—Fíjate, gabacho —decía, espantando con los chorros de humo de su cigarro los mosquitos que volteaban en torno de él—. Yo soy español, tú, francés, Karl es alemán, mis niñas argentinas, el cocinero ruso, su ayudante griego, el peón de cuadra inglés, las chinas de cocina, unas son del país, otras gallegas o italianas, y entre los peones los hay de todas castas y leyes... ¡Y todos vivimos en paz! En Europa tal vez nos habríamos golpeado a estas horas; pero aquí todos amigos. Y se deleitaba escuchando la música de los trabajadores: lamentos de canciones italianas, con acompañamiento de acordeón, guitarreos españoles y criollos apoyando a unas voces bravías que cantaban al amor y la muerte. —Esto es el Arca de Noé —afirmó el estanciero. Quería decir la torre de Babel, según pensó Desnoyers, pero para el viejo era lo mismo.
En este intercambio entre Julio Madariaga y Marcelo Desnoyers se ponen de relieve dos cuestiones centrales de la novela: por un lado, el patrón de la estancia verbaliza la situación de convivencia entre personas de distintas nacionalidades. Su análisis de este fenómeno en términos de paz se ve invertido inmediatamente a continuación, ya que el romance entre Karl y Elena desata la furia del español. Este momento íntimo prefigura tanto el carácter belicoso, propio de los alemanes, como la ruptura definitiva del trato entre las dos familias.
Por otro lado, Madariaga deja en claro que la situación de paz solo es posible en el territorio argentino. Esto queda asentado en el establecimiento de Europa como contrapunto, que puede ser analizado en términos religiosos como un binomio cielo-infierno. La mención del Arca de Noé, aunque errada según Desnoyers, enfatiza esta acepción en tanto coloca a la estancia como el lugar de la salvación.
Es interesante la discrepancia entre las alegorías, ya que ambos pasajes bíblicos aluden a situaciones más bien antagónicas en lo que respecta a las relaciones humanas. El Arca de Noé garantiza la continuidad de las especies, mientras que la torre de Babel es impuesta por Dios como un castigo a los hombres, condenados a no entenderse entre sí por el resto de la eternidad.
A su vez, que “para el viejo sea lo mismo” hablar del Arca de Noé y de la torre de Babel trasluce una equiparación entre humanos y animales que es característica de la personalidad de Madariaga. No hay jerarquías en la estancia argentina: todos los seres valen lo mismo, y esto instaura en la comunidad internacional que allí reside una ilusión de borramiento también entre clases sociales.
Sea por lo que sea, hay que reconocer que aquí se vive más tranquilo que en el otro mundo. Los hombres se aprecian por lo que valen y se juntan sin pensar en si proceden de una tierra o de otra. Los mozos no van en rebaño a matar a otros mozos que no conocen, y cuyo delito es haber nacido en el pueblo de enfrente... El hombre no es una mala bestia en todas partes, lo reconozco; pero aquí come, tiene tierra de sobra para tenderse, y es bueno, con la bondad de un perro harto. Allá son demasiados, viven en montón, estorbándose unos a otros, la pitanza es escasa, y se vuelven rabiosos con facilidad. ¡Viva la paz, gabacho, y la existencia tranquila! Donde uno se encuentre bien y no corra peligro de que lo maten por cosas que no entiende, allí está su verdadera tierra.
Esta segunda parte del intercambio entre Marcelo y Madariaga redunda en el tópico de la guerra. Resulta crucial tener en cuenta que el primer personaje que pronuncia una opinión antibélica declarada es el punto de origen de los Desnoyers y los Hartrott. De esta manera, el apoyo de los Hartrott a Alemania y, en consecuencia, a que exista el conflicto bélico, se puede analizar más claramente como un desvío con respecto al seno familiar que ambas familias compartieron.
Una vez más, la igualdad entre “hombres” y “bestias” es manifiesta. El uso de la palabra “bestia” adelanta, también, la manera en la que Tchernoff va a expresar su rechazo al horror de la guerra personificándola mediante el término “Bestia”.
Por último, como se expuso en el tema relativo a la nacionalidad, aquí Madariaga abiertamente define su criterio de pertenencia: pese a haber nacido en España, la seguridad es el factor clave para sentirse argentino. Este es el primer ejemplo de movilidad nacional, de la que también participarán sus nietos mayores, llamados, casualmente, igual que él.
La Tierra iba a ser feliz bajo la dominación de un pueblo nacido para amo. El Estado alemán, potencia tentacular, eclipsaría con su gloria a los más ilustres imperios del pasado y del presente. Gott mit uns (Dios es con nosotros).
Si bien este fragmento no aparece como discurso directo de Julius Hartrott, el narrador está reponiendo parte de lo que proclama frente a Julio Desnoyers y Argensola en su visita al estudio de la rue de la Pompe. Aquí se cristaliza esta suerte de justificación providencial que los alemanes se arrogan para hacer la guerra. Está presente el solapamiento entre Dios y el Estado, lo que Tchernoff, en el capítulo siguiente, denominará como “un cristianismo laico” (p.180): la defensa religiosa de un régimen que no conoce de clemencia.
El hecho de que la sentencia final esté expresada en alemán marca otro grado de separación entre el “pueblo nacido para amo” y los demás, aquí representados por Julio y Argensola, que no entienden esta lengua. Ese “nosotros”, entonces, encuentra su límite entre quienes son capaces de entender la frase. Esta distinción es coherente con la alemanización del nombre de Julius: para hacer transparente su adhesión y militancia no puede seguir sosteniendo su natal latino, “Julio”.
—... y a estas horas gritarán de entusiasmo lo mismo que los de aquí, creerán de buena fe que van a defender a su patria provocada, querrán morir por sus familias y hogares, que nadie ha amenazado.
—¿Quiénes son ésos, Tchernoff? —preguntó Argensola.
Le miró el ruso fijamente, como si extrañase su pregunta.
—Ellos —dijo con laconismo.
Los dos le entendieron... «¡Ellos!» No podían ser otros.
La dicotomía pronominal “ellos” vs “nosotros”, tal como señalábamos en la cita anterior, está presente en muchos diálogos de la novela. Es la marca gramatical más evidente a la hora de hacer un análisis formal de la contienda: configura la distancia irreconciliable entre las dos partes.
Sin embargo, en esta cita, Tchernoff comienza por apuntar la identidad entre “ellos” y los franceses, que están alentando a su país en las calles de París frente a él, Julio y Argensola. Se da aquí una conciliación entre los dos bandos, arraigada en el patriotismo, a pesar de que lo que los diferencie sean las causas por las que van a luchar. También, sobre el final de la novela, el otro rasgo conciliatorio es el del sufrimiento: “Los dolores humanos son iguales en todas partes” (p.515).
... Y cuando dentro de unas horas salga el sol, el mundo verá correr por sus campos los cuatro jinetes enemigos de los hombres... Ya piafan sus caballos malignos por la impaciencia de la carrera; ya sus jinetes de desgracia se conciertan y cruzan las últimas palabras antes de saltar sobre la silla. —¿Qué jinetes son ésos? —preguntó Argensola. —Los que preceden a la Bestia.
Este es el pasaje en el que se introduce la alegoría que da nombre a la novela, que cierra el largo discurso de Tchernoff sobre el carácter alemán. Es el momento más declaradamente poético y modernista de la obra.
Los jinetes son los escoltas de la Bestia del Apocalipsis, un monstruo conformado por partes de animales. En este esquema de personajes, Tchernoff le asigna a la Bestia un valor particular, posterior a la Guerra, que es uno de los jinetes. El fin llegará entonces una vez que ya reinen en el mundo los cuatro jinetes.
Los enemigos iban a llegar y había que recibirles. En esta espera inquietante, el arrepentimiento volvió a atormentarle. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué se había quedado?... Pero su carácter tenaz desechó inmediatamente las dudas del miedo. Estaba allí porque tenía el deber de guardar lo suyo. Además, ya era tarde para pensar en tales cosas.
Antes del sitio pero adivinando una futura invasión, Marcelo Desnoyers se cuestiona su estadía en el castillo. Cabe enfatizar en el efecto de la palabra “deber”: este personaje asume como una obligación proteger sus pertenencias, mucho más que la de proteger a los suyos. Prima en esta afirmación el orgullo que siente por considerarse adinerado y la consecuente sensación de omnipotencia.
Desnoyers se aterró al considerar la indiferencia con que marchaban estos hombres en torno del pueblo incendiado. No veían el fuego y la destrucción; todo carecía de valor ante sus ojos: era el espectáculo ordinario. Desde que atravesaron las fronteras de su país, pueblos en ruinas, incendiados por las vanguardias, y pueblos en llamas nacientes, provocadas por su propio paso, habían ido marcando las etapas de su avance por el suelo belga y el francés.
Entre los rasgos que generan más horror del accionar de los alemanes destaca su indiferencia: sin importar las dimensiones de las catástrofes y matanzas que efectúan, los soldados se mantienen indemnes. Esta reacción está fundada en la profunda convicción de la causa alemana, que es lo que Tchernoff lee en términos de una fe católica. Esta ceguera es parte del hermetismo que también demuestran verbalmente: es imposible el diálogo.
—Es la guerra... Debemos ser duros para que resulte breve. La verdadera bondad consiste en ser crueles, porque así el enemigo, aterrorizado, se entrega más pronto y el mundo sufre menos.
El segundo hijo de Elena y Karl, a su turno, abreva en el uso explicativo de “la guerra” para justificar los horrores. Como todo alemán ciego, su convicción nacionalista lo hace pronunciar esta paradoja que une bondad y crueldad. Bajo esa premisa, en este fragmento se puede leer incluso una preocupación por la longitud del sufrimiento del mundo. Este rasgo de clemencia empalma con el gesto de la inscripción en el castillo para detener los saqueos.
Conoció el tormento del hambre como no lo había sufrido nunca en sus viajes por las llanuras desiertas, el hambre entre los hombres, en un país civilizado, llevando sobre su cuerpo un cinto lleno de oro, rodeado de tierras y edificios que eran suyos, pero de los que disponían otros que no se dignaban entenderle.
Aquí el narrador se refiere a Marcelo Desnoyers, cautivo del ejército alemán en su castillo, presenciando su afán de dominio y control completamente destruido. Si había viajado allí para disfrutar sus lujos, ahora apenas si sobrevive. Ni la civilización, ni el dinero, ni sus propiedades ya pueden garantizarle nada.
—Tal vez encuentres frente a ti rostros conocidos. La familia no se forma siempre a nuestro gusto. Hombres de tu sangre están al otro lado. Si ves a alguno de ellos… no vaciles, ¡tira! Es tu enemigo. ¡Mátalo!… ¡mátalo!
Este es el consejo que le da Desnoyers a su hijo al enterarse de que integrará el ejército. Es la primera vez que aparece de manera literal la percepción de los Hartrott como “enemigos”, y se clausura cualquier posibilidad de unión. Haber vuelto del infierno del sitio lo convierte en un hombre que muestra incluso menos clemencia que su sobrino.
—No; la Bestia no muere. Es la eterna compañera de los hombres. Se oculta chorreando sangre cuarenta años… sesenta… un siglo, pero reaparece. Todo lo que podemos desear es que su herida sea larga, que se esconda por mucho tiempo y no la vean nunca las generaciones que guardarán todavía nuestro recuerdo.
Esta coda tardía al discurso de Tchernoff de la Primera Parte imprime el carácter cíclico a su alegoría de los jinetes: más allá de los intentos por evitarla, la guerra y sus horrores volverán después de un tiempo. Blasco Ibáñez publicó Los cuatro jinetes del Apocalipsis antes del fin de la Primera Guerra Mundial y falleció en 1928, pero su personaje ruso vaticinó un regreso de la Bestia que tardaría menos en llegar. La Segunda Guerra Mundial comenzaría once años después, y hoy es considerada la mayor contienda bélica de la historia.