Resumen
32. Los fantasmas
A las 6 de la mañana del 10 de Junio, Rodríguez Moreno informa por radio a la Jefatura de Policía de la Plata que la orden de fusilamiento está cumplida. Jefatura le pide la nómina de los fusilados. Rodríguez Moreno responde que son cinco. Luego, admite que el resto se escapó. En este punto, Walsh sostiene que no podremos saber qué fue lo que pasó entre Rodríguez Moreno y Fernández Suárez ante esta situación, pero el primero, cuando declara ante el juez, sostiene que fue tratado “rigurosamente” (131).
Fernández Suárez comprende lo complicado del caso: detuvo a una decena de hombres antes de que entre en vigor la ley marcial y los ha hecho fusilar sin juicio. Por eso decide tomar medidas en el asunto. Dispersa a los involucrados, publica una lista de 5 fusilados en la zona de San Martín y realiza una declaración explicando por qué no estaba en la Jefatura cuando se iniciaron los levantamientos. En esta declaración cuenta que a las 11pm se hallaba en un departamento de Vicente López deteniendo a 14 personas. No explica qué se hizo con estos detenidos, por lo que sería difícil conectarlos con los 5 fusilados de San Martín. Pero otorga un dato importante: la detención se realizó una hora y media antes de la promulgación de la ley marcial.
Durante 4 meses Fernández Suárez cree que tiene todo bajo control, hasta que recibe una denuncia, proveniente de uno de sus hombres. El doctor Jorge Doglia, jefe de la División Judicial de la policía, es un hombre de “sinceras convicciones libertadoras” (133) preocupado por los maltratos y las torturas sistemáticas a las que son sometidos presos y detenidos. Al ver que Fernández Suárez es cómplice de esta situación, puesto que hace caso omiso a sus reclamos, decide llevar el asunto al ministerio de Gobierno de la provincia. Su denuncia incluye también el fusilamiento ilegal de Livraga, con quien se ha entrevistado. Fernández Suárez contraataca acusando a Doglia de haber acudido a un organismo ajeno a la policía para su denuncia y lo destituye de su cargo.
Doglia entonces se pone en contacto con Eduardo Schaposnik, representante socialista ante la Junta Consultiva, y este reanuda su denuncia. El 14 de diciembre se suma a la acusación el propio Livraga, que se presenta ante la justicia para demandar a quien resulte responsable por tentativa de homicidio y daño. El 18 de diciembre, el jefe de policía se presenta a la Junta Consultiva para rebatir a Schaposnik.
33. Fernández Suárez confiesa
En su declaración, Fernández Suárez afirma que no hay pruebas para sostener los cargos en su contra. No obstante, rebate Walsh, el propio acusado es quien da las pruebas que reclama, “llevado por una oscura fatalidad autoacusatoria” (135). En este punto, el investigador le pide al lector que descrea de todo lo que ha narrado hasta ahora, y que solo se abstenga a la declaración de Fernández Suárez, que copia íntegra de la versión taquigráfica. Por las palabras del acusado, queda en efecto confirmado que él personalmente detuvo a Livraga, junto con el resto, a las 11pm del 9 de junio, que estos hombres no habían participado en el motín, que no ofrecieron resistencia, y que a la madrugada fueron fusilados.
Ferández Suárez también realiza afirmaciones de las que no tiene ni una sola prueba: que los detenidos tenían pistolas, que estaban por participar en el levantamiento y que en el departamento de Vicente López había estado antes Tanco. Respecto de Livraga, Fernández Suárez sostiene que sus heridas no se deben al accionar de la policía, porque aquella tenía una orden de fusilamiento, y si Livraga no se hubiera escapado, lo habrían ejecutado. Supone que Livraga recibió sus heridas en algún otro lado de aquella noche de confusión, por su rol activo en la rebelión. Además de considerar que esta versión de los hechos es “pueril” (138), Walsh vuelve a insistir en el dato de la hora, dato que él mismo corroboró no solo acudiendo a los diarios de la fecha, sino también consultando el libro de locutores de Radio del Estado, en el que se constata lo mismo que en los periódicos: que la ley se hace pública a las 0.30hs del 10 de junio de 1956.
34. El expediente Livraga
“Los hechos que relato en este libro fueron sistemáticamente negados, o desfigurados, por el gobierno de la Revolución Libertadora” (139). Con esta frase contundente, Walsh da inicio al capítulo más largo de Operación masacre, puesto que contiene extensos extractos del expediente instruido a raíz de la denuncia de Livraga. Dicho expediente lo consigue Walsh gracias al juez Belisario Hueyo –a quien rescata por sobre el común de los jueces, en su mayoría “facciosos”, “ineptos” o “corrompidos” (140) – después de salida la primera edición de Operación masacre. Por eso, el expediente aparece recién en la segunda edición, de 1964.
Walsh recapitula declaraciones ya repuestas en el texto, como el hecho de que Fernández Suárez sostiene que las heridas de Livraga son muestra de su participación en la revolución, y no de que fue fusilado. También recupera los comunicados de la Unidad Regional San Martín y de la comisaría de Moreno, en respuesta al pedido del Juez, que niegan constancia formal de haber detenido o tenido preso a Livraga. Walsh arguye que estos comunicados no mienten porque, en efecto, ni en los libros de San Martín ni en los de Moreno figura el nombre de Livraga. El narrador denuncia que, sin esta formalidad, “una detención se convierte en un simple secuestro”, por lo que toda la operación lleva “el sello imborrable de la clandestinidad” (143).
Livraga tiene una prueba de su paso por la Unidad Regional de San Martín: el recibo que le dan por la retención de sus pertenencias. Después se suma a la acusación el testimonio de Giunta, que se decide a hablar. Del lado de la policía, aparecen otros declarantes que empiezan a resquebrajar el discurso oficial, indicando la responsabilidad de Fernández Suárez, quien ahora no responde a los pedidos de aclaración. En estos testimonios se admite también que Livraga estuvo preso en Moreno, aunque no aparecía en los libros. Dicen que lo tuvieron bien cuidado, con suficiente abrigo y alimento, contrariamente a lo que ha dicho Livraga de su encarcelamiento.
Le toca declarar a Rodolfo Rodríguez Moreno. La transcripción de la declaración es para Walsh “el documento al que tiene que responder, y no responderá jamás, la revolución libertadora” (155), puesto que allí se prueba lo que él había afirmado previamente en sus notas periodísticas: que las víctimas fueron detenidas antes de la promulgación de la ley marcial, que no se les instruyó proceso ni se averiguó quiénes eran, que no se les dictó sentencia y que se los masacró en un descampado.
Fernández Suárez se sabe acorralado después de la declaración de Rodríguez Moreno. Consigue el respaldo de altos mandatarios del gobierno, incluido el propio presidente de la Nación, el general Aramburu. Llega el comisario Cuello a declarar, diciendo que fue informado de la promulgación de la ley marcial a las 11pm del 9 de junio. “Es falso” (157), rebate Walsh. Es evidente para el narrador que los policías involucrados saben cuál es el nudo de la cuestión: la hora en que se promulgó la ley marcial. En su testimonio, Cuello manifiesta que no ve el motivo de que se investiguen estos fusilamientos, puesto que fueron ordenados en cumplimiento de la ley marcial. Esto lo recuerda con seguridad, aunque muchos otros detalles se le escapan: “¿Reconoce las firmas? No reconoce. ¿Sabe que Livraga estuvo posteriormente detenido en la Unidad? No le consta. ¿Sabe que Livraga estuvo en Moreno? Lo ignora…” (160).
Llega finalmente la respuesta de Fernández Suárez, en la que sostiene que la ley marcial entró en vigencia el 9 de junio y que todo el operativo fue legal. También afirma que el fusilamiento de Livraga estaba respaldado por un decreto y reclama la jurisdicción del tribunal militar sobre esta causa, que no compete a los magistrados civiles. El doctor Hueyo objeta diciendo que en el susodicho decreto, que contiene una lista de militares a fusilar, no figura el nombre de Livraga. Lo único que recibe de respuesta es el pedido de que la causa sea tratada por la justicia militar, “por ser de su exclusiva competencia” (165). El capítulo concluye con un análisis del doctor Hueyo, en el que sostiene que hasta no constatar la hora exacta de la promulgación de la ley marcial, no puede determinarse si la causa es militar o civil, puesto que las leyes no pueden aplicarse retroactivamente. En caso de haber sido detenido Livraga antes de la promulgación de la ley, el juicio se vería encuadrado dentro del código penal ordinario.
35. La justicia ciega
El 24 de abril de 1957 la Suprema Corte de Justicia de la Nación dicta un fallo en el que pasa la causa a la justicia militar. Con este acto, sostiene Walsh, se deja “para siempre impune la masacre de José León Suárez” (168).
El dictamen del doctor Soler sostiene que, si bien el hecho que se investiga fue llevado a cabo por personal de la policía, aquella se encontraba el 9 de junio subordinada a las autoridades militares. Esto es falso, dice Walsh, porque el 9 de junio la policía todavía respondía al ministerio de Gobierno del Provincia. Del mismo modo, el fallo de la Corte que pasa finalmente la causa al juez de instrucción militar, es para el narrador “una siniestra corrupción de la norma jurídica” (170).
Walsh acusa el delito de haber ubicado a Livraga en un ámbito penal que no le corresponde, puesto que al ser detenido antes de haber entrado en vigor la ley, no pudo haberla violado: “es como si esa ley no existiera para Livraga, ni Livraga para esa ley” (171), sostiene. Agrega también que el jefe de Policía de la Provincia detiene a Livraga en su rol de funcionario civil, no como teniente coronel, por más que lo fuera. Como funcionario civil, no puede actuar con autoridad militar. De esta manera, la ejecución que ordena Fernández Suárez no es un fusilamiento, “es un asesinato” (173).
Walsh se pregunta con sarcasmo si el teniente coronel Abraham González, juez militar, sancionó a Fernández Suárez y si divulgó siquiera algún resultado del supuesto “juicio”; luego sostiene que no hace falta “ser un genio para saber que el teniente coronel González no iba a encontrar culpable al teniente coronel Fernández Suárez” (172). E insiste una vez más en la “monstruosidad jurídica convalidada por el fallo de la Corte” (172), que permitió que Livraga perdiera su derecho de no ser penado sin juicio previo.
36. Epílogo
En este capítulo, incorporado en la tercera edición de 1969, doce años después de la primera edición, Walsh manifiesta que una de sus preocupaciones al escribir Operación masacre fue mantener separados los fusilamientos clandestinos de José León Suárez de los otros fusilamientos de aquellos días, cuyas víctimas fueron en su mayoría militares. Con esto, Walsh buscaba renunciar “al encuadre histórico, en beneficio del alegato particular” (173).
Su intención, asimismo, era saber si los agentes y los herederos de la Revolución Libertadora respaldaban estos crímenes o si los desautorizaban expresamente, rechazo que hubiera requerido el castigo a los culpables y la reparación moral y material de las víctimas. Cinco gobiernos sucesivos le dieron como respuesta un silencio solidario con aquel asesinato. Es por esto que ahora se detiene, brevemente, a detallar las otras ejecuciones de militares, que fueron “tan bárbaras, ilegales y arbitrarias como las de civiles en el basural” (174). Finaliza entonces con esta denuncia: “Se trata en suma de un vasto asesinato, arbitrario e ilegal, cuyos responsables máximos son los firmantes de los decretos que pretendieron convalidarlos: generales Aramburu y Ossorio Arana, almirantes Rojas y Hartung, brigadier Krause” (175).
37. Aramburu y el juicio histórico
Este capítulo se agrega en la cuarta edición, de 1972. Hace referencia al secuestro y asesinato del teniente general Aramburu realizado por montoneros el 29 de mayo y el 1º de junio de 1970 respectivamente. Entre los cargos por los que Aramburu es condenado a muerte se encuentra “la matanza de 27 argentinos sin juicio previo ni causa justificada” del 9 de junio de 1956.
Con su ejecución, Aramburu es convertido por la “oligarquía” en un prócer, “Paladín de la democracia, soldado de la libertad, dilecto hijo de la patria…” (176). Para Walsh, un juicio “menos subjetivo” entiende que la política que ejecutó Aramburu, plagado de episodios de crueldad, muestra a las claras “el desfasaje entre los ideales abstractos y los actos concretos” de “una minoría usurpadora que sólo mediante el engaño y la violencia consigue mantenerse en el poder” (177). Luego, el autor enumera otra serie sucesos, como la represión de huelgas y la proscripción del peronismo, para demostrar que son “expresiones de odio” mediante las cuales “el humanismo liberal retrocede a fondos medievales” (178). En estos conflictos Walsh percibe los indicios materiales de la lucha de clases.
En el último párrafo, el narrador sostiene que el resultado de la política que representa Aramburu es el de “un país dependiente y estancado, una clase obrera sumergida, una rebeldía que estalla por todas partes” (178). Esta rebeldía finalmente alcanza a Aramburu, lo enfrenta con sus actos y paraliza la mano que firma “empréstitos, proscripciones y fusilamientos” (178).
Análisis
La tercera parte se concentra en el juicio contra Fernández Suárez y el gobierno de la Revolución Libertadora, juicio que todavía se trataba en magisterio civil cuando Walsh publica Operación masacre en 1957, con la intención de que su libro contribuya en la denuncia. Después de pasada la causa a jurisdicción militar, Walsh abandona su propósito de transformar la realidad dentro del sistema institucional y empieza a virar hacia una posición más subversiva y revolucionaria. Este pasaje puede verse en las modificaciones que sufre la tercera parte a través de las distintas ediciones que Walsh publica en vida, antes de ser desaparecido por la dictadura cívico-militar de 1976.
En esta última parte predomina el tema de la denuncia. Para enfatizar esta cuestión, Walsh realiza reiteradas veces una operación simbólica que consiste en corregir las palabras adecuadas para referirse a lo sucedido: no fue una “detención”, fue un “secuestro”; no fue un “fusilamiento”, fue un “asesinato”; no fue una “ejecución” oficial, fue un acto “clandestino”. Estas afirmaciones se sostienen mediante dos pruebas: que las detenciones no figuran en los libros y que tienen lugar antes de la promulgación de la ley marcial. Walsh insiste con la cuestión de la hora porque sabe que ese dato tiene un poder concreto en el plano de lo jurídico: allí radica la diferencia entre una operación legal o una operación “masacre”, es decir, ilegal y asesina.
A pesar de que esta parte se presenta como más objetiva, puesto que contiene extractos extensos de un expediente cuyo tono jurídico es distante y formal, incluye en realidad muchas marcas de subjetividad narrativa. El tono de indignación y de sarcasmo se intensifica en el modo en que reprueba el accionar de juristas, policías y mandatarios. Adjetivos calificativos como “siniestro”, “faccioso”, “corrompido” o el término “monstruosidad jurídica”, nos revelan cómo Walsh interpreta el desarrollo del juicio y, con esto, manifiesta su denuncia del modo en que el Estado cubre su accionar impune y violento. Asimismo, al usar verbos en primera persona del singular, como en “los hechos que [yo] relato en este libro fueron sistemáticamente negados, o desfigurados, por el gobierno de la Revolución Libertadora”, su experiencia personal queda en primer plano para revelar su compromiso con el caso.
Para rebatir los discursos de los declarantes, Walsh apela a la ironía cuando afirma que estos testimonios, paradójicamente, otorgan las pruebas necesarias en su contra, como si los acusados fueran arrastrados a condenarse “por una oscura fatalidad autoacusatoria”. Es una de las estrategias más importantes de su investigación que los datos clave sean provistos también por los victimarios. Por eso interpela al lector diciéndole que, si no cree en lo que se relata en su libro, puede hallar su confirmación en las declaraciones de Fernández Suárez y de Rodríguez Moreno.
Los extractos del expediente Livraga aparecen, en su mayoría, transcriptos de forma literal, pero en otros sectores Walsh recurre al parafraseo y al discurso indirecto libre para darle otro énfasis a la reproducción de este importante documento. Recurre, de esta manera, a la organización narrativa del material de su investigación, manifestando el tema de las tensiones entre literatura y periodismo. Esto puede verse en el capítulo 34, cuando toma el discurso del comisario Cuello, lo descoloca de la cita textual y lo hace funcionar dentro de su narración, para señalar la ironía de que Cuello recuerde con tanta nitidez algunos hechos, pero que muchos otros le resulten borrosos, puesto que no los “reconoce”, no le “constan” o los “ignora”. Con esto, Walsh quiere poner en evidencia que el testimonio de esta persona es parcial y sospechoso.
Cuando en el capítulo 34 Walsh sostiene que el testimonio de Rodríguez Moreno es “el documento al que tiene que responder, y no responderá jamás, la revolución libertadora”, su posición política se define en oposición a este gobierno de facto, del cual esperaba, en un principio, que reprobara los delitos cometidos dentro de su filas. En la denuncia política de Walsh, el transcurrir de los años demuestra la complicidad corrupta del gobierno, que permite que el juicio de Livraga quede para siempre impune. En este contexto de conversión ideológica cada vez más radicalizada, se inscriben los dos últimos capítulos de la tercera parte, agradados posteriormente.
En el capítulo 36, de 1969, Walsh decide abandonar una de las estrategias de su denuncia, que consistió en separar el fusilamiento clandestino de José León Suárez de las demás ejecuciones que se dieron durante esos dos días de enfrentamiento armado. Esta operación tenía el propósito de diferenciar a las víctimas “inocentes”, que no tuvieron nada que ver con el levantamiento, de los actores “subversivos”. Ahora, habiendo fracasado en su intento de conseguir justicia para las personas de su relato, Walsh amplía su acusación diciendo que las otras ejecuciones fueron de igual manera “bárbaras, ilegales y arbitrarias”. También en esta instancia señala la responsabilidad máxima de quienes, con su autoridad, hacen las firmas necesarias para llevar a cabo un “vasto asesinato”. Todo esto vuelve a tratar la cuestión de que quienes se ubican del lado de la civilización son, en realidad, parte de la barbarie.
Finalmente, en el último capítulo, publicado en 1972, Walsh propone un examen de las políticas implementadas por Aramburu y su sistema de gobierno. Desde su perspectiva denunciante, que pone en evidencia las injusticias estatales, Aramburu lleva al país a un estado de violencia generalizado que provoca, consecuentemente, su secuestro y asesinato por parte de Montoneros. Con esto el narrador quiere decir que el principal responsable de la muerte de Aramburu es Aramburu mismo, que con su política de opresión convalida la aparición de una rebeldía que quiere frenar su mano: aquí Walsh utiliza una metonimia de causa por efecto que reemplaza el verbo “asesinar” por “paralizar”, y una sinécdoque que traslada a la parte del cuerpo que realiza las firmas (la mano), la responsabilidad de quien da órdenes de ejecución y empobrece al país. En esta parte, Walsh ya no usa las marcas de la primera persona porque pretende realizar una reflexión más formal y objetiva. No obstante, con sus palabras está tomando una posición ideológica concreta, una que acepta lo que llama un “juicio histórico”, aquel al que es sometido Aramburu por sus crímenes. Desde esta posición más revolucionaria, Walsh convalida la justicia a mano propia, porque no cree que dentro de un gobierno que considera dictatorial pueda haber, en verdad, justicia.