El "pájaro" marrón
En “Los extraños objetos voladores”, María y Lautaro son acechados por un supuesto pájaro marrón que se instala sobre su casa de campo. Decimos supuesto, o utilizamos comillas para nombrarlo, porque, en realidad, la imagen del objeto es difusa. Es llamado "pájaro" por encontrarse suspendido en el cielo y por su color, pero, en realidad, Lautaro se contradice en más de una ocasión y niega que se trate de un ave. Además, el viejo le atribuye voluntad propia: “A mí no me gusta que me ande mirando” (p.25), dice. El objeto parece vigilarlos constantemente, seguir sus pasos. Se encuentra “a la expectativa” (p.26). La “extraña y mansa forma quieta en el aire” (p.33) es llamada, a lo largo del cuento, de diversas maneras: “Objeto marrón”, “mancha marrón”, “aparato marrón” o “pájaro marrón”. Como podemos ver, es alternadamente una forma, un animal, una cosa, una “nube mansa con forma de vaca” (p.26), a veces, un color simplemente.
Las estatuas
En “Los juegos”, las estatuas son protagonistas de las imágenes más elaboradas del relato. El museo se encuentra plagado de figuras de mujeres esculpidas en mármol, yeso y bronce. A veces enteras, a veces fragmentadas, las estatuas forman parte de los juegos entre el narrador y Ariadna. En una de las persecuciones en las que busca a Ariadna, el narrador observa las esculturas y se siente atraído sexualmente a una de ellas:
llegado al cuello de la primera que estaba en la fila, bruscamente, me asaltó el deseo: ella me miraba impasible, quizás con un poco de tristeza, y yo la noté un poco gruesa, un poco digna, un poco estática: brutalmente me lancé sobre ella, derrotándola sobre el suelo. La dama apenas se agitó, quebradas las piernas, pero debajo de su túnica plegada, mis manos la registraron hábilmente: desgarróse la tela como el cuerpo, y por los intersticios de los ojos nadie me miraba (pp.88-89).
Las estatuas pueden ser violentadas, y las mujeres de carne y hueso pueden ser estatuas a su vez. El juego entre ambas se dirime entre la extrema quietud y el movimiento de la persecución. Dice el narrador al principio: “En el museo, los maniquíes y las estatuas tenían la puntual inmovilidad de los muebles y de la cera: se podía perfectamente circular entre ellos, entre ellas, sin que nada se moviera, ninguna cosa nos sorprendiera con un rápido gesto o un grito desgarrador” (p.81). Ariadna juega a quedarse inmóvil mientras el narrador la busca por las salas del museo.
Al final, no sabemos si aquello que ha quedado sepultado bajo una montaña de escombros es una estatua o es, en definitiva, la propia Ariadna:
Desde el suelo, herido vi balancearse, oscilar delante de mis ojos con maquiavélico ritmo, el rostro verdecido de la estatua; en un instante, creí ver los agudos rasgos de Ariadna brillando con luz maligna entre las telas del vestido y las gasas del rostro; la estatua se balanceó un momento, verde, azul, tenebrosa, la sonrisa viborante cruzándole la boca, y con un largo larguísimo alarido, se desintegró en el suelo, sobre la confusa pirámide de cosas (p.107).
El sol
En “Un cuento para Eurídice”, el sol, que es símbolo del fin de los tiempos, de la muerte y destrucción de todo lo conocido, arrasa con todo a su paso. El museo es el refugio en que Eurídice escucha las historias del narrador para pasar el tiempo, mientras afuera todo muere. Las imágenes son apocalípticas. Dice el narrador: “Eurídice ya no comía: sólo miraba el sol, enorme, manso, desarrollándose sobre la ciudad desierta como una gran sábana desplegada, como una mano abierta que oprimiera el tenue velo de las cosas, los blancos cadáveres de los seres” (p.111).
Este sol se hace más grande poco a poco. Dice el narrador:
Un día u otro íbamos a morir. Un día u otro moriríamos, condenados a la incandescencia de un sol blanco, enorme, que se deslizaba por el cielo como un zodíaco de fuego, que devorara a su paso las doradas columnas de los templos llenos de inscripciones donde los hombres iban a inscribir sus súplicas y sus miedos, sus «quiera Dios» o sus «no quiera», las doradas columnas de los templos y las vértebras de hueso de los hombres, los delicados tejidos de células que bordan las vísceras perfectas y el néctar sanguíneo, destinado a regar los patios y las salas; un sol blanco, enorme, que en su derrota, vendría a devorar los émbolos de las glándulas y las arterias por donde, sibilante, un líquido protector circulaba (p.114).
La imagen es de una complejidad muy grande y de mucho lirismo. Se equiparan las doradas columnas de los templos con las vértebras de hueso de los hombres, y todo aquello es devorado por el sol implacable.
El vaticinio de muerte se repite a lo largo del texto como un mantra: “Un día u otro íbamos a morir, consumidos por un sol que avanzaba por el cielo deteniéndose sólo para quemar los bosques, desolar las ciudades, cremar las plantas, incinerar los huesos, succionar los líquidos arroyos y los ríos” (p.114).