Resumen
Miércoles
Roquentin se junta con el Autodidacto para almorzar. A pesar de que su amigo le pide que no lo haga, Antoine aplasta una mosca con su dedo índice y se justifica diciendo que “Era un favor que había que hacerle” (p.85). Roquentin recuerda que dentro de cuatro días verá a Anny y dice que eso, en ese momento, representa la única razón de su vida, sobre todo porque está solo y débil, y siente que la necesita. El Autodidacto le dice que está muy contento de que haya aceptado su invitación. Roquentin hace un análisis de las personas que están en el lugar y concluye que, luego de almorzar, irán todos a trabajar, como de costumbre; en cambio, él no irá a ninguna parte, ya que no tiene trabajo.
Luego de pedir la comida y el vino, el Autodidacto le dice a Roquentin que tiene un estómago de avestruz y que cuando fue prisionero de guerra, él fingió estar mal del estómago para que lo pusieran con el resto de los enfermos. Antoine, por su parte, se sorprende al enterarse de que el Autodidacto fue prisionero de guerra y le pregunta dónde estuvo. Por alguna razón, el Autodidacto no quiere hablar de eso; se queda mirando a Roquentin de una forma extraña, como buscando la comunión de sus almas, hecho que a Antoine le produce rechazo. Por fortuna, en ese momento llega la criada con los rábanos del Autodidacto.
Roquentin le pregunta si se han arreglado sus dificultades. El Autodidacto se pone colorado y responde que no quiere importunarlo con esos chismes. Entra una pareja joven al lugar y el Autodidacto, después de mirarla, le guiña un ojo a Roquentin, como buscando complicidad respecto de lo linda que es la pareja. Antoine recuerda cuando, tiempo atrás, entraba con Anny a algún restaurante y se sentían “objeto de contemplaciones enternecidas” (p.88).
El Autodidacto le dice a Roquentin que lo vio saliendo del museo hace dos días; le pregunta si vio la reproducción del atentado de Orsini, a lo que Antoine responde que no, que solo había ido a ver otra vez los cuadros de Bordurin. El Autodidacto confiesa que el placer estético en general le es ajeno. Saca una libreta del bolsillo y le pide permiso a Roquentin para leerle una frase sobre pintura que escribió él mismo: “Nadie cree ya en lo que el siglo XVIII consideraba verdadero. ¿Por qué hemos de deleitarnos aún con las obras que consideraba bellas?” (p.90). Roquentin le dice que su idea es muy interesante. Luego agrega que ya ha leído algo así en Renan. El Autodidacto está encantado con la comparación.
Desde que la joven pareja entró en el lugar, el ambiente se volvió más silencioso y contemplativo. Roquentin trata de escuchar parte de la conversación que mantienen. Están en un juego de seducción, aunque los dos saben que se terminarán acostando juntos. Luego de que eso pase, deberán buscar alguna otra cosa para “ocultar el enorme absurdo de la existencia” (p.92).
El Autodidacto interrumpe el análisis interior que está haciendo Roquentin respecto de la gente que está en el lugar para decirle que lo nota contento. Antoine le responde, riendo, que están todos allí, comiendo y bebiendo, para conservar su preciosa existencia, pero que, en realidad, no hay ninguna razón para existir. El Autodidacto pregunta con aire grave si esa idea de que la vida no tiene objeto no es lo que llaman “pesimismo”. Luego agrega que una vez leyó un libro que defendía el “optimismo voluntario”, pero aclara que no representa su pensamiento ya que, para él, el sentido de la vida está mucho más cerca: “están los hombres” (p.93).
Roquentin recuerda que el Autodidacta es humanista. Le dice que no da la impresión de que él se preocupe tanto por “los hombres” ya que anda siempre solo y con la nariz metida en los libros. El Autodidacto se ríe y acusa a Roquentin de estar muy equivocado. En el campo de concentración, mientras estuvo prisionero, él aprendió a creer en los hombres. Cuenta que, cuando llovía, metían a todos los prisioneros en un cobertizo y que fue allí, hacinado con todos esos hombres, que de repente sintió que los amaba a todos como si fuesen sus hermanos y hubiese querido besarlos. Después, cada vez que volvió a ese cobertizo, experimentó el mismo gozo.
Antoine Roquentin se siente enfermo: le tiemblan las manos y los labios, y la sangre se le fue toda a la cara. Esta sensación le produce rabia. Luego le pregunta al Autodidacto si extraña esa vida, y este le responde que sí, y le cuenta que, cuando volvió de la guerra, pasó momentos muy difíciles, y se metía en cualquier lugar donde viera hombres reunidos. Además, le confiesa a Roquentin que es afiliado del Partido Socialista. El Autodidacto dice que ya no se siente solo.
Roquentin, por su parte, no muestra demasiado entusiasmo por las palabras del Autodidacto, ya que le resultan un plagio de otros discursos de humanistas que ha conocido antes. El Autodidacto trata de justificar la pasividad de Antoine aludiendo a que él tiene sus libros e investigaciones y que, a su manera, sirve a la misma causa. Roquentin dice que no escribe por eso, y cuando el Autodidacto le pregunta por qué lo hace, Antoine responde que escribe solo por escribir. El Autodidacto no está conforme con la respuesta y sentencia que, aunque no quiera admitirlo, Roquentin escribe para alguien. Cuando el Autodidacto le pregunta a Antoine si no es un misántropo, él le responde que no cree que sea posible odiar a los hombres, de la misma forma en que tampoco es posible amarlos. Luego, Roquentin le pregunta al Autodidacto si ama a la pareja de jóvenes que tiene detrás. El Autodidacta dice que, si bien es cierto que no los conoce, ama la juventud que hay en ellos. Roquentin lo acusa de no amarlos en verdad; le dice que no podría reconocerlos en la calle y que los jóvenes son simplemente símbolos para él; luego hace referencia a que lo que verdaderamente enternece al Autodidacta es la Juventud del Hombre, el Amor del Hombre y la Mujer, la Voz Humana, todos símbolos. El Autodidacto hace referencia a que es muy difícil ser un hombre, a lo que Roquentin responde que para nada lo considera así de difícil, que, de hecho, alcanza solo con dejarse estar. El Autodidacto menciona que para aceptar la condición humana se necesita mucho coraje, y que, dado que el hombre se puede morir en cualquier momento, hasta en el más insignificante de sus actos, “hay una inmensidad de heroísmo” (p.100).
Cuando el Autodidacto rechaza pedir postre, Roquentin siente un poco de remordimiento, ya que entiende que le aguó su necesidad de hablar. Después de todo, el Autodidacto está tan solo como él; la única diferencia es que no se da cuenta. El Autodidacto, de pronto, dice que, en realidad, Roquentin ama a los hombres tanto como él, y que lo único que los separa son las palabras. Antoine, por su parte, reflexiona sobre el hecho de que los hombres son amables y admirables y, de pronto, le viene la Náusea. Roquentin entiende por fin que la Náusea tiene que ver con la evidencia de que él mismo existe, de que el mundo existe, y de que ahora él sabe que el mundo existe. Roquentin hace una proyección de qué pasaría si le clavara el cuchillo de postre en el ojo al Autodidacto: la gente del lugar se le lanzaría encima y el Autodidacto gritaría; si Antoine no lo hace es porque siente que las reacciones que generaría su acto estarían de más.
Roquentin se levanta para irse. Todavía conserva el cuchillo de postre en la mano; lo arroja sobre el plato, se despide de todos los presentes en el lugar y se retira. Al llegar a la calle, no sabe exactamente hacia dónde ir y se queda parado junto al cheff de cartón que invita a pasar al restaurante. Siente las miradas de las personas que están dentro del lugar, juzgándolo; para ellos, Roquentin ha perdido su estatus de hombre.
Antoine Roquentin observa que hay muchas personas paseando a la orilla del mar. Se apoya sobre la balaustrada, dándoles la espalda. Observa la calle; ahí llega el tranvía de Saint-Elémir y, aunque no quiere ir a ninguna parte, Roquentin se sube. Luego de viajar un rato y observar los cambios que se producen a través de los vidrios del coche mientras avanzan, Antoine reflexiona sobre la banqueta en la que viaja sentado. “Es una banqueta”, se dice a modo de exorcismo. Pero la banqueta y el resto de las Cosas están demasiado cerca para Roquentin, se le vienen encima, y por eso no respeta la advertencia del Guarda y salta fuera del tranvía.
Roquentin llega al jardín público y se deja caer en un banco entre grandes troncos negros. Tiene deseo de olvidarse de todo, de dormir, pero no puede: la existencia lo penetra por todas partes. De repente, tiene la sensación de haber comprendido, de haber visto.
Las seis de la tarde
Roquentin dice haber comprendido lo que le viene sucediendo desde enero: la Náusea no lo abandonará; la Náusea es él. Hace un rato, Roquentin se fijó en la raíz del castaño que se hundía en la tierra debajo de su banco. Pero él no recordaba que era una raíz: las palabras se habían desvanecido, y en este desvanecimiento también desapareció la significación de las cosas. Le dio miedo y, luego, tuvo una iluminación. Esta iluminación tiene que ver con la idea de que la “existencia” está en todas partes; ya no tiene esa apariencia inofensiva, sino que se ha convertido en la materia misma de las cosas. Todos los objetos alrededor de Roquentin en el jardín público lo incomodan, ya que existen con demasiada fuerza; a él le gustaría que existieran con más moderación. Roquentin entiende que no hay término medio en la existencia: de existir, hay que existir hasta la obscenidad. Así y todo, siente que los árboles, los guijarros, las verjas están de más. Incluso él mismo se siente de más; hasta su muerte, su sangre, su cadáver estarían de más.
La palabra Absurdo “nace” de la pluma de Roquentin. Antes, en el jardín público, Antoine comprendía la clave de la Existencia, la clave de sus Náuseas, de su propia vida: el Absurdo fundamental y el carácter absoluto de este Absurdo. En ese sentido, también reflexiona que los acontecimientos siempre son relativamente absurdos; por ejemplo, el discurso de un loco es absurdo con respecto a la situación en la que se encuentra, pero no con respecto a su delirio. La razón de la existencia de la raíz era que Roquentin no podía explicarla. El hecho de decir “Es una raíz” y de describirla ya no funciona. Las palabras se vacían de sentido, no alcanzan para explicar las Cosas. La raíz no es negra; en todo caso, ese negro parece “(…) más bien el esfuerzo confuso por imaginar el negro de alguien que nunca lo hubiera visto” (p.108). En ese éxtasis horrible que siente Roquentin observando el negro de aquella raíz, comprende la Náusea. De alguna forma, llega a la conclusión de que la existencia no es la necesidad. Según Roquentin, lo esencial es la contingencia. Existir se reduce a estar ahí; la contingencia, en ese sentido, “es lo absoluto, en consecuencia la gratuidad perfecta". Para Antoine, todo es gratuito. Observando la raíz del castaño, Roquentin es conciencia de la existencia del castaño. Luego de desviar la mirada de la raíz, Antoine ya no puede pensar en la existencia de la misma. De alguna manera, la existencia no se puede pensar de lejos: “es preciso que nos invada bruscamente, que se detenga sobre nosotros, que pese sobre nuestro corazón como una gran bestia inmóvil; si no, no hay absolutamente nada” (p.109).
Roquentin luego se queda mirando la copa del castaño. El viento sacude la cima del árbol. Según él, los movimientos nunca existen del todo; son “pasos intermediarios entre dos existencias, tiempos débiles” (p.110). En ese sentido, la existencia parece no tener memoria, no conservar ningún recuerdo de lo que desaparece. Loa árboles, como todas las cosas, no tienen ganas de existir, pero no pueden evitarlo y a eso se reduce todo. Si los árboles viejos siguen existiendo, es de mala gana, solo porque no tienen la fuerza para morir.
Roquentin luego se levanta del banco para irse del jardín público y, cuando llega a la verja, se da vuelta y el jardín, dice, le sonríe. Se queda un rato largo contemplándolo. Le da rabia no poder comprender el sentido de ese gesto cómplice. Se va al hotel con la sensación de que ha comprendido todo lo que podía saber sobre la existencia.
A la noche
Roquentin dice haber tomado una decisión: si no escribe el libro sobre M. de Rollebon, se irá a vivir a Paris. El viernes tomará el tren de las cinco, el sábado verá a Anny. Especula que pasarán un par de días juntos. Luego regresará a Bouville, hará las valijas y, para el primero de marzo, ya estará instalado en París.
Viernes
Roquentin está en el Rendez-vous des Cheminots. Faltan veinte minutos para que salga el tren. Hace referencia al fonógrafo y a una “fuerte sensación de aventura” (p.113).
Análisis
La actitud de Antoine Roquentin durante todo el almuerzo con el Autodidacto es apática; no muestra ningún tipo de entusiasmo ni interés por lo que él está diciendo. Esta indiferencia es una constante por parte de Roquentin durante toda la novela y refleja, entre otras cosas, una fuerte sensación de tedio hacia esa normalidad obvia en la que están inmersos los hombres. En este sentido, la vida es tan predecible como aburrida. Antoine, sin embargo, no es víctima de esta normalidad tediosa: él es un hombre solo, no tiene trabajo a donde ir después de almorzar; su realidad no es compatible con esa pasividad colectiva de los hombres. Aquí podemos observar una vez más la reivindicación de la libertad individual por sobre la pasividad con la que los hombres ejercen su dinámica cotidiana. Dicho de otra forma: el sujeto existencialista no está a salvo de lo absurdo de la existencia, pero, en su perspectiva individual de la misma, tiene la capacidad de tomar conciencia de ese absurdo. Por otro lado, esa libertad individual conlleva, al mismo tiempo, una responsabilidad muy grande, ya que el hombre toma conciencia de que son sus decisiones y sus actos los que definen su identidad. Esto, a su vez, produce una profunda angustia existencial que, según Sartre, es propia de la condición humana.
A través de la charla que mantienen el Autodidacto y Antoine Roquentin, Jean Paul Sartre también deja en claro cuál es su postura respecto del humanismo. A Antoine le molesta el discurso ingenuo e irreflexivo del Autodidacta, que solo enaltece al hombre por sus cualidades morales y sus logros. Tanto para Roquentin como para el propio Sartre, no hay una virtud existencial implícita en el hecho de ser hombre. El Autodidacto, en ese sentido, representa un humanismo anacrónico, que poco tiene que ver con la realidad. Como analizábamos en la Parte 1 de la novela, Jean Paul Sartre se considera humanista, pero no porque enaltezca las cualidades morales y los logros del hombre, sino porque concibe a la libertad individual de las personas como el aspecto más determinante de la existencia. De esta forma, el humanismo del Autodidacto responde a una versión más clásica, si se quiere antigua del humanismo: cree que ser hombre es un valor en sí mismo, mientras que el humanismo de Sartre, encarnado en Antoine Roquentin, reconoce que la única característica que vale la pena de los hombres es su libertad, y que es a partir de ella, es decir de los actos individuales que realizan las personas, que se define la esencia humana.
En esta tercera parte, también nos enteramos de que el Autodidacto fue prisionero de guerra. Si bien él se lo menciona a Roquentin para explicarle cómo nació en él ese amor incondicional hacia "los hombres", está claro que, a través de la anécdota del Autodidacto, Sartre propone una reflexión sobre el tema de la guerra. La náusea fue escrita durante la década del 30 y publicada en 1938. En ese momento, el mundo estaba sufriendo las consecuencias atroces de la Primera Guerra Mundial y las tensiones políticas presagiaban el comienzo de la segunda. Además, la Segunda Revolución Industrial acababa de suceder y el capitalismo se consolidaba como modelo económico de Occidente. Para Sartre, como para tantos pensadores, esta época supuso un quiebre en la concepción moral de la humanidad. Ese mismo "hombre" que el humanismo enaltecía por sus valores morales y sus logros en la Historia, había generado una guerra atroz, hambre e injusticia social. El existencialismo de Sartre manifiesta que el hombre goza de libertad y que son sus acciones individuales las que definen su esencia. De esta forma, un acontecimiento tan atroz como la guerra, llevada a cabo por hombres, pone en discusión los valores más elementales de la humanidad. Sartre desarrolla su pensamiento en un contexto de desesperanza, en el que lo absurdo de la existencia se presenta como una explicación posible frente a tanta injusticia. El pensamiento de Sartre, encarnado en Antoine Roquentin, puede pensarse como "pesimista", tal y como lo cataloga el Autodidacto en la charla con Antoine. Así y todo, es indispensable analizar el contexto en el que surgen estas ideas existencialistas sartrianas para comprender esa sensación de absurdo existencial a la que hace referencia el filósofo francés.
Como en otras partes de la novela, aquí, otra vez, se vuelve a poner en relieve el carácter relativo de la Historia. De la misma forma en que los documentos que dan cuenta de la vida de Rollebon son imprecisos, y eso imposibilita la reconstrucción de su historia, cada concepto histórico, ya sea el de belleza o el de lo verdadero, cambia con el tiempo. La Historia es inestable por su capacidad de mutación constante y porque accedemos a ella solo a partir del relato de los hombres, que siempre es subjetivo y está teñido de la perspectiva del presente. Cuando el Autodidacto dice que ya nadie cree en lo que en el siglo XVIII se consideraba verdadero, Roquentin le dice que esa idea le resulta interesante. El absurdo al que el hombre está condenado no solo se refleja en la falta de un propósito claro respecto de su propia existencia, sino también en la inestabilidad de los conceptos que la humanidad crea para sobrellevar su angustia existencial. Lo verdadero, lo bello, todo es inestable y, por lo tanto, sirve de poco como consuelo frente al trauma de estar vivo.
Cuando la pareja entra al café, Antoine la observa: cada acción entre ellos es obvia. Luego Roquentin dice que todo ese juego es innecesario, ya que los dos saben que terminarán acostándose para ocultar el enorme absurdo de la existencia. Y una vez consumado el hecho, van a tener que encontrar alguna otra forma de matar el tiempo, de distraerse del vacío que propone ese absurdo existencial. En este pasaje de la novela, podemos observar cómo la falta de sentido de la vida, combinada con la apatía humana, dan como resultado un fuerte sentimiento de desesperanza. La pareja parece ser ajena a esto, pero Antoine, en su individualidad, en pleno ejercicio de su libertad, es muy consciente de que el hombre nació, vive y morirá condenado. El tiempo, lejos de ser un aliado, lejos de proporcionar oportunidades para descubrir el sentido de la vida, es un enemigo o, en todo caso, un aliado del tedio y de la desesperanza, algo que hay que combatir y matar permanentemente para que quede menos de esa angustia existencial inherente al ser humano. En síntesis: la vida es algo que hay que soportar, algo que hay que transitar y no mucho más.
En este pasaje de la novela, Roquentin logra alcanzar una definición de existencia que parece revelársele como una iluminación: "Existir es estar ahí, simplemente; los existentes aparecen, se dejan encontrar, pero nunca es posible deducirlos. Creo que hay quienes han comprendido esto. Sólo que han intentado superar esta contingencia inventando un ser necesario y causa de sí (...) la contigencia es lo absoluto, en consecuencia la gratuidad perfecta" (p.109). Para Antoine todo es gratuito, es decir, todo existe sin ninguna justificación, sin ningún propósito. Por otro lado, nada ni nadie puede evitarlo. Las personas, las raíces del árbol, el jardín público, todo existe más allá de su voluntad o falta de voluntad de existencia. La náusea, esa sensación de asco, de repugnancia que invade a Antoine, tiene que ver con la evidencia de que él mismo existe, de que el mundo existe, pero sobre todo nace de que ahora él sabe que el mundo existe. Es decir, la náusea no es la existencia, sino la conciencia de existir. Esta conciencia, a su vez, repugna, da asco, porque la existencia es gratuita, absurda, pero, al mismo tiempo, omnipresente y omnipotente: "(...) yo hubiera deseado que [las cosas] existieran con menos fuerza" (p.106), dice Antoine. Entonces todo existe demasiado para Roquentin, y esa gratuidad, ese absurdo de la existencia de las cosas se refleja en todo y lo acorrala.
Esta sensación de que la existencia está en todas partes surge de la contemplación que realiza Antoine sobre las raíces del castaño. Llega a ese nivel de conciencia de existir al ver que las raíces están simplemente ahí. Este descubrimiento también se traduce en conciencia de estar de más, es decir, de existir en un absurdo fundamental y absoluto.