Melville terminó su obra maestra, Moby Dick, cuando tenía 32 años. Siendo todavía un joven escritor, había creado una de las obras más densas e imaginativas de toda la literatura, elogiada hoy en día por muchos como la mejor novela en lengua inglesa. Pero Moby Dick fue un fracaso en su propio tiempo, despreciada por críticos y rechazada por lectores; las verdades de Melville eran muy difíciles de escuchar. Pasarían décadas después de su muerte antes de que el poder de su obra fuera reconocido.
No es de sorprender, entonces, que la mayoría de los escritos de Melville después de Moby Dick se preocupen por el problema de la comunicación. En la novela Billy Budd, la segunda novela más famosa del autor, un hombre joven que se ve impedido a hablar no puede defender su inocencia. “Benito Cereno” también termina con un icónico momento de comunicación fallida, cuando el atormentado capitán del barco esclavista es absolutamente incapaz de transmitirle a su salvador la verdad que lo destruyó. “Bartleby, el escribiente”, una de las novelas breves más famosas del siglo XIX, es también una historia sobre la incomunicación y sobre la imposibilidad de conexión entre seres humanos.
En 1852, la revista Putnam le pidió a Melville que contribuyera con una obra corta de ficción. El escritor comenzó escribiendo la historia de una mujer joven y casada llamada Agatha que espera novedades de su esposo durante 17 años, luego de que este partiera en búsqueda de trabajo. En la concepción del relato, el buzón de correo, que con su falta de uso y el paso del tiempo se pudría y desmoronaba, era un símbolo esencial. Para Agatha, las noticias nunca llegaban.
Aunque la historia le atraía por su simbolismo, para Melville no funcionaba como relato de ficción. Finalmente la abandonó, aunque la idea del buzón abandonado y de la correspondencia que no llegaba se transformó en la Oficina de Cartas Muertas del inquietante final de “Bartleby, el escribiente”. Cuando esta novela breve fue publicada, en 1853, para la revista, no tuvo mucho revuelo. Al igual que lo que ocurrió con las obras más interesantes de Melville, la complejidad del relato alejó a sus lectores.
En muchos sentidos, “Bartleby” es una de las primeras historias sobre el descontento laboral y empresarial. Melville era un hijo de la Ciudad de Nueva York, y su historia se desarrolla en Wall Street. Los escribientes son parte de la maquinaria de la industria y el comercio modernos, hombres educados que deben realizar trabajos tediosos. “Ser parte de la máquina” podría ser una descripción justa de su labor: más adelante serán máquinas, de hecho, las que desempeñarán sus servicios. En este mundo en el que las personas hacen su trabajo, ganan su paga y continúan así hasta que mueren, Bartleby es un fenómeno extraño y marginal. Parece un hombre profundamente deprimido y solitario que es incapaz de hallar un trabajo que lo satisfaga. Bartleby, para quien la vida en sí misma es desgastante y carece de sentido, no puede hallar un lugar en el mundo, y por eso muere.
El empleador de Bartleby, un hombre mayor de quien no sabemos el nombre, intenta, pero no consigue, conectar con él. De alguna manera logra empatizar con el extraño escribiente, pero no puede (o no quiere) ayudarlo. En el final del relato, una de las preguntas de la historia se centra en su relación: ¿le falló el narrador a Bartleby? Y sí le falló, ¿era esta falla evitable? ¿Cuán responsable es un hombre de la salvación de otro hombre? Aún más perturbadora es la idea de que Bartleby no fuese el único condenado. El mundo que lo sumió en la penumbra es visto desde una nueva luz, y quienes se han adaptado a él, como el narrador y sus otros empleados, parecen adormecidos y entumecidos.