.
Análisis
La imaginación sociológica es un texto polémico, que tiene un fuerte sentido de lo que está bien y lo que está mal, y que no tiene reparos en decirlo abiertamente. Esto se evidencia, como hemos analizado, en el lenguaje a veces irónico y mordaz de Mills, que muestra confianza en lo acertado de sus ideas y en lo erróneo de otras posturas. En estos capítulos, sin embargo, ese tono polémico se combina con consejos concretos y pragmáticos. Mills retoma así el optimismo del primer capítulo, exponiendo lo que considera la promesa de la imaginación sociológica, y dando instrucciones sobre cómo cumplir con esta promesa.
En ocasiones, Mills tiene una postura que parece estar muy centrada en Occidente. Por ejemplo, cuando se refiere a las situaciones de América Latina, India y África, plantea que el estudio comparativo y el histórico están entrelazados, porque, para explicar el estado "subdesarrollado" de estos países, se debe "conocer las fases históricas y las razones históricas de las variaciones de ritmo y de dirección del progreso o de la ausencia de progreso" (p.164). Thomas M. Kemple y Renisa Mawani reconocen que Mills escribe a veces en un lenguaje colonial que hace que Occidente parezca el centro del mundo. Ciertamente, a Mills le interesa explicar su sociedad, la norteamericana. Pero si tomamos los principios generales de Mills, como utilizar la historia para pensar lo macro y lo micro de forma combinada, la imaginación sociológica también puede servir para proporcionar mapas alternativos del mundo, en los que Occidente o Estados Unidos no sean necesariamente el centro. Si, desde la perspectiva de Mills, se trata de aprehender que todas las sociedades son diferentes y particulares, no debería existir una sociedad, ya sea la norteamericana o cualquier otra, que se considere el centro respecto de la cual se organizan las otras.
Cuando Mills aborda la historia, no está pensando solo en indagar acontecimientos del pasado, porque piensa en utilizar la historia como una forma de comprender el presente. Por eso sostiene que dos sociedades del presente pueden diferir entre sí debido a que atravesaron diferentes procesos históricos hasta llegar a la actualidad. En todo caso, Mills concibe la historia como un factor que explica las diferencias estructurales entre sociedades, y considera que la sociología debe ser histórica, en el sentido en que debe escribir la historia de su presente.
Es interesante considerar cómo Mills aboga por borrar las líneas que delimitan las distintas disciplinas de las ciencias sociales al mismo tiempo que rechaza la obra psicoanalítica de Sigmund Freud. Esto podría insinuar que Mills no considera que el psicoanálisis o incluso la psicología sean una ciencia social, puesto que se interesan demasiado en los individuos y no en las sociedades. En este sentido, podríamos detectar cierta hipocresía en el abordaje de Mills. Por ejemplo, cuando sostiene que “los psicólogos, lo mismo que los investigadores sociales, debieran pensar bien lo que es el ‘hombre’ antes de decir nada acerca de él” (p.176), parecería diferenciar, y por lo tanto excluir, a la psicología de la categoría de ciencia social. Pero el argumento más amplio de Mills es que no existe un “hombre” universal, por lo que cuestiona que las ciencias sociales hablen del hombre en términos generales. Sin embargo, Mills también habla a menudo del “hombre corriente” o de la relación del “hombre y la sociedad”. Por lo tanto, a veces resulta difícil evaluar en qué se diferencia su uso de la idea de “hombre” del de aquellos a los que critica.
En estos capítulos, Mills sigue buscando el equilibrio entre lo teórico y lo pragmático. No solo teoriza sobre una forma de pensar, sino que también la practica y da consejos para que otros también puedan practicarla. Por eso, menciona cuestiones tan pragmáticas como la tendencia a incluir en los libros secciones introductorias que incluyen información sobre el estado de la cuestión teórica que después no se retoma en el estudio realizado. Al pensar en esta organización de los textos –una de las cosas prácticas que los sociólogos deben producir en sus carreras–, Mills aborda también la cuestión de cómo utilizar la ciencia social clásica para producir conocimiento. Está claro que Mills no le teme a pensar en el oficio de escribir como una parte importante de su profesión.