Buenos Aires
Esta novela puede ser leída, entre otras cosas, como un retrato de la ciudad de Buenos Aires. Esta es descrita a través de muchas imágenes sensoriales, sobre todo en el Libro Primero, donde se la presenta como el entorno del despertar metafísico de Adán Buenosayres. En ese paisaje inicial se hace mención a los “Buques negros sonoros” (10), a “trenes orquestales” (11) y al mugido de las vacas; al "el color y sonido de las cuatro razas, el yodo y la sal de los siete mares" (10); a "un cinturón de chimeneas humeantes que garabateaban en el cielo varonil del suburbio corajudas sentencias" (11). La ciudad, entonces, ya puede identificarse como un espacio activo, con mucho movimiento, industria y comercio, y como una ciudad moderna, donde las fábricas, las máquinas y los nuevos medios de transporte son protagonistas.
La habitación de Adán
A lo largo de toda la novela, hay escenas en que el protagonista se encuentra solo en su habitación. Son momentos serenos que permiten la expansión de sus memorias e imaginación. Entonces leemos muchas referencias a la luz y los aromas que entran por las ventanas de la pieza de Adán, como por ejemplo:
Atento aún al susurro del otro, Adán Buenosayres abandonó heroicamente sus colchones, fue a la ventana y, abriéndola toda, permitió que una luz torrencial invadiera su cuarto. Luego, fiel a una venerable costumbre de los poetas líricos, volvió a la cama y se dio a respirar el aire fuerte del otoño. Desde la calle Monte Egmont no subía ya el aroma de los paraísos, como en la bárbara primavera de Irma (y Adán le había dicho que sus ojos eran iguales a dos mañanas juntas, o quizá la besó), sino el aliento del otoño pesado de semillas y fragante de hojas muertas (21).
Más adelante, la luminosidad vuelve a aparecer acompañada por el silencio: "Adán se resiste a entregarse tan pronto al dolor de las ideas: es demasiado acogedora la luz que llena su habitación, y demasiado hermoso el silencio que ha traído la lluvia: el silencio y la luz parecen hermanos en aquella hora de ceniza; y luz y silencio, con su grata hermandad, le hacen posible ahora un comienzo de beatitud" (348).
El rostro de Jesús crucificado
En el final del Libro Cuarto, Adán y Tesler vuelven borrachos a Villa Crespo. En determinado punto del recorrido, el protagonista pasa repentinamente al plano mítico-imaginario y, anunciado su destino en la clave alegórica cada vez con más fuerza, en su ensoñación ve el rostro de Jesucristo. Este es presentado mediante una serie poderosa de imágenes visuales que lo retratan en el momento de la crucifixión. Es un rostro hermoso y colorido, lo cual enfatiza la estetización producida por la novela, ya que es la cara de un hombre herido, torturado, que se desangra: "Y el Hombre de la púrpura callaba: tenía en la frente un cerco de ahincadas espinas, y goterones de sangre le resbalaban por el rostro, desde la frente a la barba de color de miel, o hasta confundirse, púrpura sobre púrpura, con ese manto real que por irrisión habían ceñido a sus costillares" (341).
Aquella
Como se ha mencionado, el protagonista crea la imagen de su amada, Solveig Amundsen, como si ella fuera una obra de arte. El retrato más potente de la joven la ubica en el jardín de la casa de Saavedra, entre la vegetación, que guarda su misma belleza, juventud y frescura. La descripción se basa en imágenes visuales que remarcan los colores amenos de la chica y la luminosidad que la refleja, pero también se apela a otros sentidos, sobre todo mediante imágenes auditivas. Entonces leemos:
Se adelantaba lentamente, bajo un sol perpendicular a la tierra: su cuerpo sin sombra tenía la dura fragilidad de una rama, no sé yo qué fuerza combativa en su levedad ni qué terrible audacia en su decoro. Llevaba un traje celeste que la envolvía como un pedazo de bruma; pero el jardín, la luz, el aire, todo el trabajo de la tierra y del cielo se concertaban allí para vestirla, tan pavorosa era, sin embargo, su desnudez. Vuelto su rostro al sol, mostraba las dos violetas de sus ojos y el arco leve de su sonrisa; en torno de sus cabellos trazaba círculos una abeja zumbante. Al andar, sus pies menudos hacían crujir arenas de oro, conchas marinas y corazas azules de escarabajos; y su llegada me parecía interminable, como si Aquella viniese de muy lejos, a través de cien días y cien noches (429).