Resumen
La narradora, Clara, y su hermano mayor, Pablo, viven en Lanús. Se hacen amigos de una niña, Adela, a la que le falta un brazo. La admiran por su valor a pesar de su discapacidad. A Adela y a Pablo los dejan ver películas de terror. No así a Clara, por su edad. Sin embargo, ellos le reponen todos los argumentos de las películas con narraciones orales detalladas y espeluznantes.
Hay una casa abandonada en el barrio, que inclusive a la mamá de los chicos les da miedo. Adela se obsesiona con la casa, quiere entrar. Los hermanos no pueden evitar contagiarse de este deseo. “La casa nos cuenta historias. ¿Vos no las escuchás?” (p.73), le pregunta Adela a Clara. Ella no las escucha, pero ellos se las reponen: una viejita ciega, un viejito que quemaba libros de medicina en el fondo, madrigueras de ratas, una canilla que no dejaba de gotear “porque lo que vivía en la casa necesitaba agua” (p.73).
Una noche, los tres niños planean entrar en la casa. La puerta los recibe entreabierta. Adentro los espera una mesa de teléfono, un zumbido como de abejas, sillones sucios. Una repisa de estantes llenos de pequeños adornos. Clara se acerca, y esos adornos resultan ser muelas y uñas. De repente, lejos, Adela grita en la oscuridad. La encuentran en el marco de una puerta. Adela saluda, cierra la puerta tras ella y los hermanos no pueden volver a abrirla. Salen corriendo a buscar las herramientas para abrirla. Dan alaridos de terror.
Finalmente, Pablo le hace caso a Clara, que le grita que por favor vayan a buscar ayuda. Al llegar, la policía no encuentra a Adela. Ante el relato de los hermanos, los adultos los tratan de mentirosos: la casa está por dentro demolida y llena de escombros. No hay sillones, mesa de teléfono ni muelas. Los adultos no les creen, pero Adela nunca más aparece.
La familia de Clara se muda. Pablo se vuelve loco y se suicida a los veintidós años. Desde ese momento, Clara, la narradora, visita la casa en la que desapareció su amiga. No se anima a entrar. Un graffiti reza: “Acá vive Adela” (p.80). Clara sabe que es así.
Análisis
Este relato, que como otros puede ser tomado como una traducción del género al ambiente rioplatense, está plagado de referencias a novelas de Stephen King. Inclusive, hay un elemento que se salen del ámbito del realismo dentro del contexto cultural argentino, pero que tributa al novelista norteamericano: pilotos para lluvia amarillos, idénticos a los que usaban los personajes de la novela de King It, muy poco frecuentes en el sur del continente. En los sueños de la narradora “nunca falta la lluvia ni faltamos mi hermano y yo, los dos parados frente a la casa abandonada, con nuestros pilotos amarillos, mirando a los policías en el jardín que hablan en voz baja con nuestros padres” (p.65). La lluvia, la casa embrujada, la ausencia traumática de la amiga, la incomprensión de los adultos, el suicidio de Pablo posterior a la desaparición de Adela, todos son deícticos que rinden culto a la novela norteamericana en la que el pequeño hermano de uno de los protagonistas desaparece en manos de un payaso que los aterroriza jugando con sus mentes. Quizá la referencia más cabal sea esta última: al entrar en la casa en la que habita el payaso, los niños ven muchas cosas que ya no están allí cuando más tarde llega la policía. Cabe destacar que, como en It, todo esto puede ser explicado por los adultos como delirios y alucinaciones de los pequeños, menos la desaparición de una persona. La desaparición de Adela es un hecho irrefutable que no encuentra explicación racional a lo largo de los años.
Una presencia, “una viejita ciega, un viejito que quemaba libros de medicina en el fondo” (p.73), o quien sea que habita esa casa, controla las mentes de los que entran en ella. Toma posesión de sus sentidos, les hace ver cosas que luego no estarán allí. Sin embargo, “La casa de Adela” propone una vuelta de tuerca con respecto al célebre relato de King: al morir Pablo y quedar Clara sola, no deja de ir hasta la puerta de la casa. Clara sabe que Adela vive allí, y su presencia no es amigable, sino perturbadora. Adela no es un recuerdo romántico de la amiga desaparecida, sino que ahora forma parte del poder oscuro de la casa.
Un asunto relevante con respecto a Adela es la ausencia de su brazo: así como hay muchas historias en torno a la casa, hay muchas que Adela cuenta en torno a su miembro faltante. Dice que sus padres mienten, y que su brazo fue mutilado. Que un perro la mordió, “un dóberman negro llamado Infierno. El perro se había vuelto loco, les suele pasar a los dóberman, una raza que, según Adela, tenía un cráneo demasiado chico para el tamaño del cerebro; por eso les dolía siempre la cabeza y se enloquecían de dolor, se les trastornaba el cerebro apretado contra los huesos. Decía que la había atacado cuando ella tenía dos años. Se acordaba: el dolor, los gruñidos, el ruido de las mandíbulas masticando, la sangre manchando el pasto, mezclada con el agua de la pileta” (p.66-67). La capacidad narrativa de Adela es una de sus características más fuertes. Adela y Pablo le cuentan a Clara los argumentos de las películas de terror que ella, por ser más pequeña, no tiene permitido ver. Adela cuenta también las historias sobre la casa, las que la misma casa le relata: “La casa nos cuenta las historias. ¿Vos no la escuchás?” (p.73), le dice a Clarita.
El suicidio de Pablo parece tener mucho que ver con esta incomprensión por parte del mundo adulto de lo que los niños experimentaron en esa casa, que se constituye en una situación traumática de la que el hermano mayor jamás pudo recuperarse. Lo mismo puede decirse de Clara, que sigue visitando la casa embrujada años después, sin poder entrar. Como vimos, el miedo es ambiguo. Por un lado, la casa se tragó a su amiga de la infancia, pero, por el otro, es su amiga también el componente perturbador. El cuento termina con Clara reconociendo que ella cree que Adela, como versa el graffitti, vive adentro de la casa, y es el motivo por el cual no se anima a dar un paso más allá del jardín.
Cabe resaltar que, en un principio, la madre de Clara reconoce temerle a la casa. Cuando pasan por la vereda de enfrente, apura el paso. Al advertir esto, les dice a sus hijos “Me da miedo esa casa, no me hagan caso” (p.69). Además, adjetiva su propia actitud con contundencia: “¡Soy más tonta!” (p.69). La madre de los chicos habita ese espacio intermedio entre el escepticismo y el miedo. Cuesta creer que la desaparición de Adela no potencie su aversión por la casa. En lugar de esto, ganan en la madre el escepticismo, la negación e inclusive la irritación ante el relato de los niños.
El lector podría inclinarse a pensar que el miedo inicial de la madre al pasar por la vereda de la casa es una dramatización, un miedo lúdico, que es más bien todo una broma para los niños y que, en el fondo, la madre no cree en ningún tipo de fenómeno paranormal o energía de la casa. Pero el texto de alguna manera implica lo contrario: la madre adulta, paralizada, no puede aceptar que sus miedos infantiles tengan, años después, correlato en la realidad. El adulto niega el terror de sus hijos que se presenta ante sus ojos, decide no creerles y se aferra a un modo de percibir la realidad más racional y aceptable. El asunto es que esta explicación es insuficiente, y no encuentra lógica alguna para la desaparición de Adela. Estas son las cosas que este cuento pone en juego a la hora de abordar el tema de la infancia y la adultez, y la distancia que las separa. Es una forma muy diferente a la que veíamos en “Los años intoxicados”, pero que explora la misma grieta. Más adelante, también “Fin de curso” echará otra luz sobre este tópico.