Había que vivir así, saliendo y entrando.
La mujer miró la masa gris en el cielo. Hacía seis meses enteros que no llovía, y si continuaba sin llover, toda la cosecha se iba a perder, y si toda la cosecha se perdía… Bah, cuando no era la seca, era la inundación. Así se vivía: entrando y saliendo.
El primero de los cuentos es el único de todo el libro que no transcurre en un museo, sino en el campo. María y Lautaro son una pareja de ancianos que perdieron a su hijo hace años y viven al borde de la necesidad económica debido a las frecuentes sequías e inundaciones del campo. La aliteración, en este caso de la mención a cómo se vivía, “entrando y saliendo”, se relaciona con la rutina que habitan, en la cual los eventos y situaciones se repiten y alternan constantemente.
Era suficientemente vieja como para recordar esa y muchas cosas más, que en el sótano de la memoria se le iban embalsamando.
Si bien, como dijimos, no es el museo el espacio en el que transcurre la acción del primer cuento, la memoria cumple aquí un rol central. Y es, ante todo, en relación con la memoria que el motivo del museo es frecuente en la literatura de Peri Rossi. El museo le interesa en tanto archivo, personal o cultural. La memoria de María, en este cuento, funciona como un museo conceptual: ella, en ese “sótano” que es su mente, va embalsamando y guardando, como un archivista, sus recuerdos.
—¿Qué tienes? —volvió a preguntar, cuando se dio cuenta de que el viejo tenía los ojos fijos en el costado de su cara, como si allí mismo le hubiera salido una raíz, brotado una planta, abierto un surco el arado, nacido una serpiente, crecido un yuyo, volcado sus aguas un río naufragado un bote, horadado un pez espada, carcomido una enfermedad, marcado su sílaba ardiente una pústula, flameado una bandera, puesto palos y señales un inspector, al venir a controlar las tierras.
Lautaro se asusta porque algo le sucede a su cara y llama a María. Esta escena da cuenta del lirismo de la prosa de estos cuentos. Peri Rossi encabalga, en la voz del narrador, un número desorbitante de símiles atemorizantes que, en lugar de echar luz sobre cómo Lautaro mira el costado de su cara, terminan por confundir al lector.
(...) a menudo, por errores de los sentidos o de la percepción, tomamos las apariencias por realidades, o, si lo prefiere usted, los datos de los sentidos por las cosas mismas.
Uno de los temas que aborda este libro de cuentos es el de la percepción. “Los extraños objetos voladores” pone el foco en la distancia entre lo que vemos y sentimos, y lo que efectivamente es. El doctor le receta a Lautaro sedantes ante su síntoma; el viejo pierde percepción de aquello que lo rodea; deja de ver y sentir la cama, la azada, su propia cara.
Mientras el paciente busca recuperar su percepción de las cosas, el doctor, por el contrario, se entrega al alcohol en cualquier momento del día con tal de no ver, por la ventana, el pueblo desolado y aburrido que lo ahoga.
Distraídos del trabajo de la traducción, nos paseamos desnudos por las oscuras piezas del museo, en tránsito permanente de salones y pasillos, evitando la mirada fija de los pájaros disecados, de los antepasados embalsamados, soslayando, en las galerías, la presencia continua de las vendedoras de sal, estatuizadas el día que del cielo cavó, con decisión, la marea de la lava.
La pareja que habita el museo abandonado en este cuento abandona un juego que los entretenía, en el cual traducían a distintas lenguas mensajes encontrados en el museo, mayormente de lápidas o sepulcros.
En este caso, los jóvenes son quienes, en sus juegos eróticos de escondidas y persecuciones, destrozan el museo. Desnudos, se pasean por las galerías y esquivan los cuerpos embalsamados y los petrificados por la lava. Estas figuras remiten a los cuerpos encontrados, por ejemplo, en Pompeya, Italia, luego de la caída de la lava del volcán.
El olor era algo así como a duración, si es posible, o a eternidad: el olor que se escondía en el incienso, es decir, en las catedrales y en los libros antiguos: uno podía sondear su solemnidad, también, en los cementerios y en las arcadas de los salones más viejos del museo.
El lenguaje poético es central en todos los relatos contenidos en Los museos abandonados. Las imágenes que componen los diferentes narradores son de una complejidad profunda y, a la vez, de mucha vitalidad. En este caso, la imagen olfativa remite al aroma a ropa antigua de los salones de las matronas romanas. Sin embargo, no describe el olor utilizando comparaciones con otros elementos similares. Se esconde en el incienso, sí, pero no es olor a incienso al que se refiere. El narrador sitúa el aroma en espacios específicos: catedrales, cementerios, arcadas de los salones más viejos, los libros antiguos.
La vida en el museo nos había vuelto tan sensibles que casi todas las cosas que se podían contar nos producían horror, vértigo, espanto, confusión, llanto, náusea, tristeza, mala memoria…
Eurídice le pide al narrador que le hable: “Cuéntame. Cuéntame por favor. Cuéntame algo” (p.111). Los relatos del narrador la mantienen entretenida. Pero ese algo que pide no es cualquier cosa: “Invéntame una historia, puesto que todo lo que puedes saber es ya cruel (...). Un cuento donde no haya dolor, donde no reine la muerte” (p.112), dice. Como bien dice la cita, la vida en el museo vacío los torna hipersensibles. Ariadna está débil, no soporta los gritos, y solamente podrá dormir cuando el final sea inminente.
Supe entonces que la palabra opera como una melodía, como un néctar: importaban más la cadencia, el ritmo, las pausas, las inflexiones de la voz, los tonos bajos o los altos, la ruptura del compás, las sílabas esperadas, que el contenido mismo de lo que se decía.
El narrador descubre el poder del relato y la imaginación en el contexto de encierro. Pero, además, pone el foco en la materialidad de la palabra poética, es decir, en su plasticidad sonora, en su forma, en la entonación de las frases, en su ritmo. Se vuelve hábil en el relato, inserta poemas que compone en el momento; inventa para Eurídice todo un lenguaje poético propio.
—¿Cómo sabe qué querrá de nosotros el tiempo futuro?
—Seguramente querrá conservar algunas cosas, no sé decirle cuáles. Pero seguramente alguien se preocupará por conservar algunas cosas, que sirvan de pequeña memoria, de testamento, de mundo cerrado y acabado.
Esta cita refleja el espíritu de los museos, de la voluntad de conservación de una memoria colectiva que impulsa su creación. El narrador se ha quedado a cuidar el museo. Su tarea, renovarlo, se ve posiblemente interrumpida por el advenimiento del fin de los tiempos. Sin embargo, continúa su labor, porque cree que el futuro demandará información de ese mundo cerrado y acabado, el suyo, que quedará atrás.
Cubrí a Ariadna con una de las sábanas que protegían a las estatuas del polvo y del tiempo.
Al dormirse, Ariadna se constituye en pieza de museo. El narrador, que es a su vez el encargado y restaurador del edificio, la cubre con las sábanas con que cubre las estatuas y, de este modo, le da esa entidad de escultura dormida.