Lo miré fijo. Su cara estaba flacamente serena; sus ojos grises, vagamente calmos. Ni una arruga de agitación ondulaba su persona. De haber habido la más mínima inquietud, ira, impaciencia o impertinencia en su actitud, en otras palabras, de haber habido en él cualquier cosa humana ordinaria, yo sin duda lo habría despedido del local. Pero tal como fue, lo mismo podría haber pensado en sacar a la calle mi pálido busto de Cicerón en yeso.
El narrador observa a Bartleby después de la primera vez que escucha su desconcertante respuesta a todo, “preferiría no hacerlo”. Comprende que lo que produce una fuerte impresión en él es la actitud de Bartleby, que no da señales de estar enojado o de mostrarse rebelde. La frase de Bartleby, motivo recurrente de la nouvelle, no parece provenir de nada que podría identificarse con “cualquier cosa humana”; es un sinsentido al que el abogado no le encuentra explicación. La actitud del escribiente lo deja perplejo porque no lo deja hacer algo al respecto, como despedirlo. Bartleby, con su semblante sereno, encarna el aspecto deshumanizante de Wall Street; es casi como un objeto inmóvil y sin vida; por eso, el narrador lo compara con el busto de Cicerón que tiene en su oficina.
Nada exaspera tanto a una persona seria como una resistencia pasiva. Si el individuo resistido así no es de carácter inhumano, y el resistente es por completo inofensivo en su pasividad; entonces el primero, en sus mejores estados de ánimo, se esforzará caritativamente por interpretar con la imaginación lo que resulta imposible de resolver con el juicio. Aun así, en general, yo prestaba atención a Bartleby y sus modos. ¡Pobre tipo!, pensé, no tiene ninguna intención maliciosa; es claro que no se propone ninguna insolencia; su aspecto evidencia suficientemente que sus excentricidades son involuntarias. Me es útil. Puedo llevarme bien con él.
El narrador no solo se preocupa por las reacciones de su extraño empleado; también reflexiona acerca de su propio comportamiento frente al escribiente. Se refiere a sí mismo como “resistido” y a Bartleby como “resistente”, como si ambos fueran dos fuerzas opuestas que entran en conflicto. Pero como Bartleby realiza su resistencia en absoluta pasividad, el narrador confiesa que hace un esfuerzo por “interpretar con la imaginación lo que resulta imposible de resolver con el juicio”. Lo que dice a continuación nos muestra uno de aquellos razonamientos imaginativos que el abogado realiza para convencerse de aceptar a Bartleby y su “resistencia pasiva”. Luego de sentir lástima por él, pensando que Bartleby no es insolente ni tiene malas intenciones, el narrador se convence de que el copista le puede resultar útil y que se podría llevar bien con él. De este modo, surge el tema de la responsabilidad y la compasión que el abogado siente por Bartleby, al punto de muñirse de argumentos que lo ayuden a sostener una situación que lo desespera y descoloca (ver sección “Bartleby y la resistencia pasiva”).
De vez en cuando, en la ansiedad por despachar negocios apremiantes, convocaba inadvertidamente a Bartleby, en tono breve y rápido, para que pusiera un dedo, digamos, en el nudo incipiente de un trozo de cinta roja con la que estaba por compactar unos papeles. Por supuesto, desde detrás del biombo era seguro que vendría la respuesta usual: “Preferiría no hacerlo”; y entonces, ¿cómo podría una criatura humana, con los achaques comunes de nuestra naturaleza, abstenerse de manifestar su indignación por semejante perversidad, semejante irrazonabilidad? Sin embargo, cada nueva repulsa de esta especie que recibía yo solo tendía a disminuir la probabilidad de que repitiera la inadvertencia.
Una vez más, el abogado opone su sentido de humanidad a las respuestas deshumanizantes de Bartleby, quien incluso se rehúsa a realizar una tarea tan sencilla como poner el dedo en una cinta para hacer un nudo. Este ejemplo patético revela al lector el sinsentido de la frase que Bartleby repite como un reloj descompuesto: “preferiría no hacerlo”. Pero no es solo ridículo lo que propone Bartleby; hay algo de perverso y de inhumano en la irracionalidad del escribiente. Esto cree el narrador, que por contraste considera que sus manifestaciones de indignación son naturales a la condición humana. No obstante, sus reacciones naturales van siendo aleccionadas por las respuestas de Bartleby, que con su incesante frase logra disminuir la probabilidad de que el abogado le pida de nuevo una tarea. En este sentido, podríamos pensar que la actitud de Bartleby opera un cambio en el narrador, que intenta aprender a convivir con el sinsentido que encarna el escribiente.
De inmediato se me cruzó entonces este pensamiento: qué miserable aislamiento y falta de amigos se revelan aquí. Su pobreza es grande, pero su soledad, ¡qué horrible! Piénsenlo. Los domingos, Wall Street está desierta como Petra, y todas las noches de todos los días es una desolación. También este edificio, que en los días de semana bulle de actividad y vida, al caer la noche retumba de puro vacío y el domingo entero está desamparado. Y de esto hace Bartleby su hogar, solo espectador de una soledad que él ha visto populosa, ¡una especie de Mario inocente y transformado que meditara entre las ruinas de Cartago!
En este pasaje, el narrador hace una descripción de Wall Street recurriendo a imágenes de la soledad que caracteriza a este espacio y que el abogado traslada a la situación del escribiente. Compara la desolación de Wall Street cuando está despoblada con Petra, la ciudad de piedra abandonada en el medio del desierto, y a Bartleby con el general romano que, en el cuadro de John Venderlyn –Mario en medio de las ruinas de Cartago (1807)– aparece representado en soledad y actitud meditativa. Asimismo, el edificio al que Bartleby ha convertido en su hogar produce un contraste fuerte con el bullicio de los días de semana, porque al caer la noche se revela vacío y desamparado. Pero Bartleby también está solo en el medio del bullicio, por lo que la desolación de la noche y de los domingos tiene un paralelo con la desolación del día a día. En este sentido, el narrador siente lástima por Bartleby porque lo convierte en el único espectador de un paisaje solitario, y a través de él, reconoce las dos caras de un mismo mundo deshumanizante.
De alguna manera, en los últimos tiempos yo había adoptado el hábito de usar involuntariamente esa palabra “preferir” en toda clase de ocasiones no del todo apropiadas. Y temblé de pensar que mi contacto con el escribiente hubiera afectado ya seriamente mi estado mental. ¿Y qué aberración adicional y más profunda no podría producir eso aún? Esta aprensión no había carecido de eficacia en llevarme a la determinación de tomar medidas sumarias.
El narrador y sus empleados empiezan a utilizar con frecuencia en sus oraciones el verbo de la frase de Bartleby, “preferir”, de forma involuntaria y en ocasiones inadecuadas. Por eso, el abogado teme que aquella preferencia por el verbo “preferir” sea un indicio de que Bartleby esté afectando su estado mental, como si el escribiente fuera una enfermedad y el verbo, el síntoma del contagio. Para el narrador, aquel uso inadvertido de la palabra “preferir” podría ser la señal de una transformación más profunda, de una aberración difícil de imaginar. Esta reflexión nos revela hasta qué punto la historia de “Bartleby, el escribiente” se trata más de la experiencia personal del narrador que del escribiente, en quien el abogado deposita sus miedos sobre su existencia y la condición humana.
Las palabras que había alcanzado a oír no guardaban ninguna relación con Bartleby sino con el éxito o falta de éxito de algún candidato a la alcaldía. En mi estado mental absorto, me había imaginado, por así decirlo, que todo Broadway compartía mi excitación y estaba debatiendo la misma cuestión conmigo.
Este pasaje del relato pone el foco en el estado mental del narrador, cuya obsesión por Bartleby lo lleva a imaginar que un grupo de personas en la calle estaba apostando por si el escribiente se había ido o no de la oficina, cuando en realidad estaban hablando de un candidato a alcalde. Un momento paralelo a este sucede más adelante, cuando el narrador deambula por las calles en su carro, enajenado –“casi vivía en mi calesa durante este tiempo” (p.76), confiesa–, evadiendo su trabajo y a los temidos inquilinos del edificio en el que había dejado a Bartleby. Así como Wall Street refleja el desamparo existencial del escribiente, también es para el narrador un espacio en el que vuelca sus miedos y emociones. Aquí lo importante no es lo que siente Bartleby, sino el abogado, que por momentos se revela como el verdadero protagonista del drama.
Gradualmente fui entrando en la persuasión de que esos problemas míos relativos al escribiente estaban predestinados desde la eternidad y Bartleby se albergaba conmigo por algún misterioso propósito de la omnisapiente Providencia, que un mero mortal como yo no podía sondear. Sí, Bartleby, quédese allí detrás de su biombo, pensé; no voy a perseguirlo más […]. Otros podrán tener papeles más elevados para representar, pero mi misión en este mundo, Bartleby, es proveerlo de una sala de oficina el período que usted vea adecuado para permanecer.
Otra manifestación del proceso psicológico que atraviesa el narrador se pone de manifiesto en su convencimiento de que el destino se interpuso en su camino para hacerlo responsable de Bartleby. Tal es el efecto que produce el escribiente sobre el abogado que este se imagina designado por un poder mayor, acaso por su misericordioso dios cristiano, a sentir por Bartleby una responsabilidad y una compasión que otras personas no podrían sentir. A este delirio de grandeza sigue una suerte de diálogo con Bartleby que el narrador imagina en su cabeza, en el cual le confiesa que su misión en este mundo es proveerle una oficina para habitar. Tanto el deber espiritual que siente el narrador como esta conversación imaginada con el escribiente pueden ser interpretados como signos del deterioro mental del abogado, que gracias a Bartleby pasa por diferentes etapas de indignación, rechazo, enojo, empatía y lástima.
¿Qué he de hacer?, ¿qué debía hacer?, ¿qué dice la conciencia que debiera hacer yo con este hombre, o, más bien, fantasma? Librarme de él debía; irse se irá. Pero ¿cómo? No vas a echarlo, al pobre, pálido, pasivo mortal; no vas a echar fuera de tu puerta a esa criatura indefensa, no vas a deshonrarte con semejante crueldad. No, no quiero, no puedo hacer eso.
Dos páginas después, el narrador extravía su misión de ayudar a Bartleby y se convence de que debe librarse de él, a quien considera más fantasma que hombre. Ahora el abogado tiene un diálogo consigo mismo, como si su identidad se hubiera partido en dos: por un lado, está el narrador que quiere deshacerse de Bartleby; por otro lado, está el que concibe a Bartleby como una “criatura indefensa” y censura a su otro yo diciendo que echar al escribiente sería un acto de crueldad. De alguna manera, como Bartleby es un doble suyo y un doble de la humanidad, el narrador teme que abandonar a Bartleby signifique abandonar algo de sí mismo y de su condición humana. En este sentido, el tema del doble en “Bartleby, el escribiente” funciona también en la lucha interna que tiene el narrador consigo mismo, entre el rechazo y la compasión que siente por el escribiente.
Extrañamente acurrucado contra la base de la pared, con las rodillas recogidas y acostado de lado, con la cabeza tocando las frías piedras, vi al consumido Bartleby. Pero nada se movió. Me detuve, luego me acerqué a él, me incliné y vi que estaba con los ojos borrosos abiertos; por lo demás, parecía dormir profundamente. Algo me impulsó a tocarlo. Cuando sentí su mano, un escalofrío hormigueante me subió por el brazo y me bajó por la columna hasta los pies.
Este es el momento en que el narrador halla muerto a Bartleby. La escena en la que lo encuentra es por demás significativa. Bartleby aparece acurrucado contra una pared, símbolo de aquel mundo laboral frío e inhumano que terminó consumiéndolo. La quietud que ha caracterizado siempre a Bartleby continúa en su muerte: “nada se movió”, dice el narrador, como si el escribiente fuera más una cosa inmóvil que una persona. Aparece la sensación deshumanizante que produce el escribiente, quien parece dormir, pero con “los ojos borrosos abiertos”. Finalmente, el narrador entra en escena para manifestarnos, una vez más, la extraña necesidad que tiene de conectar con Bartleby. Esta vez busca una conexión física: el narrador toca la mano de Bartleby y siente un escalofrío. Comprueba entonces que ha muerto, lo que le da un cierre a su intento frustrado de ayudar al desamparado copista.
¡Cartas muertas!, ¿no suena a hombres muertos? Conciban a un hombre propenso por naturaleza y desgracia a una pálida desesperanza, ¿puede alguna ocupación parecer más adecuada para acentuarla que la de manipular continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas? Pues a carradas por año las queman. A veces del papel plegado el pálido empleado saca un anillo: el dedo al que iba destinado tal vez se desintegra en la tumba; a quien aliviaría ya no come más ni tiene hambre; perdón para quienes murieron sin esperanza; buenas nuevas para quienes murieron sofocados por calamidades sin alivio. Con recados de vida, esas cartas se apresuran hacia la muerte.
¡Ah, Bartleby! ¡Ah, humanidad!
El narrador introduce un breve epílogo a su historia con el rumor de que Bartleby había trabajado como empleado subalterno en la Oficina de Cartas Muertas. Este rumor le sirve para hacerse una idea más clara de una persona sin identidad, que nunca dijo nada sobre su pasado y que solo le ha dicho lo que preferiría no hacer. El nombre que en inglés reciben las cartas no reclamadas (cartas muertas; dead letters) tiene una connotación simbólica para el narrador, quien personifica a esas cartas cargándolas de humanidad. Piensa entonces en las personas que murieron esperando cartas que nunca llegaron, construyendo un oxímoron con sus imágenes de muerte: “Con recados de vida, esas cartas se apresuran hacia la muerte”. De esta manera, el narrador convierte a las cartas muertas en símbolos de desesperanza, que le sirven de explicación al extraño comportamiento de Bartleby. La exclamación final del abogado, “¡Ah, Bartleby! ¡Ah, humanidad!” sintetiza en un lamento el modo en que el narrador concibe al escribiente como un reflejo de la condición humana, que se precipita inexorablemente hacia la muerte.