Resumen
El cuento está narrado en primera persona por el personaje de Lucas Lucatero. Comienza con él maldiciendo a las mujeres de negro y con escapulario que han venido, en procesión, a verlo en pleno mediodía. Él sabe qué es lo que ellas pretenden y por eso se esconde en el patio de su casa y se quita el pantalón, de manera que cuando ellas lleguen, se horroricen y no se animen a acercarse. Pero ellas no se desaniman y le cuentan que vienen desde la ciudad de Amula a verlo a él. Para sí mismo, Lucatero las maldice y da a entender que él ya sabe quién es cada una de ellas y qué le van a pedir, pero decide hacerse el desentendido con ellas; las invita a sentarse y les ofrece algo de comer.
Enseguida, una de las mujeres le dice que le traen un encargo y le pregunta primero si él la conoce. Él dice que cree conocerla y le pregunta si su nombre no es Pancha Fregoso, la que se dejó robar por Homobono Ramos. Ella responde que sí es Pancha, pero que nadie se la llevó a ella, sino que ambos se perdieron buscando bayas, y le reprocha entonces que sea tan mal pensado. Nuevamente, Lucas les ofrece agua, y las diez mujeres, vestidas de negro, aceptan.
En cuanto ellas empiezan a contarle la razón de su visita, el narrador las evade, diciendo que debe ir al corral a buscar unos huevos, y en el camino planea no regresar, sino escaparse por una puerta trasera. En el corral, ve de pronto el montón de piedras amontonado en una esquina y, al darse cuenta de que tiene forma de sepultura, empieza a desparramar las piedras por todas partes. Reniega de que esas mujeres lo hayan hecho trabajar y luego regresa a donde están ellas y les regala unos huevos, pero les advierte, a modo de broma, que no los pongan entre los senos, pues los huevos se pueden empollar, y ellas responden que tampoco están tan calientes.
El narrador dice que sabe que estas mujeres son de la Congregación de Amula y lo buscan desde enero, cuando desapareció Anacleto Morones. Es por eso que él intenta evadirlas y alargar la charla, para que se haga de noche y tengan que irse, ya que seguro no aceptarían la indecencia de quedarse a dormir en su casa.
Lucatero coquetea con una de las mujeres, y ella le recuerda que es Nieves García y que fue su amante, pero él la abandonó cuando estaba embarazada; él evade esa historia y se justifica diciendo que entonces estaba con otros asuntos y busca distraer a la mujer hablándole de algunos recuerdos íntimos. Pero Nieves le pide que deje de despertarle malos pensamientos. Evasivo, Lucatero vuelve a salir rumbo al corral, para distraerse de la acusación de Nieves. Al regresar, las mujeres le dicen que Nieves se ha ido porque él la hizo llorar.
Desviando la charla, el narrador pregunta por un hombre llamado Edelmiro y las mujeres le cuentan que murió, argumentando que fue castigado por Dios por acusar a Anacleto de ser un charlatán, y agregan que el juez que llevó a Anacleto a la cárcel corrió la misma suerte. Entonces una de ellas le pregunta a Lucatero si las acompañaría a Amula: ellas quieren que participe de la ceremonia en la que pedirán que canonicen al Niño Anacleto. Como él es su yerno, necesitan que oficie de testigo de las obras de misericordia que aquel hizo antes de hacerse famoso por sus milagros. Con desagrado, el hombre responde que no puede dejar su casa, pero ellas se ofrecen a quedarse para cuidarla con su mujer, la hija del Santo Niño, a lo que él responde que ya no tiene esposa porque la ha echado. Las mujeres se escandalizan y le dicen que podría arreglar sus malas obras confesándose en Amula. Lucatero admite que la última vez que se confesó fue hace quince años, cuando los cristeros estaban a punto de fusilarlo y lo llevaron con un cura, al cual le confesó cosas que aún no había hecho. Entonces las mujeres le dicen que si él no fuera el yerno de Anacleto, no estarían ahí, pues él ha sido siempre un diablo, pero Lucatero replica que él era el ayudante de Anacleto Morones, el verdadero diablo.
Esto vuelve a escandalizar a las mujeres, que dicen que Anacleto era un santo. Sin embargo, Lucatero explica que Anacleto vendía falsas reliquias de santos en las ferias. Además, una vez fingió ante unos peregrinos ser capaz de soportar las picaduras de unas hormigas gracias a la ayuda de una astilla de la Santa Cruz donde Cristo fue crucificado y, desde entonces, todos creyeron que hacía milagros. No obstante, las mujeres niegan esa versión y dicen que Lucatero es un desagradecido porque no era más que un porquero antes de conocer a Anacleto.
Las mujeres dicen que Anacleto está ahora en el cielo, pero Lucatero dice que ha oído que está en la cárcel. Ellas dicen que de ahí se fugó sin dejar rastro y que ahora debe estar en el Cielo, y en eso se arrodillan y besan sus escapularios con imágenes de Anacleto. Durante este tiempo el narrador va a la cocina a comer unos tacos y al regresar se encuentra solo con cinco mujeres. Pancha le dice que estaban tan asqueadas que tuvieron que irse, y el hombre vuelve a convidarles agua de arrayán. Filomena, apodada la Muerta por su carácter tranquilo, vomita toda el agua que tragó en una maceta y dice que ya no quiere nada de él, y se retira. Quedan entonces solo cuatro mujeres.
Pancha dice que también tiene ganas de vomitar, pero se las aguanta, pues tiene que asegurarse de llevarlo a Amula. Le recuerda que él fue como un hijo para Anacleto y heredó el fruto de su santidad, su hija, pero Lucatero responde que se la dio ya deshonrada. Las mujeres vuelven a escandalizarse, pero él insiste en que la chica ya estaba embarazada de cuatro meses cuando se casaron y estaba orgullosa de mostrar su abultada panza; luego se fue con otro hombre solo porque se ofreció a cuidar al niño. Y luego las deja atónitas al asegurar que dentro de la hija de Anacleto Morones estaba el hijo de Anacleto Morones. Agrega que ella no fue la única, pues Anacleto dejó esa parte del país sin vírgenes y siempre se aseguró de que una doncella le velara el sueño. Las mujeres señalan que eso lo hacía para mantenerse puro y que el pecado no lo ensuciara, y el narrador les achaca que dicen eso porque Anacleto nunca las eligió a ellas para esa tarea.
Pero entonces Melquiades, una de las cuatro restantes, confiesa que ella veló el sueño de Anacleto y que solo la abrazó toda la noche. Lucas dice que eso es porque ella es vieja y a Anacleto le gustaban jóvenes, pero entonces estalla la Huérfana para decir que luego de que sus padres murieron, pasó la noche más feliz con Anacleto, quien la acarició sin cesar.
Tras una tanda de insultos a Lucatero, solo quedan dos mujeres. La hija de Anastasio, Micaela, le pregunta si realmente niega que Anacleto haya hecho milagros, y luego afirma que a su marido le curó la sífilis. El narrador se sorprende, pues creía que ella era soltera, y Micaela dice que ser soltera y ser señorita son cosas distintas. Anacleto le aconsejó que se acostara con alguien, pues ayudaría a curarle un problema hepático, y porque tener cincuenta años y ser virgen es un pecado.
Lucas les pregunta a las dos mujeres por qué no lo hacen santo a él, y ellas le dicen que él nunca ha hecho milagros y describe cómo Anacleto curó a su marido de sífilis. Al escuchar el relato, Lucas lo pone en duda, sugiriendo que ha de haber sido sarampión, ya que él también padeció algo similar. Ante el horror de las mujeres, él afirma que al menos lo consuela saber que Anacleto Morones fue peor que él. Al oír esto Micaela decide marcharse.
Al quedarse solo con Pancha, Lucatero le pregunta si se quedará a dormir con él. Ella responde que solo quiere convencerlo de ir a Amula. Lucatero dice que deberían intentar convencerse mutuamente. Finalmente, ella dice que se quedará, pero solo hasta el amanecer y si él promete ir a Amula con ella para poder decirle a la gente que ella pasó la noche rogándole que la acompañara. Entonces él le dice en broma que se corte los pelos que tiene sobre los labios, y ella, ofendida, dice que si lo hace, los demás sospecharán.
Cuando oscurece, Pancha ayuda a Lucatero a poner las piedras que había esparcido en el rincón donde estaban originalmente. El narrador nos dice que ella no tenía ni idea de que Anacleto Morones estaba enterrado allí. Ni de que había muerto el mismo día que se escapó de la cárcel y fue a visitarlo, exigiendo que le devolviera sus propiedades. Anacleto le había pedido que vendiera todo porque necesitaba dinero para viajar al Norte. Prometió que, una vez allí, escribiría a Lucatero para que luego se uniera a él y pudieran volver a hacer negocios juntos. Lucatero le había dicho que se llevara a su hija ya que era lo único que le quedaba de Anacleto pero este aseguró que podrían reunirse con él más tarde. Luego preguntó a Lucatero cuánto dinero tenía ahorrado, y el narrador le dijo que le quedaba un poco, pero que no se lo iba a dar, pues había pasado un infierno con su hija, y debía ya darse por pagado con que él la mantuviera. Entonces Anacleto se encolerizó, y Lucatero lo mató y lo enterró con piedras que recogió en el río.
El narrador observa la ironía de que Pancha lo ayude ahora a reordenar las piedras sin saber que Anacleto está enterrado debajo, y que su insistencia en poner piedras es evitar que Anacleto se salga de su sepultura y regrese a vengarse.
A la mañana siguiente, Pancha le dice con reprobación que él es muy poco cariñoso. En cambio, asegura, el que sí era cariñoso y sabía hacer el amor era el Niño Anacleto.
Análisis
"Anacleto Morones" tiene un tono humorístico muy diferente al de los demás relatos de esta colección. Los elementos cómicos de este relato son ciertamente oscuros, pero, sin embargo, ofrecen un fuerte contraste con los crudos y desgarradores relatos que lo anteceden. Junto con “El día del derrumbe”, este cuento es representativo de la ironía mordaz de Rulfo. No solo se retrata a Anacleto, un estafador y charlatán que se enriquece como santero, a través de un discurso que fomenta el fanatismo religioso, sino también a un devoto grupo de viejas hipócritas que con la excusa de la religiosidad se han dejado seducir por los encantos de Anacleto. Además, el narrador, desde la característica desfachatez que muestran muchos personajes de Rulfo, se burla del comportamiento rígido y provinciano de las mujeres, al punto de que logra provocar la risa del lector.
Hay muchos elementos cómicos en el cuento, que se derivan del contraste entre lo grotesco de Lucatero y lo rígido de las viejas, pero también en el pliegue que en muchos casos se deja entrever en la actitud pacata de las mujeres: queda en claro progresivamente que su actitud es una pose, que a lo largo del cuento va siendo ridiculizada. Por ejemplo, cuando el narrador, con el fin de espantarlas, las recibe desnudo, y ellas, si bien se escandalizan, logran sobreponerse, pues luego se hace evidente que no es la primera vez que se encuentran con un hombre desnudo. O cuando Filomena, con toda naturalidad, decide purgarse del agua de mirto que le ha dado Lucatero y le vomita grotescamente la maceta. Incluso la petición de Lucatero a Pancha para que se recorte el bigote antes de dormir con ella, y la respuesta de Pancha, que en lugar de negar su bigote afirma que prefiere no quitárselo porque eso levantaría sospechas. Se trata de guiños divertidos que desplazan la seriedad religiosa hacia lo grotesco.
Anacleto Morones, a quienes las viejas de la Congregación de Amula veneran, es un hombre de clase baja que se gana la vida estafando a la gente, manipulándola mediante su ingenio. Lucatero lo ayuda en sus actos viles e inmorales, en los cuales se hace pasar por un santo, capaz de hacer milagros, y terminan corrompiendo la virtud de muchas mujeres de Amula. Con esta falsa religiosidad Anacleto y Lucatero se enriquecen y ascienden en la escala social, pero descienden moralmente. Significativamente, muchas de esas mujeres corrompidas por la seducción de Anacleto son las que conforman la congregación de devotas que van en busca de Lucatero para canonizar la figura de Anacleto. En este sentido, Rulfo ridiculiza, por un lado, el discurso religioso fanático, exacerbado con la Guerra Cristera. El propio Lucatero admite que los cristeros le causaron una fuerte impresión cuando lo forzaron a confesarse, quince años antes: “Me pusieron una carabina en la espalda y me hincaron delante del cura y dije allí hasta lo que no había hecho” (161). Esta imagen de una confesión hecha involuntariamente, a punta de pistola, en la que incluso se opta por mentir con tal de poder decir algo, condensa la crítica rulfiana a la hipocresía del discurso religioso. Cuenta más la ceremonia, la pose de confesarse, que el contenido detrás de esa acción. Es ese fervor religioso del cual se aprovecharon Anacleto y Lucatero para montar un negocio.
Aunque las mujeres de esta historia inspiran ciertamente risa, también movilizan hacia la compasión. Pancha es claramente una mujer que, bajo su aspecto luctuoso de soltera, simplemente quiere sentirse querida y deseada. Lucatero, al igual que hizo con las demás mujeres, que fueron yéndose de a una, humilla a Pancha y la trata de vieja indeseada: “Ya estás revieja, como para que nadie se ocupe de ti, ni te haga el favor” (176). Micaela también demuestra una gran comprensión de su trágica situación cuando admite que, a pesar de ser soltera, ya no es virgen: “Tuve que hacerlo. Qué me ganaba con vivir de señorita. Soy mujer. Y una nace para dar lo que le dan a una” (166). Significativamente, el narrador le dice pronto a Micaela que esas palabras son un eco de las de Anacleto Morones, y Micaela termina confesando que efectivamente fue lo que Anacleto le dijo. Entonces el lector reconoce la ingenuidad de Micaela y el juego de poder de Anacleto, que detrás de su investidura religiosa, convenció a la mujer de perder con él su virginidad. De todas maneras, y paradójicamente, son estas mentiras de Anacleto las que permitieron a estas mujeres liberarse de su opresión y desarrollar su sexualidad, si bien luego deben encubrirla. Efectivamente, Pancha acepta pasar la noche con Lucatero, e instala naturalmente un pacto con él: “Bueno, me quedaré contigo (...) eso si me prometes que llegaremos juntos a Amula, para yo decirles que me pasé la noche ruéguete y ruéguete...” (167). Así, la propia Pancha admite la hipocresía detrás de su discurso religioso y admite cuánto hay de pose en ella, asumiendo que para que su discurso sea aún creíble debe ocultar a la gente que ha pasado la noche con Lucatero. Si aún queda alguna duda respecto de la pacatería moral de la Congregación de mujeres de Amula, el cuento se cierra con una afirmación de Pancha que sorprende al lector: “Eres una calamidad, Lucas Lucatero. No eres nada cariñoso. ¿Sabes quién sí era amoroso con una? (...) El Niño Anacleto. Él sí que sabía hacer el amor” (169). El lector puede confirmar entonces que Pancha no solo se ha acostado con Lucatero, sino que su devoción por el Niño Anacleto estaba mediada por la seducción y el placer sexual. Con esa afirmación, el cuento cierra su parodia al discurso religioso.
Por último, hay que señalar que la historia también asume una ironía fuertemente macabra, ya que el "Santo Niño" que las mujeres buscan desesperadamente está en realidad enterrado a pocos metros de ellas, en el patio trasero del narrador. La violencia y la muerte nunca terminan de diluirse en El llano en llamas, ni siquiera cuando predomina el tono cómico. Y la raíz de ese asesinato es también cruda: hacia el final, cuando solo quedan algunas mujeres, Lucatero revela que Anacleto no solo era un farsante que se aprovechaba de su falsa condición de santo para acostarse con cuanta mujer se cruzaba, sino que además su mayor “milagro” fue embarazar a su propia hija, la esposa de Lucatero. Se filtra así la degradación familiar en su dimensión más oscura: el incesto y el abuso sobre la mujer, y la venganza familiar del yerno, que mata a su propio suegro y esconde su cadáver en el espacio íntimo de su hogar.